Reconozcamos que un pene no es gran cosa, al menos durante la mayor parte del día, y que los varones solemos sobrevalorar su importancia, quizá por estar excesivamente extendida entre nosotros la costumbre de pensar con la polla. Muchos estaríamos dispuestos a reconocer que la tenemos pequeña, pero ¡ah!, un cerebro pequeño, de ninguna manera. Así que la noticia de que alguien se había cortado el pene y lo había tirado por el retrete me pareció una forma sofisticada de suicidio, de auto decapitación, que precisaba de una buena dosis de valor y desesperación, a partes iguales.
Ocurrió en Salamanca, y el pene pertenecía a un joven de 30 años harto “de pecar” con él, según confesión propia. El pobre no debía de saber, como nos recuerdan Woody Allen y la medicina, que el cerebro es el órgano sexual por excelencia y que por lo tanto tiene la doble función: la de pensar y la de pecar. La agencia no dice cómo pecaba el joven, si solo o en compañía de otros, pero si a los 30 años ya estaba harto de utilizar su varonil cerebrito es que ni se imaginaba el pobre la travesía del desierto que le esperaba al llegar a una edad como la mía. Se lo cambiaba sin ver.
Me recordó inmediatamente cuando en mi tierna adolescencia, esa edad en la que nunca me hartaba de utilizar manualmente mi cerebro, los curas me relataron el ejemplo virtuoso de la niña María Goretti que murió asesinada a golpes y cuchilladas por el hombre que intentaba violarla. Como ella sólo tenía un cerebro, y no dos como su violador, en lugar de actuar fríamente y hacerse la muerta, prefirió perder la vida antes que verse mancillada. Con el relato todavía fresco en mi memoria, llegué a casa y le largué a mi madre una de esas preguntas jesuíticas con que me gustaba ponerla a prueba, creo que copiada de otra vida virtuosa, la del niño Domingo Savio: Si te dieran a elegir entre un hijo en pecado o muerto, ¿qué elegirías?
Mi madre que, como María Goretti, sólo tenía un cerebro virtuoso, cayó en el laberinto jesuítico y me aseguró muy solemne que prefería verme muerto que en pecado. Creo que fue uno de los primeros indicios por los que empecé a sospechar que la religión era una creencia enfermiza, al ver a mi madre, un ser maravilloso que me adoraba, rebosante de ternura, de una inteligencia natural sobrenatural, con una parte de su único cerebro secuestrado por la irracionalidad de la filosofía de sacristía.
Claro que eran tiempos de nacionalcatolicismo, en los que los principios sobre los que se regía la sociedad no se debatían entre la legalidad o ilegalidad, la justicia o la injusticia, sino entre la virtud o el pecado. Por aquellos días, una íntima amiga de mi madre fue a consultarle a su confesor, un viernes de vigilia, si había cometido pecado porque se había tragado, sin querer por supuesto, una fibra de carne de la cena del día anterior que le había quedado entre los dientes. Esos eran los estrechos márgenes entre los que se movían las almas piadosas como mi madre y sus amigas en aquellos años ominosos en que reinaba la clerigalla.
En estos casos es cuando pienso que las religiones son como el alcohol, que en pequeñas dosis pueden ayudar al ser humano (incluso al hombre) a sobrellevar las adversidades, a buscar consuelo ante la certeza de la muerte, pero que en dosis elevadas producen verdaderos estragos en sus mentes, a menudo de manera irrecuperable. Y al igual que ocurre con la sobredosis de alcohol, la sobredosis religiosa no afecta a todos de igual manera: unos se hacen santos y ayudan a cruzar los pasos de cebra a los ancianos, y a otros les emborracha y les lleva a perder el sentido, a inmolarse con un cinturón de bombas adosado a su cuerpo o a secuestrar y estrellar aviones contra las torres de Nueva York.
O a cortarse el pene. Con los buenos ratos que te puede proporcionar un cerebro bien utilizado durante toda una vida…