José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Retratos

A la salida, he terminado mirando el carnet de identidad. Y lo he leído media docena de veces. Después, en la calle, la gente alrededor ha sido un enorme colchón. Si, como aseguran sus teóricos, el retrato es la expresión más elemental del poder de la pintura, habrá que convenir que esa cualidad tiene más que ver con lo esencial que con lo obvio. Al menos, a la vista de los 165 retratos que se cuelgan en el Museo Thyssen y en la Fundación Caja Madrid. Delante de cada una de esas pinturas, de la sucesión de todas ellas, de los espejos y las máscaras, cualquiera puede terminar preguntándose qué soy, quién soy exactamente

Supongo que de eso se trata. Sesenta miradas distintas, sesenta nombres poderosos desde las primeras vanguardias hasta casi ayer, desde el autorretrato plantado hasta la copia final vaciada y repetida. Identidades, falsificaciones, estereotipos, reflejos, actitudes, disfraces, fragmentos, metamorfosis, deformaciones, caídas, sombras. Cuando no hay que postrarse ante el mecenas el artista decide los límites. Así que ahí están todas las crisis del hombre y del último siglo, todas las maneras de mirarlo, de mirarse; todas las preguntas que se hace la pintura sobre la verdad y la necesidad de sus imágenes.

Es apabullante. Hay que agarrarse: entre el paseo nocturno de Munch, los gestos retorcidos de Schiele, los colores puros de Kirchner, los iconos de Modigliani, los añicos de Picasso, las poses inestables de Dix o Beckmann, las tragedias huidizas de Naussbaum, las deformaciones de Bacon, las densidades de Kossoff. Mucho más.

Lo pintado es ficción, dice Antonio López que, por supuesto, también está. Nuestra ficción.

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