Ecorrelatos divagantes y algo de (con)ciencia | Solitaria cardelina: así te encuentro, allí te dejo

Una visión relajada, con el humor como vehículo, de las problemáticas ambientales. Publicaremos un relato cada semana. En verano apetece leer algo más fresco, más sencillo, y así rebajar algunas ecoansiedades.

 

Debía estar cansada. Hay que reconocer que la faena diaria de alimentarse es dura, más todavía si la sequía permanente se endurece. Allá, en la rama medio quebrada de un enorme cardo, trinaba. No sonaba como de costumbre, a pesar de ser un domingo de primavera.

En realidad, el ambiente se mostraba pegajoso, sería cosa de la prematura calima. Su porte se parecía al normal de siempre, pero su canto no; le faltaba el tono alegre, la cadencia acogedora. Se diría que expresaba tristeza porque era monocorde, y eso suena a cosas íntimas, generalmente un lamento, o algo peor.

Quizás por eso los cantos no encontraban respuesta en otros habitantes cercanos –si los había-, o porque sonaban demasiado temprano, aunque los alados suelen madrugar para contarse la aventura que tienen programada para cada día. Algo se entendía, o me lo imaginé. Más o menos dijo que confió en sus enemigos los humanos. Mira que estaba avisada, pensé, lo dicen hasta los libros modernos y los pesados informativos de la tele. Lo manda nuestra madre naturaleza: ten cuidado a quién te arrimas. Es más, en mis tiempos esteparios vi acercarse a las cardelinas para beber a la balsa El Corbatuelo -qué bello nombre para esta oquedad endorreica- cuando iba a llenar mis botijos en tiempo de vendimia; una permanecía vigilante. Tiempo después visité la balsa en mis recorridos. Sufría al verlas aletear presas en la redes de los pajareros desaprensivos, que les ponían la muralla de red con liga en su itinerario hacia el agua para que se quedarán pegadas a ella, y después, metidas en jaulas, las vendían en las cercanías del mercado central de la ciudad. Más de una red rompí, y alguna carrera tuve que emprender perseguido por los pajareros, pero mi bici era más rápida que sus piernas.

(Marek Szczepanek/Wikipedia)

Nuestra cardelina era belleza, de esa hermosura que permanece, porque la mezcla de colores es la justa y para nada tiene una proporción ostentosa de uno solo. Su foto aparece en cualquier manual de aves, más aún en Internet, miles de imágenes para copiar, cortar y pegar. Pero, si alguien me escucha, no la busquen por el nombre del título sino por el más conocido, sencillo diría, de jilguero. O como aquel pollo de “filgueru” que rescató de niña una buena amiga, actualmente periodista. Una vez criado y volandero le dio la libertad a la que en derecho le correspondía. Pero el “filgueru” asturiano no se olvidó de su benefactora. Acudía a las horas de comer a visitar la despensa que le tenían preparada y le devolvía gratitud a su salvadora.

A mí, personalmente me gusta más la sonoridad identificativa con la que la descubrí de de niño; cosas de viejos, empeñados en retener los recuerdos. Repasando mi vida me la encuentro de estudiante cuando me enteré de que, a pesar de nuestra inculta ruralidad, la conocíamos casi por su nombre científico (Carduelis carduelis); en realidad cardelina.

¡Quién iba a decirlo! Un orgullo no programado me invadió en ese momento: la cultura popular es sabia en dosis justas; todos conocíamos que a nuestra ave le encantaba remolonear sobre los cardos, por eso le pegaba el nombre. Después, más mayor aún, descubrí que jilguero venía de “silybarius”, algo así como cardo en latín; pero quién le cambiaba ya el nombre.

Supe que se empeñó en vivir cerca de los humanos, quería conquistarlos con sus cantos, acaso sentirse reina entre ellos. Episodios históricoartísticos lo demuestran. El Bosco, el gran Hieronymus Bosch, la llevó a “El jardín de las delicias” y le puso una mora en el pico para alimentar a los lujuriosos humanos, para acompañarlos en sus gozos carnales, junto con otros pájaros. No piensen que se trataba de algo similar a la manzana de Eva tentada en el paraíso terrenal. Lo pongo en minúscula porque se trata de un no lugar, no se sabe si existe en la Tierra o son tantos paraísos que no se pueden singularizar. En este momento me acuerdo de mi admirado Henry David Thoreau, el que escribió Walden, la vida en los bosques.  La primera vez que leí su sabia frase “El paraíso está debajo de tu cabeza y sobre tus pies” me quedé impresionado. Me gusta mucho más que aquella del protestón Marcel Proust que decía que los únicos paraísos son aquellos que hemos perdido. No casaba con mi lucha por la emoción ecosocial que domina mis escritos.

Ni aún por esas; la gente no va a El Prado a ver a El Bosco. Le atraen más los cuadros con menos incógnitas, como pueden ser los que representan bodegones o familias reales. Volviendo a la cardelina resaltaré que seguía expandiendo sus trinos gratis. Ni con esa presentación tan acogedora la dejaron en paz aquellos malvados chiquillos asilvestrados de la España de los 60 del siglo pasado; antes bien la persiguieron por ello. Ingratos desde siempre, hasta ahora. También los hombres modernos poseen esa inquina ancestral animalaria; son como son, difíciles de entender, porque desprecian lo que dicen amar: la vida en la naturaleza libre, más o menos virgen. Ahora más bien menos porque para encontrar un lugar no machacado hace falta pasarse horas y horas mirando en los mapas de internet.

Detalle de ‘El jardín de las delicias’ (Dominio público)

Me encontraba tiempo después en la balsa, que había dejado de serlo, colmatada y sin cuidados porque había perdido su beneficio humano. Hace unos años los lugareños construyeron cerca de ella una Nueva Balsa del Corbatuelo para guardar el agua para sus apenas 2.000 habitantes y las decenas de miles de cerdos que ayudan a sustentar la economía; a vez que emponzoñan las tierras que cultivan. En la región que habito la proporción entre habitantes y cerdos es de 1 a 8. Diríamos que es el elevado precio a pagar por quienes son rurales del siglo XXI. Pero la carga tóxica acumulativa que van dejando en la naturaleza, agua y suelos, parece inasumible.

No lo sé a ciencia cierta, pero me temo que muchos animales que se acercaban a ella para beber añorarán la antigua balsa, era su seguro de vida en la seca y árida estepa. Algo muy difícil en la nueva. Allí la volví a ver, agarrada a un cardo; cardelina hembra, descansando tras la construcción de tu nido, que el vago macho nada ayuda. Solitaria, aunque siempre he estudiado que era una especie gregaria. ¡Claro que no sería la misma! Dijo la poeta cubanoespañola del Romanticismo Gertrudis Gómez de Avellaneda en Mi jilguero que en la vida estruendosa de hoy se enmudecen los cantos de los seres pequeños: yo tu suerte deploro, por triste simpatía. ¡Cuándo tu pena lloro, también lloro la mía! (fragmento).

Tengo presente la imagen. Parecía una de esas cardelinas enjauladas que coleccionan los pajareros, pero con las plumas sin dehilachar. ¿Puede ser amante de este pájaro quién lo mantiene enjaulado de por vida? Los animalistas del siglo XXI están que trinan por la venta de animales cautivos en las pajarerías, práctica prohibida por la ley, se mantiene tal como denuncia la SEO/BirdLife. El jilguero es una de las aves con más anuncios de venta en internet. Recuerdo haber leído la sentada multitudinaria que organizaron los ecologistas italianos, la mayoría chicas jóvenes, delante del cuadro Virgen del jilguero de Rafael Sanzio que se guarda en la Galería Uffici de Florencia para protestar por el comercio de jilgueros entre la Europa mediterránea y la nórdica.

(Dominio público)

Fui a ver la pintura ex profeso, pero estaba en reparación. Todavía no se había recuperado del todo de aquel terremoto de 1548 que la había reducido a añicos. Pero no murió del todo, pues las gentes del Renacimiento también tenían una sensibilidad especial y le procuraron los primeros cuidados. Me sentí entre ellos. La veía herida.

¿Era yo o estaba soñando?

NOTA FINAL. Todo esto es un relato inventado, pero que esconde un poco de la realidad; no es pura coincidencia.

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