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Bañarse a los dos lados del Mar Muerto

Seguramente, una de las experiencias más curiosas que he podido disfrutar durante mis viajes por el mundo ha sido flotar en el Mar Muerto. Lo he hecho dos veces, una en cada orilla.

La primera, en el lado jordano. Y el recuerdo que tengo es imborrable. Maravilloso. Fue un viaje muy especial a Jordania. El viaje en el que nació minube.tv. El primero de los muchos viajes que hice con Juan Luis Polo (cuánto echo de menos las conversaciones que teníamos por entonces y cuánto he podido aprender de él).

Y el recuerdo que tengo de aquel atardecer es mágico. De esos que se quedan almacenados en la retina para siempre. He de reconocer que el resort en el que estábamos alojados, en primera línea de playa, era perfecto para poder disfrutar de aquello como merecía. Pero recuerdo todo el proceso del baño como si estuviera allí mismo. Porque, sí, es un mar. Y, sí, es una playa. Pero ni la playa ni el mar son normales. Y uno se da cuenta de eso cuando está allí dispuesto a sumergirse (o no) en esas aguas tan únicas.

El sol se pone justo del lado israelita, por lo que el atardecer desde el lado jordano es absolutamente fascinante. Y el baño… Al principio, la verdad, es raro. El «tacto» del agua es extraño. Aceitoso. Oloroso. Diferente. Y da cierta cosa dejarse caer y darse un buen chapuzón. Pero en cuanto te metes, la sensación es buenísima. Es relajante. Y, claro, el hecho de flotar hace que sea algo especial. Porque, sí, por supuesto, se flota. Se flota totalmente. Yo no leí el periódico (clásica escena del turista) porque tampoco lo tenía a mano, pero doy fe. Se flota.

Y, a la salida, se nota algo en la piel. Las aguas del Mar Muerto tienen propiedades, y la verdad es que reconforta. Pringa, pero reconforta.

Mi segunda experiencia, como comentaba al principio, fue en la otra orilla y fue hace menos tiempo. El pasado año. En Israel. También fue durante un viaje muy entretenido. El baño, si bien fue placentero, he de reconocer que no fue tan mágico como el del otro lado. Seguramente, porque no era la primera vez, porque el sol se ponía por detrás y no era tan bonito, porque el hotel no era tan fabuloso y porque, siendo sinceros, la orilla israelita (al menos la que yo conocí) no está tan bien acondicionada. Ojo, aún así, la experiencia merece mucho la pena si visitas Israel.

En fin, que el Mar Muerto puede ser una de las muchas excusas que te puedes plantear si lo que quieres es viajar a la zona. Porque los destinos que lo rodean son una pasada. Y porque la experiencia de bañarse allí es, como imaginas, única.

 

7 días, 7 islas

El pasado año hice una de esas aventuras que hay que contar. 7 días, 7 islas. Hablo de las Islas Canarias, claro. Y fue un viaje a contrarreloj, en plan reto. Las islas, todas, son maravillosas, la verdad. Cada una con sus peculiaridades y cada una de ellas con sus características únicas. Pero, no nos engañemos, cada una de ellas requeriría, al menos, siete días individualmente para poder bucear entre sus encantos. Pero era un viaje con un objetivo: grabar un vídeo de esa aventura. Para ello nos juntamos con amigos blogueros y usuarios de minube. Agarramos nuestro equipo técnico, hicimos la maleta y nos lanzamos a conseguir cumplir con la hazaña. Nos esperaba una intensa semana de madrugones, vuelos internos, ferrys, risas, carreras y rincones inolvidables.

Empezamos la aventura en Lanzarote. Una isla a la que tengo un aprecio especial. Me impactó sobremanera la primera vez que la visité, con sus paisajes marcianos de Timanfaya o con la gigantesca huella que dejó César Manrique. De Lanzarote me quedo con su dramática orografía, con sus vinos blancos, con sus paisajes inéditos…

La siguiente escala fue en Fuerteventura. Una isla desconocida para mí y con la que, la verdad, se me quedaron unas ganas enormes de descubrirla más profundamente. Dedicamos gran parte del día a realizar alguna actividad acuática. Y la verdad es que fue una sensación muy chula. Hay que reconocer que las playas de arena blanca son una auténtica maravilla. Eso sí, tengo pendiente volver para perderme, aunque sea sólo un rato, entre sus dunas.

En Gran Canaria pasamos la tercera jornada. Un día de reencuentros también con la expedición minubera canaria. Estuvimos de visita cultural por Las Palmas y terminamos con un poco de relax en el sur de la isla. Qué lástima que tuviéramos tan poco tiempo y que no pudiéramos perder el tiempo necesario para poder disfrutar de verdad de cada una de las experiencias que la isla ofrece. Aún así, la visita fue intensa.

Nos esperaba La Palma. Si había una isla a la que tenía especialmente ganas esa era, sin duda, la Isla Bonita. Tanto había oído hablar sobre su belleza y su capacidad magnética que ardía en deseos de descubrirla. Y no solo no me defraudó sino que me dejó verdaderamente con ganas de poder volver, con más calma, más adelante. Sus preciosas playas de arena negra, su exhuberante naturaleza o ese cielo estrellado tan especial son solo algunos de los detalles que nos ofrece este pequeño paraíso. Lástima que para esa observación de estrellas que teníamos pendiente la luna, caprichosa, quiso aparecer llena, ocultándonos gran parte del firmamento.

De allí, a Tenerife. La isla que más conozco del archipiélago. Siempre llena de sorpresas. No descubro nada si reconozco que el Teide me sigue fascinando. Como la gastronomía local. No me puedo ir de la isla sin probar las papas con mojo (sí, sé que son comunes en todas las Islas pero por aquello de que fue aquí donde las probé primero en mi adolescencia, como que me pide el cuerpo seguir con la tradición cada vez que aterrizo por allí). Me encanta también la histórica ciudad de La Laguna. Pasear por sus calles es como revivir un pasado que no vivimos en persona pero que parece presente en nuestro adn.

La próxima parada fue La Gomera. Pequeñita pero arrolladora. Una auténtica joya natural que te deja con ganas de seguir pateándola a través de sus bosques interiores. También tuvimos la suerte de poder disfrutar de la gastronomía local y de la clásica demostración del silbo. Si he de quedarme con un recuerdo es con ese trekking por su interior en el que, tras un buen ratito de caminata, descubrimos un paraje natural fascinante. Y con el maravilloso mirador que nos permitía ver, en el horizonte, la isla de La Palma.

Y para el final del viaje, nos tocó visitar El Hierro. Otra de las islas que no conocía. Y he de reconocer que también me impactó bastante. También una isla pequeña pero cargada de lugares con encanto y de sorpresas de todo tipo. Salvaje. La verdad es que, por alguna razón, me reforzó esa teoría que venía teniendo esos días: las islas más pequeñas de Canarias tienen algo especial. Siempre se dice que la belleza va en frascos pequeños. Quizá sea verdad.

Una semana muy intensa. Un sinfín de rincones por descubrir. Una forma de darse cuenta de lo atractivas que son las Afortunadas pero, ojo, un viaje que hay que plantear de otra forma para poder aprovechar al máximo todo lo que este destino ofrece. Para mí fue una aventura fascinante, un reto que, finalmente, superamos. Y una forma de despertarme las ganas de volver, con más tiempo, a cada una de las islas para poder así disfrutarlas como merecen.

Os dejo con el vídeo que grabamos. Espero que os guste.

Islas Canarias: 7 días, 7 islas en minube.

Si queréis conocer los próximos eventos en las Islas Canarias también podéis seguirlos en este calendario. El próximo, los Carnavales de Santa Cruz.

 

 

Bucear bajo hielo

Quién me iba a decir a mí que mi bautismo submarino (o subacuático, para ser más correcto) iba a ser sumergirme bajo el agua a dos grados de temperatura y bajo el hielo. Pero así fue. Y lo hice en Andorra, en un precioso viaje rodeado de buenos amigos hace ya un tiempo.

Lo bonito de viajar es dejarse sorprender por la vida. Porque siempre hay algo que uno no se espera y que se termina convirtiendo en un momento memorable. En una de esas cosas que no se olvidan, que te marcan para siempre. En una de esas cosas que terminas contando siempre como batallitas de abuelo cebolletas.

Voy a ser sincero: a mí nunca me había llamado la atención especialmente el submarinismo. Sí, lo sé. Quien lo practica asegura que se trata de algo maravilloso y, además, una vez comienza ya no lo puede abandonar jamás. Tengo la gran suerte de tener unos cuantos amigos apasionados de la disciplina y muchos de sus viajes son exclusivamente casi dedicados a las inmersiones. Y otros que andan ahora intentando buscarse la vida con ello, como el señor Pak, perdido en algún lugar de Asia… Sin embargo, por alguna razón, a mí nunca me había motivado comenzar.

Así que, cuando en Andorra, los chicos de Diving Andorra, nos propusieron la idea de probar el submarinismo y hacerlo, para más inri, bajo hielo, pensé: «¿por qué no?». Una cosa era que no me llamara mucho y otra cosa es que no me apeteciera probar algo diferente y aprender. Y allí que fuimos. Unos cuantos blogueros de viaje dispuestos a ponernos los trajes (no de neopreno, sino trajes secos), cargarnos a la espalda las bombonas y tirarnos, de espaldas, al agua helada en un entorno maravilloso y nevado a nuestro alrededor.

La experiencia, en lo personal, fue fantástica. Sí que es verdad que algunos de mis compañeros tuvieron ciertas filtraciones que les helaron el cuerpo y lo pasaron un poco mal (si no, que se lo pregunten a Flapy) y que había otros expertos buzos que lo disfrutaron enormemente, como Ignacio Izquierdo o Carlos Olmo.

Lo pasé en grande, pese a que me costaba mucho aprender a moverme bajo el agua y no me acostumbraba a aquello de no tener el control total sobre mi cuerpo. Eso sí, he de reconocer que, pese a que lo disfruté, no terminé especialmente motivado para que me apetezca lanzarme ahora a bucear de verdad, en el mar.

Lo más extraño de la situación es pensar que, claro, uno suele bucear con el objetivo de ver flora y fauna fantástica en un entorno totalmente diferente al que uno se mueve y, obviamente, este no era el caso. Ahí no había más seres vivos que nosotros. Pero una cosa sí que teníamos: unas vistas curiosísimas al mirar para arriba y observar ese agujero en el hielo, cual esquimal dispuesto a pescar su comida del día, por donde teníamos que volver a salir.

Puedes ver el vídeo que grabamos por allí en minube.tv.

 

minube.tv: blogueros en Andorra en minube.

A vista de pájaro

Una de las cosas que más me gusta siempre que voy a una nueva ciudad, independientemente de que sea la primera vez que la visite o no, es subirme a lo alto de alguno de sus edificios emblemáticos. O de un buen promontorio, si es que lo tiene. Tener una vista de pájaro de la ciudad me ayudad a orientarme. A saber dónde estoy y a saber algo más de la ciudad.

Por alguna razón, los tejados de las ciudades dicen mucho. Y su estructura. Sus calles. El color de la ropa de la gente, incluso, visto desde un punto de vista cenital, te hace también sentir algo más concreto de ese sitio. Como que fuera más tuyo.

Ya puede ser lo alto de una montaña en la bella noruega, con vistas a los maravillosos fiordos de la emblemática localidad de Bergen.

O la siempre acogedora Berlín en alguno de sus muchos puntos de observación.

Y si no Londres, una de mis ciudades favoritas, desde lo alto del London Eye en un precioso atardecer.

Será por mundo y por sitios altos a los que subirse…

 

Lugares insólitos: las Bardenas Reales

Comenzamos el año abriendo una serie que espero ir completando poco a poco. Va a ser de lugares insólitos. De sitios lejanos o cercanos, da igual, que parecen ubicados en un lugar que no era para ellos. De rincones que parece que alguien ha pegado en un determinado punto geográfico pero que no parece que debieran estar ahí.

Y el primero va a ser las Bardenas Reales, en Navarra. Tuve la suerte de estar por allí hace unos meses en un viaje inolvidable; un minubetrip rodeado de amigos, con Txema León, Víctor Gómez, José Luis Sarralde y Alberto Bermejo, que podéis ver por aquí (un recorrido por parte de la Comunidad Foral, de norte a sur, que concluyó en este maravilloso paraje).

Navarra de norte a sur from minube on Vimeo.

Bardenas Reales es, ni más ni menos, Reserva de la Biosfera. Y se lo ha ganado. Pero, sobre todo, es uno de esos sitios que te sorprende enormemente cuando lo visitas, porque no te esperas que esté allí. Aunque lo sepas. Al menos, a mí me pasó. Me pareció un sitio insólito.

Generalmente, cuando uno piensa en el norte de España, siempre piensa en frondosidad. En verde. En praderas. En bosques. En montañas. Y cuando uno piensa en Navarra, también. Sin embargo, este sitio no es así. Ni mucho menos. Es un desierto. Un desierto magnífico. Excepcionalmente bello.

Nosotros tuvimos la suerte, además, de poder recorrerlo en Segway, en una expedición de cuatro horas que fue una auténtica maravilla, con su paradita y aperitivo de por medio.

Los paisajes son totalmente maravillosos y hay decorados que parecen de película. Y que lo son. Para los más cinéfilos, hay pocas cosas tan chulas como encontrarse allí mismo el «dudoso bar de carretera» original en el que se filmó la divertidísima y surrealista joya de la comedia española «Airbag». «Qué pofesional». Uno no tiene claro si está en Marte o en pleno oeste americano.

Geográficamente, se encuentra en el sudeste de Navarra, lindando con Aragón.

Uno de esos rincones que no puedes dejar de visitar si buscas algo auténtico.

La mirada del viajero fotógrafo

Cuando uno tiene la suerte de recorrer el mundo rodeado de fotógrafos (profesionales o amateurs) y además siempre ha tenido cierta curiosidad artística, es quizá normal que, con el tiempo, la forma en la que va mirando todo aquello con lo que se topa durante sus andanzas vaya cambiando drásticamente. Y, afortunadamente, me ha pasado.

Ya no viajo como viajaba. Ya no miro como miraba. Ya no siento como sentía.

Ahora, cuando viajo, todo lo miro desde el punto de vista fotográfico. Aunque no sea más que un simple aficionado.

Seguramente, la culpa de todo esto está repartida entre buenos amigos. Entre unos cuantos. Ya os hablaré de ellos más adelante. De hecho, espero que también os hablen ellos por aquí.

El primero, sin duda, es Juan Luis Polo. Con Juan Luis, hace ahora tres años, comenzamos a recorrer el planeta para minube.tv. Tiene muchas pasiones, pero una de ellas es la fotografía. En Jordania aprendí lo que es viajar pensando en ella. Me dejé atrapar por su ilusión y me enseñó lo que es la luz. Sí, sí. Como suena: la luz. Me enseñó a disfrutar de un rayo de sol. De un contorno. De un atardecer. De un encuadre.

Luego resulta que terminé viajando a Colombia con Mauro Fuentes. De él también aprendí un montón. Y descubrí Lightroom. Y el revelado.

Qué decir de lo que aprende uno compartiendo días en ruta con Pak Muñoz (además, me enseñó a ver una cámara réflex como una videocámara para guardar el movimiento).

O con Ignacio Izquierdo y su envidiable pasión por el atardecer y la hora azul. O con Juan Carlos Castresana y su uso del angular para el paisaje. O con Victoriano Izquierdo y su costumbrismo. Su color.

Viajar pensando en fotografía ha reforzado mi teoría de que viajar es aprender. En cada destino, en cada pequeño rincón, siempre hay una fotografía que sacar. Un momento que inmortalizar. Un recuerdo que almacenar.

Phi Phi: más que una isla

Va, que es viernes. Viajemos. Vayámonos lejos. Busquemos un destino en el que nos gustaría perdernos ahora mismo. Encontremos un lugar donde poder desaparecer un poquito de nuestro día a día.

Siempre que pienso en hacer algo así, me viene a la cabeza Tailandia. Un país del que guardo un gran recuerdo. Al que siempre quiero volver. Y siempre que pienso en hacer algo así, pienso en Phi Phi. No he visitado un lugar más fácilmente asociable a la idea de paraíso que siempre nos han metido en la cabeza.

Para llegar a las islas de Phi Phi hay que ir hasta Phuket o Krabi. Dos de las zonas turísticas de playa más conocidas del sudeste asiático. Son, geográficamente, el final de Tailandia. Desde allí hay que tomar un ferry que te lleva a las islas (y, ojo, no es barato) en poco más de una hora y te desembarca en un lugar idílico de playas de arena blanca y aguas turquesas.

Las Phi Phi son dos islas. Phi Phi Doh y Phi Phi Leh. Una más grande que la otra. La pequeña pasó a la fama por ser el lugar elegido por Hollywood para inmortalizar a Leonardo di Caprio en un viaje experiencial e instrospectivo en la película «La Playa». La grande es la que recibe al viajero porque se ha plagado de resorts. Y porque tiene una «ciudad»: Tonsai Bay. Es el lugar donde atracan los ferrys y la primera toma de contacto con la isla. Mucha gente, todo muy turístico… Al principio, asusta. Hasta que ves la enorme y maravillosa playa que tiene detrás.

Tonsai es la solución si lo que buscas es estar en medio de la fiesta, con el ajetreo, con sitios para cenar y tomar algo, con gente para salir… Pero yo lo que recomiendo en Phi Phi es perderse. Irse a uno de los muchos resort que hay en la isla, hacia el norte, y que son sorprendentemente baratos para lo que ofrecen, subirse a un «long tail boat» (barcos de madera tripulados por los «gitanos del mar», como ellos se llaman) y estar dispuesto a relajarse al máximo.

A estos resort sólo se puede llegar en barco, de forma que el trayecto de llegada ya es totalmente alucinante. Pero una vez estás allí… Es como si no te lo pudieras creer. La belleza del entorno es tan sublime que sólo de acordarme ya tengo los pelos de punta.

No es el destino: es la experiencia

Cuando uno se pasa media vida en colas de aeropuerto, haciendo y deshaciendo maletas, sellando pasaportes y pasando tediosos controles de seguridad, hay un par de preguntas que suelen ser bastante clásicas: «¿cuál es tú destino favorito? ¿A cuál no volverías?

Hace tiempo, siempre respondía con la máxima concreción posible. Buscaba en mi retina viajera aquellos lugares que más me habían marcado (para bien o para mal) y trataba de establecer un ranking, aunque fuera de cara a la galería, que me permitiera salir victorioso de tan habitual cuestionario.

Sin embargo, hace poco me di cuenta de que no era la respuesta que quería dar. Me di cuenta de que cuando uno viaja constantemente, lo que más le motiva es lo vivido en cada uno de los destinos. De nada sirve aterrizar en auténticos paraísos si lo único que se hace allí es acudir a una reunión. Nunca tendrás un buen recuerdo de un destino donde tuviste algún tipo de problema o imprevisto grave.

No es el destino: es la experiencia. Lo vivido. Lo emocional. Lo que te ha marcado. Para bien o para mal. No hay lugares idílicos (aunque los haya) sino que hay momentos irrepetibles. Inolvidables. Una vez más, para bien o para mal.

Hace unas semanas estuve en Sao Paulo. Era un viaje de negocios. Pero volver a Brasil para mí fue muy especial. Porque en Brasil viví la que, seguramente, ha sido la experiencia viajera que más ha marcado mi vida. Y era estar allí y acordarme de aquel momento. Tres años y medio antes, mientras me encontraba dando la vuelta al mundo, y sin quererlo, sin imaginarlo, sin prepararlo, me ví visitando la Favela de A Rosinha en Río de Janeiro. Sí, la misma que ahora es portada de los diarios porque está siendo desmantelada. La misma que ha aparecido tantas veces en los medios por haber sido el escenario de algún trágico encuentro entre policía y narcotraficantes.

Aquel día en el que pasé una tarde en la favela marcó mi vida. Un encuentro inesperado con un guía que consiguió «venderme la moto», una decisión espontánea, un «por qué no» y un momento mágico. Entré a la hora de comer, comí (mejor que en ningún otro lugar en Río) y salí de madrugada después de pasar unas horas que jamás olvidaré.

Recuerdo como si fuera ayer cuando escribí aquel post (seguramente, el más exitoso del blog que escribí durante aquel viaje) y cómo la gente me llamaba, cuanto menos, loco. Recuerdo como si fuera ayer cómo yo no paraba de hablar de la experiencia que había vivida. Y ahora me doy cuenta de que, sin haberlo pensado, seguramente aquella experiencia ha convertido a Río de Janeiro en uno de los lugares que más me ha impactado y ha quitado de la hipotética lista negra una favela como el lugar al que nunca volvería.

La sensación que me deja esta reflexión es clara: hay que buscar experiencias allá donde vayas. Cualquier destino en el mundo se puede disfrutar si encuentras algo que te marque. Incluso aquellos sitios que en una primera visita no te han aportado.