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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

Eva, sábana plateada

– Tweede vermoorde lopster in Rembrandtpark. Serial killers in Amsterdam? –

De Telegraaf abría a dos columnas su edición en Internet con el titular de un “segundo caso de corredora asesinada en Rembrandtpark”, preguntándose sobre la existencia de un asesino en serie en la ciudad de los canales y de las drogas, de las bolsas de vivienda realquilada y de las bicicletas de MacBikes. En papel ocupaba un gran espacio a la derecha en página 3; grande para lo acostumbrado en este periódico en el que la lectura se atragantaba con tipografías minúsculas y largas columnas donde era fácil perder el hilo. Por otro lado, se leía mucho mejor en el portátil de casa, por mucho que el Fujitsu ya me cojeara bastante (lo había comprado en una feria del gremio en 2001), a pesar de la puta manía de insertar ventanitas publicitarias y lo mal que se navega por su página web. El periódico confirmaba lo que Isma había mencionado de pasada, como accidente, dicho con esos ojos entornados de modo casi eterno (ya digo que era como una versión tibetana de un compañero de instituto): «¿Sabes que algo ha pasado con Eva?», se traducía en la muerte de la chica del pelo a capas. Todo el domingo para digerirlo. Todo el domingo pendientes de las noticias en la NOS o en SBS6. ¿Tardarían en anunciarlo en las noticias del canal internacional de la televisión española?, ¿un domingo?

Me calcé las zapatillas con una mezcla de estómago revuelto y de nerviosismo. Metía las punteras en la zona de cordón y notaba cómo el talón repiqueteaba nervioso. Miré por el apartamento en busca de las llaves y las encontré sobre una pila de notas tomadas a mano; notas sobre la tesis, sobre la posible concentración de políticas alrededor de periodos… bueno, notas tomadas en noches sin sueño, mirando a través de un ventanal que daba al canal de detrás de casa, tomadas mientras las nubes corrían desesperadas por encontrar un sitio donde descargar, posiblemente varios kilómetros más al este, en Utrecht, o en los bosques del Veluwe, en el Gooi y sus mansiones amuralladas con el dinero del negocio televisivo, Bussum, Naarden, ciudades por las que perdía el hilo de mis notas. Pensé mil veces en reiniciar mi vida y dedicarme a escribir sobre viajes, sobre ciudades. La economía política era una herramienta que llenaba mi prestigio y mi cuenta de ahorro del Postbank, y me preguntaba si un investigador de ciencias teóricas podía novelar sobre la gente que todas las mañanas pedaleaban con viento cruzado hasta la estación de tren, si habría un mínimo éxito en español o en inglés. Estaba dispuesto hasta aprender neerlandés con tal de cambiar mis artículos por dos pilas de hojas escritas sobre la gente.

“Mejor aprovecha y ve a la universidad”; los hijos de a generación de la Pegaso y de los cajetines de los talleres de edición del Pueblo o el Ya teníamos que tentar la suerte y lanzarnos de cabeza a ese desconocido que daba título, un “poder ser alguien en la vida”. Lo malo es que nos lanzamos todos en tropel y a la caída del siglo éramos una marabunta titulada. No me podía quejar; compartía proyecto de investigación en una universidad extranjera y mi nombre se iba oyendo en colaboraciones y artículos de libros. Aún así, domingo tras domingo me desplazaba hasta la tienda de prensa de Kinkerstraat para regresar con la edición europea de El País y pasar con envidia las páginas en las que veía decenas de artículos con otros nombres firmando una autoría que veía lejana, vocacional, alejándose cada vez más. Hoy ni me acordaría de comprar el periódico.

Eva, muerta. Me aparté de mi cuerpo y me ví insertando el dedo índice en la anilla metálica donde quedaban engarzadas la llave de casa, del candado de la bicicleta, del despacho de la facultad; una parálisis me había clavado los talones a las alfombras de Ikea con que decoramos el suelo o tapamos los tablones medio combados. Miraba absorto la pantalla del ordenador y veía nublarse el titular, eliminando la diferencia entre letra y espacio, intentando mirar detrás de ese cristal líquido que hablaba de una segunda mujer asesinada en un parque del que me separaban doscientos metros, un cruce, una pizzería marroquí, una floristería que regentaba una chica agitanada de quien nunca supe su origen, y una hilera de baldosas colocadas sobre la arena omnipresente.
Mi parte voladora regresó justo a tiempo de reintegrarse a mí. Miré hacia la puerta y a la claraboya de cristal opaco que la coronaba. Carla subía a su piso a compartir brazos y pechos y sexo con su visitante. Alfons murió, marido callado y ebanista de lujo, sin saber o sin querer preguntarnos a su mujer o a mí. Ninguno de los dos habríamos podido dar más detalles. Carla follaba como un autómata con clientes esporádicos, conocidos o vecinos, nunca lo supe, y yo tenía la costumbre de mirar detrás de mí; la soledad me había hecho sospechar de que alguien –mi fragmento volador al que un día dediqué una tarde entera de monólogo- salía de mí y se llevaba la capacidad de entender a otros rincones. Decidí salir a correr hacia Rembrandtpark. No era una terapia sino una manera atropellada de salir a la calle. Era o correr o quedarse clavado un domingo de un mes que en casa significa fiestas, pescado los viernes y via crucis pero que en esta ciudad casi pasa desapercibido, molestando y soplando violento, quedarse clavado frente al espejo virtual del ordenador.

Al cerrar la puerta oí el teléfono. Tras la segunda vuelta de llave, paró. Callado como una tumba en el recuadro de mi puerta, esperé en una atmósfera enmoquetada y sucia, con las paredes verdosas por donde se filtraba el olor a curry del restaurante de Jerryl’s, y el teléfono arrancó a sonar una segunda vez. Saqué la llave de la cerradura y volví a insertar el índice en la anilla, en un gesto aprendido de los miles de kilómetros recorridos con las llaves en la mano. En el piso de arriba se oían los jadeos atropellados de una segunda juventud, de los encuentros entre dos maduros que se arrancaban la ropa a tirones nada más pasar el quicio de un matrimonio entre roto y ausente. Nueve escalones más arriba, casi verticales y enmoquetados de verde oscuro y polvoriento, acogían el encuentro del último fuego del ser humano. Cuando los jadeos dieron paso a los gritos yo saltaba los dos últimos peldaños hacia la izquierda y trotaba por la puerta cerrada y graffiteada del supermercado. En ese momento, Eva, la Erasmus que levantaba violentamente los vasos de cerveza para terminar los culos espumosos y remojarse las comisuras de los labios, estaba envuelta en una sábana plateada en el depósito de cadáveres de la ciudad.

2 comentarios

  1. Dice ser Celemin

    ¿Seguirá?….

    Espero que así sea.

    10 julio 2009 | 11:23

  2. spanjaard

    Sigue, sigue.

    10 julio 2009 | 11:58

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