«¿Es ese Sherlock Holmes? Es un gran hombre». «Es aún mejor. Es un buen hombre». Algunas series no pueden resistirse a una coletilla retórica que sirva para apuntalar su desenlace, y este diálogo que mantiene el detective Lestrade con uno de sus hombres en una de las últimas escenas de Sherlock funcionaría incluso como final definitivo. La cuarta temporada de la ficción británica, creada por Steven Moffat y Mark Gatiss, ha dejado de lado las virguerías procedimentales y narrativas a las que nos tiene acostumbrados y lo ha apostado todo por el impacto en sus personajes. La idea de que Sherlock no es nada sin Watson, así como la razón no es nada sin el corazón, es central en la producción de BBC, y los guionistas la han llevado adelante con todas las consecuencias. Quizá ese empeño en hacer algo más oscuro, contundente y evidente es una de las razones por las que ha sido su entrega más criticada.
SPOILERS! Si no sabes cuál es ‘El problema final’, no sigas leyendo.
Yo he disfrutado este último Sherlock como disfruté los demás, y creo que la decepción general se debe en gran parte a la falta de novedad, y a que la tercera temporada fue la más brillante y la más retorcida. Hemos perdido la fascinación de los comienzos, y tampoco ayuda que haya desaparecido la diversión para dejar lugar a la intensidad, ni que sus resoluciones y deus ex machina hayan sido más facilones. Moffat y Gatiss han sido fieles a sí mismos, quizá más que nunca, y por eso sus vicios y manierismos también lo han sido más que nunca. Lo más interesante de la cuarta temporada de Sherlock ha sido ver a los protagonistas lidiar con el peso de la culpa y el pasado, en la presencia (y ausencia) de dos mujeres, Mary y Eurus. Parece que los creadores querían ajustar cuentas con sus personajes femeninos infravalorados e infrautilizados, y enfrentarse a esa cuestión ha sido una bofetada de realidad para todos.