José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

De más

Para todo hay una fórmula, un movimiento, una legión. También para el exceso. Por supuesto.
Y para la vuelta.

Para todo eso me sirven hoy los freegan. Ayer lo contaban los periódicos, reclamando frugalidad después de los excesos, y yo lo vi de casualidad, en unas páginas abandonadas en la barra de un bar.

¿Que qué es un freegan?: alguien que vive de los que los otros desprecian, alguien que sobrevive en el exceso, que encuentra tesoros en la basura: un movimiento fuera del sistema que pone nombre a los que se quedan con las migas que caen de la mesa. Hay freegan por elección y por necesidad, quienes escogen la bicicleta para defenderse de la prisa y quienes no tienen más remedio que esperar el maná a la puerta de los supermercados; hay quién sabe sacar partido de los encuentros frente a un contenedor para compartir yogures caducados y un poquito de ideología y a quién sólo necesita el yogur fuera de fechas. Cuestión de vida o muerte. Ahora que se han consolidado en Estados Unidos, que tiene nombre, falta poco para que aquí se instale lo que ya existe sin etiquetas en la calle.

Todo eso me ha vuelto a saltar igual que durante este paréntesis en que, además de vaciarme la cabeza, he regalado, seguramente con exceso, dos películas. Antiguas, por supuesto, lejos del despilfarro de lo nuevo. Dos películas en una y de hace seis años: pecado de lesa novedad. Pero tampoco, porque Los espigadores y la espigadora, un documental doble, firmado por Agnès Varda, la vieja, menuda y maravillosa directora parisina, habla de ahora mismo, de nuestros excesos.

Hace unos meses Agnés Varda pasó por la ciudad y entonces alguien le preguntó por qué había puesto su propia piel, su propia vejez, en la película, porque había dejado ver sus manos, su casa, sus gastos. Y ella dijo, gran pregunta, porque además de mirar lo que cuenta también habla en sus películas y reflexiona sobre ella misma, sobre sus elecciones narrativas, sobre el lugar desde el que cuenta.

Eso fue a lo que más vueltas dio Agnès Varda mientras montaba su documental sobre espigadores contemporáneos, sobre el derroche y los restos, sobre el reciclaje, sobre el desperdicio que se aprovecha para la supervivencia, una película sobre todo lo que se alimenta de lo que queda fuera del sistema, con confesiones tan sinceras como las de los muertos de hambre que la pueblan, como las de los activistas que lo reivindican, como la de los abogados que se han hechos expertos en ese territorio limítrofe entre la propiedad y la nada, sobre los freegan, y yo sin saberlo, una película de esas características debía incluir, contestó Agnès, la sinceridad de la propia piel envejecida de la autora.

Como siempre en los documentales, en Varda, en la creación, el azar retocado, lo imprevisible domesticado, la casualidad ordenada, el salto de mata cambiado de sitio. Porque esa mano fue una filmación casual, un accidente del objetivo, que luego en la sala de montaje donde se escriben de nuevo las historias, que precisamente y en este caso lo son de azar y supervivencia, ganó su sentido, una elección sobre el tiempo reciclado.

Bien es cierto que en la segunda entrega de su propia película Agnès Varda recibió otra lección. Hay un tipo fascinante, en las dos partes, que come perejil espigado de los restos del mercado y que vive como un pobre y enseña gramática a los pobres, del que Agnés Varda quería conocer la opinión, sobre la película y sobre el hecho mismo de hacer una película que hablara de los restos. «La película excelente, pero su vejez me importa una mierda», dijo el tipo.

En esta época en el que nos envuelven los envoltorios -los últimos restos se amontonan frente al portal– en el que las estanterías se vacían a la velocidad necesaria para que las ocupen otros productos, cualquier cosa, un tomate frito, una libro, una certeza, el tiempo es lo único que no puede sustituirse por otro tiempo que no existe.
El tiempo que pasa.
El tiempo que nos pasa sobre la piel.

•••

Nunca jamás hubiera podido saber de Machala y de San Luis de Picaihua, de sus miserias, de sus carencias, de su nada sin los escombros de un aeropuerto. Pero estos días allá arriba, en los montes cercanos al Bidasoa, pagando un alquiler, entre prados cuidados como terciopelo y casas con fachadas de foros, seda y haya, con tanto de más y exigiendo sangre, saberlo me ha resultado obsceno, muy obsceno.






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