Son la segunda y tercera reservas mundiales de petróleo, respectivamente, y son rivales. Arabia Saudí e Irán se encuentran fuertemente perjudicados por la brutal caída en los precios del crudo, con un barril Brent a día de hoy por debajo de los 40 dólares. Teherán especialmente, teniendo en cuenta el parón en las ventas tras las sanciones por su programa nuclear, pero también Riad, con un déficit público de casi 90.000 millones de euros (la economía saudí es muy dependiente del crudo) y que ya se está replanteando su modelo económico. Pero la rivalidad va más allá de la competencia en el mercado.
Los casos saudí e iraní serían igual de preocupantes como los del resto de países productores y exportadores de petróleo si no fuera porque el oro negro es un aliado indispensable (o lo ha sido hasta ahora) para la hegemonía de uno de los dos países en Oriente Medio. La cuestión no es baladí, sobre todo si nos fijamos en que la monarquía wahabita ha sido capaz de lidiar con su archienemigo Israel con tal de poner freno a la república de los ayatolás (y su aliado régimen sirio). Está claro que en el tablero de Oriente Medio hay mucho más en juego que meros intereses religiosos.