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Poner un pie delante de otro nunca tuvo tanta trascendencia.

Fideuá inconsecuente de incierto final

En la búsqueda cerril por la perfección de los métodos de entrenamiento, de la alimentación del deportista y de la exégesis de mí mismo, ya de una puñetera vez, acepté la invitación para probar paella a la brasa de leña. El recipiente y la falta de cojones para intentar un arroz al aire libre me hicieron virar, casi cabotar, diría, al mundo de los fideos. Mi colega el argentino (sí, este que suele opinar por aquí), a quien Satanás confunda y las hermanas mercedarias enseñen a calcular los volúmenes, ofrecía la maravillosa infraestructura de su casa para una sesión más de brutalidad gastronómica y etílica. Ante la previsión de un nuevo asado me lancé a la grande con dos pitos cuatro y me postulé para hacer una fideuá brava como ella sola. O sea, lo ideal para estresar mi sistema inmunológico de cara a correr ciento dos kilómetros el próximo sábado.

¿Experiencia previa? Cero.
¿Voluntad? Toda. Llevé los aperos y la materia prima. Tras un sondeo previo por la red, comprobé que existen dos tendencias, la del fideo gordo con agujero y la del cabellín. Como todo, la fuente de este plato es incierta. Los de Gandía se arrogan el placer de haber masacrado la teoría del arroz a banda con un paquete de pasta. Los del borde sur, casi murcianos, exigen que se incluya siempre el alioli. Los madrileños se limitan a escribir fideguá y a comerse lo que les echen. Este era mi ‘target’, familias de madrileños tragones y un porteño desubicado. Así que resumí y me quité de líos.

Ingredientes:
Un paquete de bacalao congelado Dia (Sepan uds que se lo envasa Pescanova), dos potas enteras (no encontré sepia) congeladas. Ñoras, imprescindibles. Tres tomates pera. Dos cebollas moradas (mucha cebolla melosea demasiado el resultado y no se consigue el ‘arrossejat‘ tostado tan rico. Pimentón, dos litros de caldo de pescado, dos paquetes de fideo mediano. Más un remanente por si la liaba y tenía que hacer una sopa de urgencia. No hizo falta. Amén de un rosado de bienvenida que preparóse con ‘cassis’ que disimulaba un blanco (para mí no era tan malo pero es cierto que llevé lentillas en lugar de gafas y, ya se sabe, las lentillas estropean el gusto).

Esta batería de tan certero y firme pulso podía venirse abajo en cualquier momento. En cuanto empecé a sofreir me di cuenta que la llama de las barbacoas es poderosa y en cualquier momento te arrebata la cebolla, quema el aceite, la madre que me parió. Afortunadamente el argentino saleroso era un ayudante de cocinas del infierno de primera categoría y salvó mi culo y su comida un par de veces.

Ante la tensión, decidí tomarme un Uve, monastrell y cabernet de la costa mediterránea. Entre el vino y el calor reinante perdí un tanto el tempo del partido. La llama y todo lo demás (principalmente, el vino) me obligaron a seguir cocinando más ligero de ropa. Va foto. Tápense los ojos los más sensibles.

Sofreí por tanto verdura, pescados, ñoras y fideos. Que el fideo empapase era fundamental aunque lo gordo venía ahora. Otro vino me hizo ver las cosas de otro modo, más integrado con el fuego. Si cabe.

Tiré los dos litros de caldo a la paella pero ya tenía un control ciego sobre las llamaradas, que casi ni sentía desde que había terminado mi copa. La comunión con las brasas y las llamas era casi total (quizá me habría hecho falta otro rosado de bienvenida). Sorprendentemente la evaporación era un asunto a ojos vista. Si me había excedido con el caldo la velocidad de absorción del fideo con las llamas iba a todo trapo. En apenas el doble de tiempo del normal de cocción del fideo, aprox en 12 o 14 minutos, estaba en un punto excelente. Incluso algunas zonas estaban empezando a tomar el tostado del fideo.

Así que todo perfecto. Acompañamos con un Hécula de las Bodegas Castaño. Antes habían venido unas ensaladas de mango y foie, otra de queso de cabra torrado y vinagreta de frutas del bosque (preparadas con esmero ambas por unos amigos). Y unos gintonics enormes. Cómo serían de enormes que empezaban con una especie de anticlinal geológico, con un culo enorme, vaya, luego atravesaban el globo terráqueo dando la vuelta por los polos, todo lleno de icebergs, y acababan en unos abismos de cristal de Bohemia de filo impenetrable. También sandía de postre y grandes alabanzas al cocinero.

Y luego unas cremas de orujo. Y grandes alabanzas a Borges, yo terminé hablando francés con el argentino. Creo que sobre la felicidad y sobre Karl Popper. No, esperen, el feliz era yo. Tanto que, al rato me tuve que tumbar a reposar los extremos alcanzados. Lo que se denomina habitualmente dormir la mona después de un éxito rotundo a los fogones.

Los novatos en el mundo del correr pueden incorporar estos métodos a sus entrenamientos. Verán.

1 comentario

  1. Dice ser Daniel

    Aún recuerdo con lágrimas en los ojos una fideua que comí en Xativa para celebrar la comunión de una prima hará unos buenos 28 años. Con fideos de agujero y asada en el horno de pan. Me río yo del aroma de las magdalenas.

    19 septiembre 2012 | 16:37

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