Runstorming Runstorming

Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

Rembrandtpark, Eva, miedo

El parque permanecía vacío en su mayor parte y una zona acordonada con dos furgonetas blancas era la única señal del crimen. Se levantó un molesto viento de poniente que dibujó mil líneas en el estanque central, como si una mano pasara los cinco dedos haciendo un arco por el agua a un lado y a otro.

Atardecía en Amsterdam West y Carla y su amante follaban de pie en un oscuro pasillo de tonos curry, en el piso de arriba. El olor amarillo de todo Postjesweg provenía de 30 metros cuadrados de trastienda donde reposaban con sus orejas pegadas dos grandes cazuelas metálicas con restos de arroz con el que brindaban alegres las ratas del canal y alguna atrevida gaviota. De puertas adentro, Rashman mantenía ese desorden bajo control que tanto choca a los ordenados españoles, que apenas es perceptible para los estudiantes holandeses y los jóvenes marroquíes, turcos, antillanos y sus primos holandeses de primera generación pero todavía sin pulir en sustancia.
Rashman Kadjeh era el ilustre quinto hermano de un matrimonio venido en la década de los setenta a la Holanda que ofrecía andanadas de bienestar y subsidios a los habitantes de antiguas colonias. El pasado de la familia Kadjeh carecía de persecuciones políticas pero contaba con la habilidad mercantil innata de los comerciantes indonesios y, en dos años, habían adecentado los bajos del número 17; habían transformado una de esas casas de las ciudades holandesas que dormitaban tras los cristales tintados y la falta de luz, convirtiendo el ladrillo de la escuela de Amsterdam (el edificio estaba por catalogar aunque presentaba preciosos detalles de escultura de los años veinte) en una mano de pintura a rodillo que quería traer los colores de la bandera indonesia a cada una de las bandas horizontales del relieve de la fachada. A su manera, los Kadjeh habían interpretado el rojo, azul y amarillo convirtiendo los cercos del escaparate en un calafateado colorista. La puerta en la que colgaba la bandera iconoclasta del open/gesloten en un arco manierista rojizo, dejando la coronación luminosa a las maravillas del neón blanco. Desde lejos Jerryl’s existía, aromatizaba mis papeles, era visible en la distancia y en la cercanía, atravesaba las paredes de ladrillo y los suelos de madera de los bloques de la escuela de Berlage. Indonesisches afhalcentrum era el epitafio neerlandés que asesinaba la magia apostrófica de un nombre que sonaba a esmeralda, siempre decía el viejo Annand Kadjeh. En su filosofía de bata larga asiática, Annand sabía cuando adaptarse a la virtud comercial de lo nuevo.
Alles goed? ¿Todo bien amigo?
– De puta madre, Annand – mentí. Giré sobre mi izquierda y me encaminé corriendo hacia Rembrantpark, desentumeciendo las piernas e intentando ordenar unos pensamientos que pugnaban por torturarme.
– Ahí lo tienes, al corredor – acerté a oirle hasta que una ráfaga de viento alejó de mi preocupado presente al viejo indonesio y su bata blanca hasta los pies y su pelo negro brillante y engrasado. El viento se llevaría el pasado inmediato con su olor a curry por el Kinkerbrug hacia la tienda de Irma la Douce, la fallida taberna española de Kinkerstraat y su precinto policial, hacia los bloques que clavaban el patrón edificado del siglo XIX. El futuro, ese incierto desmadre con prisas por agradarte o ahorcarte, olía a viento húmedo del oeste, del mar del Norte, del parque donde algunos coches de policía acordonaban un rincón y se arremolinaba un anfiteatro infantil de tarde de domingo.

Un semáforo, un timbrazo del 17 –en Amsterdam siguen empeñados en que reinen los tranvías- y veinte zancadas hasta las primeras hayas y olmos y otras veinte para bajar la rampa embaldosada a las esplanadas de inmaculado césped. Por un momento creí correr rodeado de espectros que tiraban de mi ropa hacia detrás. Conmigo venían mis miedos; ahora me arañaban y me susurraban calma, mejor, desentenderme y darme media vuelta. Al fin y al cabo qué pintaba yo metiendo las narices en un asunto que, de salpicarme, pondría a la policía en las puertas de mi casa de todos modos. Temí que las piernas les obedecieran. Mi cabeza se separó de mi cuerpo y se estiró hasta fundirse con el viento del oeste del parque. Pasó por encima del puente y voló hasta los cabellos rubios de los agentes de policía y los negros bucles de la chiquillería que sujetaba sus bicicletas, de los pañuelos en la cabeza de un grupo de jóvenes madres que decían algo en árabe hacia una manta extendida sobre la que gateaban tres bebés. Sobrevoló, casi chocó con ella, una sombra que también flotaba por encima de la hierba, una chica que miraba hacia detrás, asustada, perseguida o quizá interpelada por alguien desconocido, vestida con unas mallas y una camiseta deportiva. La sombra miraba con terror la zona en que se había ido definitivamente de su cuerpo. Giraste, Eva, tu vista hacia mí y no supe hacer otra cosa que cerrar los ojos.
– Te conozco. De una fiesta en la VU. O en casa de Joana

Ignoré a Eva queriendo que cambiase el viento y se la llevara. Pero no había curry en el ambiente. Solamente humedad.

– Mírame. ¿Qué me ha pasado?

Buscamos la respuesta en nuestros semejantes cuando lo propio se nos antoja imposible o cuando no podemos desentrañar lo obvio. La sombra de Eva no quería aceptar lo evidente de su muerte y sabía que sus ojos muertos no inspirarían compasión porque no lloraban. No podían convencer. Nos enseñaron que había resurrección. Ni almas. Nosotros luchábamos por creer lo contrario. Leímos en mil papeles sobre la gran mentira de la religión y sus mitos. Pertenecemos a una generación que quiso escapar por la tremenda de la rigidez de un pueblo castellano y sumiso, de educación infiltrada en los tuétanos del orden, la jerarquía, adobada con el pan eterno y el trabajo fijo. Rompimos empapándonos de cualquier cosa que apareciera publicada en aquellos cajones de madera que exponían los libreros en la Cuesta Moyano de Madrid. Cuanto más radical el título, más nos llamaba. El socialismo libertario, la crítica total, las andanadas de los comics del Víbora, El Jueves del antimilitarismo heroico. Obras viejas que se suponian descatalogadas en la España de los ochenta, fuera de vigencia en pleno desarrollo de un bienestar de universitarios, autovías y televisiones privadas. Pero empeñados en bebernos el pasado con hielo mientras atronaban The Ramones o nos arrimábamos al sexo a ritmo de Gabinete Caligari, no tuvimos compasión en defenestrar los muertos, los curas, el servicio militar y las escapatorias legales. ¿Cómo iba ahora a dejarme en manos de una sombra, de un fantasma de una chica que conocía por terceras personas? Eva iba a tener que manejarse sola.

– Mírame. ¿Qué me ha pasado? – se desvanecía insuficientemente.
– Qué te va a haber pasado… que se te lleva Amsterdam hacia sus tripas. Caerás como una lluvia espiritual en algún canal. Mientras llevan tu cuerpo a Madrid, tu esencia pasará a engrosar las filas de almas que hacen noche bajo los puentes de Centraal Station, verás a diario como se arrastran los vivos que con gusto os cambiarían el puesto, los heroinómanos desplazados y la media docena de chicas cadavéricas que mueren un poco cada día mirando al otro lado del Ij.
– Luis. Te llamas Luis. Ahora te recuerdo. Del piso de Isma. Eres el chico que corría maratón.
Pasados unos segundos no había nadie a quien mirar, real o evanescente. A mis espaldas seguía la actividad de investigación de los chicos de camisa blanca y pantalón azul marino y la luz se evadía por el poniente. Hasta los chiquillos dejaban de mostrar interés en aquella zona acordonada con cinta de plástico.

Mis pasos apresurados me devolvían a una esplanada de hierba festoneada por gotas de humedad que se acumulaban en la puntera de mis zapatillas. Todos decidíamos regresar después de esa mirada al balcón de la irrealidad; cada uno de los niños, de los corredores, los espectros y los policías que recogían metódicamente la cinta plástica y abrían los portones de sus coches, cada uno a sus solitarias tareas en una sociedad que los iba matando de angustia, silenciosa y anónimamente. Uno por uno. Al girar mi trote hacia la escuela primaria que cierra el parque por el borde de Postjesweg ví a uno de los muchos seres aislados por su propia locura. Derrick La Gallina recogía dos cartones de grandes dimensiones, parecía que había habido suerte en la puerta de alguna tienda de electrodomésticos, y se preparaba para arremolinarse una noche más bajo un recoveco benévolo de la ciudad.

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