José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Envidia de Portland

La semana pasada estaba de viaje en un capital del norte de España. A su lado, hace muchos años, vi por primera vez el mar. Para entonces ya tenía el cuerpo armado, lo que en mi caso significa que ya era largo, huesudo y desgarbado cuando pisé una playa y toqué el agua del Cantábrico. Los de mi barrio no podíamos llegar más lejos ni más pronto. El mar me dejó citas pendientes que he ido cumpliendo cada año en otras costas.

Pero hace diez días volví a la primera sal. El agua estaba helada y sólo se atrevían con ella arañas húmedas, o sea, surfistas de aluvión, aprendices de neopreno dispuestos a exprimir la última ola.

Después paseé por el centro de la ciudad. Y me sentí estafado. Las viejas calles que en mi memoria alimentaban recuerdos de casonas recias, escaparates de misterios de ultramar o esquinas que nunca había visto en ningún otro lugar -tiendas raras, improbables si no era en sus aceras-, ahora despedían neones repetidos, idénticos a los de cualquier otro centro.

El mismo centro de todas las ciudades. Fotocopias de granito, loseta y marcas, los mismos logos en todos los rincones, los mismas esquinas comerciales. La marca es el paisaje. Todo lo demás es historia.

Sólo somos compradores de idénticas ofertas. Y hay que fijarse en las huellas del pasado, gótico, napoléonico, lo que sea la parte conservada del centro, para buscar identidades, memoria, reconocimiento. Retratarnos en lo que nos dejaron. Todo lo demás es eco. Lo que estamos dejando, lo que ahora mismo queda, es sólo un parque temático peatonal y franquiciado donde reinan los escaparatistas miméticos. No lo he oído en la campaña electoral.

Así que hay que irse a Portland, a Estados Unidos. Parece. Allí han conseguido recuperar el centro, hacerlo atractivo, un imán de comercio y de cultura, pero manteniendo también su propia singularidad, defendiéndose de los duplicados, de la identidad franquiciada. Se puede.

Me lo ha contado Jorge B., que está de paso por ese mundo, que se ha descubierto escritor y viajero y que alimenta Lapanamericana, un blog para el que no hace falta sacar billete.

El mismo mar que yo vi por primera vez es el que a Jorge le presentaron también de nuevas, inocente.

Yo creo que se ha ido de viaje para recuperar ese momento.

Foto

2 comentarios

  1. Dice ser irene

    eso pasa en la mayoria de sitios a los que he solido ir de pequeña.como mi pueblo o Formentera, que cada año que voy mas ganas de llorar tengo…se han deshecho de todo lo que era tipico, autoctono, acorde al paisaje, para intentar hacer una replica en miniatura de Ibiza y si me apuras de California…es triste que donde habia un campo de chumberas hoy haya un hotel, o donde habian extensas zonas de bosque ahora halla ladrillos y vallas metalicas…tambien pasa en valencia, que el encanto de una ciudad vella, como el carmen,o como el Cabañal quede marginado y rodeado de Moderneces que no pegan con el ambiente.aqui no se mira por la armonia, ni por la belleza del entorno, la unica armonia y belleza es la del dinero que sacan a expuertas y del mal gusto.¿que se puede esperar de un pais donde el tio cn mas pasta de españa tenia un Miro en el WC y cuatro jirafas disecadas en el salon??pues eso, mal gusto.saludos

    16 mayo 2007 | 9:15

  2. Dice ser MM

    Lee el post y veo el paso del tiempo. Nos hacemos mayores y parece que cualquier tiempo pasado es mejor…Y lo peor de todo es que es cierto. Me pregunto si, en las generaciones futuras, cuando contemplen sus ciudades de hormigón recordarán esas marquesinas anunciando adeseles, bebidas o desayunos de operación bikini y sentirán nostalgia por ello.Porque quiero creer que un Pórtland tendrá cabida en la ciudad del futuro, de cualquier país, respetando su singularidad.Bueno, un poco de utopía no viene mal a nadie….Un beso Jaes!

    16 mayo 2007 | 9:29

Los comentarios están cerrados.