Ecorrelatos divagantes y algo de (con)ciencia | Fugaz amapola ambivalente

Una visión relajada, con el humor como vehículo, de las problemáticas ambientales. Publicaremos un relato cada semana. En verano apetece leer algo más fresco, más sencillo, y así rebajar algunas ecoansiedades.

 

La miré absorto, largo rato. Tanto que me sentí amapola y me conté este relato.

Estiró la piel todo lo que pudo. Allá en el centro de la cubeta, unos puntos negros como ojos, desmesuradamente abiertos. No solo me pasa a mí, deslumbrado porque de pronto surge el hechizo a quien osa mirarla. Todos los vegetales vecinos la admiran; más bien el resto de las plantas monegrinas suspiran por tener sus banderas; ellas carecen de colores tan llamativos como ese rojo sangre.

No me extraña la envidia. Si fueras un animal te diría que tienes pedigrí. La mitología griega dice que la amapola nació de las lágrimas de Deméter, la gran diosa de la agricultura y la fertilidad. Ocurrió que su hija Perséfone fue raptada por Hades, el dios del inframundo. Deméter lloró desconsolada durante el tiempo en que Perséfone estuvo ausente. Allá donde caían sus lágrimas, brotaban amapolas rojas. Seguro que también llegó a los Monegros, total un mar por medio desde Grecia. ¡Qué es eso para un dios! La sigo mirando como una deidad especial. Por ahora se ha detenido en su pavoneo intencionado. Después el viento la cimbrea; se deja llevar.

Campo de Robres (Luis Manuel Casaus)

Pero esta vez, ella se estremeció cuando floreció en primavera como presagiando algo; a pesar de desplegar su copa de cristal coloreada en forma de corola. Preocupada por su porvenir aunque no estaba sola, además los insectos se acercaban a visitarla.

La miraba y me imaginaba que se decía que había crecido rápido, de una semilla abandonada; que lamentaba que nadie la había guardado como un tesoro. Envidiaba lo que le acontece a la mies cerealista, que se convierte en granos. Algunos la admiran, son menos los que la quieren. Excepto el poeta Juan Ramón Jiménez, que la tuvo como novia de campo e incluso la pidió en matrimonio, comprometiéndose a darle cuidados eternos. ¿Qué diría el poeta si supiera que en los países de la  Mancomunidad Británica de Naciones (Commonwealth) existe un Día de la Amapola asociado al día de Recuerdo? Es el 11 de noviembre, día concreto de la firma del Armisticio tras la primera Guerra Mundial. Me gustaría contarle que hay un poema inglés que hace referencia a las amapolas que crecen sobre las tumbas de los soldados caídos. Por eso se ha hecho de esta flor uno de los símbolos para el recuerdo de los muertos en aquella absurda guerra.

Me imagino que hubiera querido preguntar a sus padres tantas cosas, como nos pasa a todos. Pero los vegetales son anónimos, aunque tengan nombres científicos. A la vez supongo que dudará si una flor tiene derecho a conocer a sus padres. Tampoco sabrá de sus hijos, aunque se siente ya fecundada; lo notará en su plenitud. Al menos, unos y otros, le provocarían un momento de fugaz felicidad que atemperase su efímera vida.

Amapolas en Zamora (Civitatis/Archivo)

Por la noche sueña con que lo que se ve como trivial en la naturaleza deje de serlo. Escucha voces y silencios, pero nadie habla de ella. Ni siquiera el viento que la mueve potencia levemente sus olores.

Amanece. El calor aprieta en la estepa monegrina. Bien sabe ella que durará poco. ¿Acaso un día más? Ni siquiera eso, se acerca un rebaño de ovejas y cabras.

Primavera, ¿dónde está la primavera? Se dice que las cabras se comen todo lo que tienen delante de su boca, será que no aprecian como debieran los colores.

Amapola universal y al tiempo amapola de sangre, ya te avisó Rubén Darío de que naces con la fatalidad escrita. En los Monegros hay bastantes ejemplares de una especie sencilla, Papaver rhoeas. Allí algunos la llaman adormidera, le gustan los suelos nitrogenados. Crece muy bien en cunetas y barrancos.

Si fueses la de la corola violeta, tu prima somniferum de la subespecie somniferum, te convertirías en “daños de los humanos contra los humanos” bajo la forma de opio. Amapolas en guerra, se llama a las de Afganistán. De aquí tu ambivalencia (amor y odio, belleza efímera que para algunos es permanente en forma de recuerdos, sanatoria y a la vez tóxica, protegida por dioses contradictorios, etc.). No te fíes de los humanos. Por todo esto, no te extrañe que no te admiren aquí como un ejemplar de los más bellos en este escenario que es parte de la aldea global, tan castigada. Será que en ese momento te ven como hija del Morfeo griego, el dios del sueño. Todo lo más se te llevarán en forma de foto de la corola. Saben que no admites la cautividad de un jarrón.

Lo más lamentable de las papaveráceas es su exactitud temporal de efímera; la vida la tienen escrita de antemano. Otras veces, o siempre, había sucedido lo mismo. Ella no lo sabía, o no lo quería reconocer. Se adquiere consciencia del existir gracias a las impresiones de los otros, pero a menudo esos ecos esplendorosos van tornándose mediocres poco a poco, incluso acusatorios cuando los opiáceos te manipulan. A las que pintó Monet todo el mundo las admira; hasta tienen el apellido de Argenteuil, que eso siempre da prestigio. A esta monegrina Papaver ni siquiera le valió agarrarse a la nostalgia; cada vez entiende menos de honores y de colores que embargan sentimientos. Aquí la llamamos ababol (del mozárabe hababáura). A veces su equivocada intrascendencia se asimila a persona poco inteligente, distraída, simple. Las amapolas no reciben ecos fulgurantes allá donde la ecología manda. Son una más de la muchas especies nada reconocidas, y eso que viven la odisea de sobrevivir a un clima cada vez más cálido, y siempre seco.

No tuvo fuerzas para estirar la piel de la corola de nuevo; se le arrugó por momentos. Pero quedó vigilante su cápsula, dispuesta a abrirse cuando los calores lo manden. Entonces soltará miles de semillas, algunas de las cuales llegarán a ser vida. Antes de morir del todo dudará de su fugacidad. La nueva trayectoria vital de la especie le devolverá protagonismo si sus semillas germinan y los herbívoros la dejan en paz. Ya te he dicho que de los humanos nunca te puedes fiar. Sabido es que una activista climática pegó un cartel a «Les Coquelicots» de Claude Monet en el Museo de Orsay de París. A pesar del revuelo informativo que esa acción provocó, nuestra joya sigue siendo efímera. Ni siquiera la salva Miguel Fleta, que la loaba ya en 1925, en una canción memorable de José María Lacalle en la que se lamenta de que la amapola pueda estar tan sola y por eso le demanda amor. ¿Estamos preparados para conmemorar en 2025 los cien años de aquella canción?

Se me ocurre, fuera ya de mi disfraz de amapola, si no podríamos convertirla en el símbolo del final de todas las guerras.

Campo de Robres (Luis Manuel Casaus)

NOTA FINAL. Todo esto es un relato inventado, pero que esconde un poco de la realidad; no es pura coincidencia.

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