José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Discursos

Ahora que se avecinan campañas electorales, una duda: ¿quién le escribía los discursos a Robert F. Kennedy? Después de ver Bobby, la ingenua película de Emilio Estévez, me interesó más la gramática política que ahí se anunciaba, que el desfile de historias a medio cocer, su reflejo: pareja que no quiere ir a Vietnam, emigrantes que aman el beisbol, pareja madura y culta que se reconcilia, pareja rota que descubre sus adulterios, cantante decadente y harta, cocinero filósofo por encima del racismo, portero jubilado testigo de todas las historias, voluntarios abiertos con el LSD.

Despacio, pude entrar en el juego de espejos entre Demi Moore y Sharon Stone, disfrazadas, en los secretos perdidos de Lindsay Lohan, o en el guiño de Laurence Fishburne al Rey Arturo (Camelot estuvo en la Casa Blanca ). Pero esperaba más que una nostalgia coja e impoluta de algo que jamás terminó de existir, algo que desarrollara con más enjundia los límites y los deseos de los liberales norteamericanos de los sesenta, sus propias contradicciones de guerra fría, sus miedos políticos de fondo. Así que me quedé con las imágenes documentales y las palabras del mediano de los Kennedy, el mejor texto de la película, una mezcla de épica, velocidad, cercanía, unas gotas de lírica y mucha elegancia gramatical. Un discurso, un estilo, una posibilidad en blanco y negro, en imágenes viradas.

Puede que sea la versión original, pero más allá de lo que digan, siempre me sorprende esa clase de declaraciones, tan elaboradas, tan perfectas. Tan escritas. Las suyas y las de tantos otros. Tienen buenos guionistas, como aprendí en El Ala Oeste de la Casa Blanca donde la atención más importante se dirigía a como se cuenta lo que tengan que decir, con el trabajo medio hecho dada la capacidad de brillante repentización de su presidente imaginario. Aquí, en lo nuestro, entre balbuceos en imperativo bienpensante y discursos repelentes de notario secretamente vanidoso, nos quedamos cada vez más fríos. Y, en Madrid, en particular, entre cínica vanidad repelente, cínica y carísima aristocracia de hierro, incógnitas sin despejar, torpezas de censo y endémicas batallas frustrantes, más fríos todavía.

Para compensar me doy una vuelta por Ladinamo, un local, una asociación y una web que da una vuelta más a casi todas las cosas. Buscan candidatos para su programa electoral. Son treinta puntos para Madrid que manejan preocupaciones fundamentales: hipotecas, obras y atascos. Futuro y presente que no llega. Y más cosas: denuncias de la opulencia, y clases de regaeton; persecución de los empresarios sin papeles, de los todoterreno, de la mentalidad de mercado inyectada en la educación. Reivindicación del voto negativo, tan necesario. Y más chistes: el cuerpo de jardineritos municipales, por ejemplo.

Lo bueno que tienen en la Ladinamo es que discuten consigo mismos y colocan una lista con todas las críticas recibidas a su programa: rabietas de niños malcriados, chistes utópicos de dudoso gusto, oportunidad perdida, una pena. O no. Sobre la mesa queda, al menos, el aroma de la campaña que se avecina y de su política; de su tedio, de las posibilidades de embestir a esa burocracia desde fuera — sintomático el artículo sobre la heterodoxia electoral sus virtudes y sus dobles filos, desde Coluche, hasta Hunter Thompson, Copito de Nieve o Nadie; de la necesidad de plantearse, de verdad, otras formas de participación, si son posibles, si nos interesan para que no ganen siempre los mismos.

El remate esencial a toda la propuesta: las condiciones que exigen a sus candidatos. Da igual que les guste el baile o la emigración ilegal, que se crean su programa, cualquier programa: sólo quieren nombres y por eso buscan a gente que se llame, por ejemplo, Felipe González, a Alberto Ruiz Gallardón, Julio Anguita, Esperanza Aguirre, Eduardo Tamayo (el auténtico se podría prestar), cualquiera, parece, menos Miguel Sebastián, porque no tendría gracia. Nombres huecos, en fin; discursos, todavía no.

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