Elecciones generales, 20 de noviembre de 2011

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La distribución desigual de los escaños

Es importante insistir sobre el hecho de que las elecciones se ganan o se pierden en escaños y que los votos obtenidos no siempre son el factor más determinante, ya que como ha sucedido algunas veces (aunque no en las Generales) se puede ser la candidatura más votada y no ser la candidatura ganadora por no ser la que logre más escaños. Ello es posible debido a que normalmente la elección está fraccionada territorialmente por circunscripciones de tamaño desigual y porque también en todo sistema electoral existen fórmulas que traducen los votos en escaños de forma más o menos acorde (aunque no siempre) con el principio de proporcionalidad, es decir acordando cuotas de representación parlamentaria más o menos ajustadas a los porcentajes de votos obtenidos en las urnas.

En España el número de escaños o de puestos de diputado que están en juego en las elecciones Generales, 350, no ha cambiado desde las primeras elecciones democráticas celebradas en 1977. Ese número de representantes a elegir correspondía en la época, hace 34 años, a 1 diputado cada 100.000 habitantes. Hoy, evidentemente, este número ha quedado desfasado y debería alcanzar el tope de 400 diputados que permite la Constitución, lo que redundaría en una mayor proporcionalidad y pluralidad parlamentaria que la actual, estando nuestro Congreso de los Diputados ocupado hoy en más del 90% por representantes de solo dos partidos.

Como se ha dicho, los escaños se distribuyen por circunscripciones, es decir, por distritos electorales que coinciden con cada provincia además de Ceuta y Melilla. En total 52, con un número de diputados a elegir que varía de 1 a 36 (este caso, Madrid en estas elecciones). Aunque en casi todo el mundo el número de diputados a elegir está en función de la población, en España se da una cierta distorsión, ya que la distribución de una parte importante de los que se eligen se hace por criterios territoriales: se adjudican de oficio 2 escaños a cada provincia por el hecho de serla (102 diputados del total de los 350 del Congreso se reparten territorialmente) y los 248 restantes se distribuyen según la población de cada circunscripción provincial. Esto tiene como efecto la fuerte penalización de las circunscripciones más pobladas en detrimento de las menos pobladas.

Un ejemplo claro es si comparamos electoralmente Madrid (1 provincia) con Castilla-León (9 provincias): en 2008 Madrid obtuvo en el reparto 1 diputado por cada 173.762 residentes mientras que en Castilla-León tenían 1 diputado por cada 79.013 habitantes. Dicho de otro modo: los castellano-leoneses elegían el doble de representantes “per capita” que los madrileños. Y si hablamos de votos, los 18 diputados del PP elegidos en las circunscripciones de Castilla-León costaron de media 46.457 votos, mientras que los 18 también del PP conseguidos en Madrid necesitaron de media 96.538 votos. A IU su escaño obtenido en Madrid le costó 164.595 votos. En definitiva, el sistema electoral no corrige las desigualdades territoriales, las amplifica.

Los condicionantes de nuestro sistema electoral

El 20-N 2011 se seguirá eligiendo el Congreso de los Diputados con el mismo sistema que rige desde la transición, dentro del cual la función de la circunscripción (52 en total) es fundamental. En realidad las Elecciones Generales son la suma de 52 elecciones.

El Decreto del 23/3/1977 aprobado entonces por Suárez como una norma provisional para las primeras Elecciones Generales, del 15 de junio de ese año, introdujo las reglas básicas que la vigente Ley Electoral (LOREG) consagró en 1985, gobernando el PSOE, y que han regido incambiadas (salvo alguna modificación que no afecta al sistema) en las 10 Elecciones Generales celebradas hasta la fecha.

Por otro lado el sistema electoral español, al estar como en pocos otros países muy constitucionalizado (Artículo 68 para la elección del Congreso y 69 para el Senado), hace muy difícil introducir grandes cambios, aunque sí hace posible algunos: elegir 400 diputados en vez de los 350 actuales, lo que favorecería una mayor proporcionalidad.

En todo caso, el mayor escollo es la inscripción en la Constitución de la provincia como circunscripción electoral para la elección del Congreso y Senado.

La gran desigualdad entre las provincias genera grandes desigualdades electorales en cuanto al peso y al valor del voto.

Pero el problema mayor que impone la circunscripción provincial es el que la gran mayoría de los territorios en donde se opera la traducción de los votos en escaños no tenga un tamaño suficiente en escaños para que la pregonada proporcionalidad del sistema electoral obre realmente, acentuando la bipolaridad ya que en la práctica solo las dos candidaturas más votadas acaparan los pocos escaños que se reparten en la mayoría de las circunscripciones (el 52% tienen entre 1 y 5), demasiado pequeñas para garantizar a opciones minoritarias la posibilidad mínima real de acceder a la representación, a la hora de aplicar la formula de reparto de la Ley d’Hondt.

Piénsese además que en una circunscripción de 3 escaños la primera candidatura con un solo voto más que la segunda obtendría 2 escaños y la otra 1, es decir con un voto más el doble de escaños en esa provincia.

Por otro lado nuestra fórmula electoral no es la más proporcional, ya que la Ley d’Hondt favorece y otorga globalmente una prima a la primera y segunda candidatura.

Por ejemplo en las pasadas elecciones de 2008, el PSOE obtuvo el 43,9 % de los votos y 169 escaños, es decir el 48,3 % del total (4,4 puntos de prima), y el PP, la segunda más votada, con 39,9 % de los votos 154 escaños, 44 % del total (4 puntos de prima). Entre ambas concentraron el 92,3 % de los 350 escaños totales sumando el 83,8 % de los votos. Mientras en 2008, IU con 3,8 % de los votos solo consiguió 2 escaños (0,57 % del total). Los nacionalistas por el contrario se ven favorecidos al tener muy concentrado sus votos en ciertas provincias. Por ejemplo CIU con el 3 % de votos, menos que IU, consiguió 10 escaños (2,9 % del Congreso).

En 2011 se producirán seguramente similares distorsiones y se volverán a oír las mismas quejas y exigencias sobre la necesidad de reformar el sistema electoral, reforma a la cual son poco proclives los dos principales partidos, primeros favorecidos por el hecho.

Elecciones de continuidad y elecciones de cambio

Calificar previamente unas elecciones como de continuidad o como de cambio es siempre muy arriesgado a pesar de todas las presunciones y a pesar de lo que pueda desprenderse de las encuestas preelectorales.

Es cierto de que hay situaciones como la crisis actual que incitan o urgen objetivamente cambios en la gobernabilidad, cambios que en democracia solo pueden venir a través de las urnas, pero no es menos cierto que la democracia es por esencia pluralista y que el electorado esta compuesto por diferentes corrientes, unas favorables a introducir cambios más o menos radicales y otras contrarias a cambiar y dispuestas a votar por la continuidad aún con algunos ajustes. Y otras finalmente cuya actitud es escéptica y poco tendente a pronunciarse en un sentido u otro, o lo que es lo mismo distantes a la política o indignados con ella y poco proclives a votar.

La relación entre estos tres vértices es en definitiva lo que cuenta y no tanto lo que el elector opina frente a un entrevistador sino lo que elector hace de verdad el día de las elecciones. La participación real y el sentido real de esa participación es fundamental y en ese sentido recordaremos que en los sondeos la intención de ir a votar está siempre hinchada y por lo tanto está normalmente abultada un de las corrientes (sea la favorable al cambio sea la defensora de la continuidad) y por ende infravalorada la abstención real que nunca es políticamente neutra (en el caso de descontentos).

Las elecciones que generan habitualmente una alta participación reflejan a su vez el deseo de los ciudadanos de intervenir en política, son momentos de pugna que hacen que la urna se considere un instrumento útil para ciertas franjas de ciudadanos que se reservan su voto para situaciones de presión electoral.

En España las elecciones de presión de cambio, 5 de la 10 Generales celebradas, han registrado niveles de participación superiores al 75 por ciento de promedio estatal alcanzando un máximo del 80 por ciento (Generales de 1982 en donde el PSOE consiguió un triunfo arrollador).

Las primeras elecciones democráticas de 1977 alcanzaron el 77,8 %, las elecciones de 1996 donde ganó por primera vez el PP llegaron al 77,4 %, las elecciones de 2004 que ganó el PSOE de Zapatero registraron el 75,7 %.

Estos datos muestran a su vez que aún en circunstancias excepcionales, como fueron las Generales de 1982 después del golpe del 23-F, 1 de cada 5 ciudadanos nunca vota y es ajeno a todo reclamo político, y en circunstancias de elecciones de continuidad, con una participación más baja (entre el 68 % y el 74 %) votan menos de 3 de cada 4 electores.

Por otra parte las elecciones de cambio no son en absoluto sinónimo de mayoría absoluta.

Conviene también señalar que en nuestro país las mayorías absolutas que han salido de las urnas han sido muy raras: tan solo en 1982 la logró el PSOE (202 escaños) y en las elecciones de continuidad del 2000 la obtuvo el PP (183 escaños) debido a la enorme abstención del electorado PSOE.

¿No se estará anunciando por ello con demasiada ligereza que el PP obtendría el 20-N la mayoría absoluta?