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«Tendré hijos sin hacer el amor»

Desde chiquitito me crié entre palmitos. Era un poco burro (una vez me subí con la bici a cuestas por la escalera del tobogán para tirarme; menos mal que allí estaba mi madre), pero muy sensible e ingenuo. Así que crecí creyéndome todo, incluido lo de la cigüeña. Mis padres me lo contaron cuando tenía cuatro o cinco años y me bastó. Nunca más pregunté nada.

Teniendo en cuenta que en mi época no existían las páginas web ni los consejos de Pilar Cristóbal, me planté en los nueve años con una noción de la reproducción bastante extraña. Las mujeres me gustaban, y mucho, pero, no sé si porque iba a un colegio de curas, rápidamente me abordaba un sentimiento de culpa.

El caso es que un buen día fuimos a la sierra con unos amigos de mis padres que tenían un hijo cuatro años mayor que yo. Miguel Ángel se las sabía todas. Era ese niño que bastaba con que tuvieses una mala idea, en plan coña, para que decidiese llevarla a cabo. Un cabroncete (con todo mi cariño) de los que se divierten viendo la cara de sorpresa del pequeño.

Terminamos de comer y pedimos cinco duros a nuestros padres para jugar a lo que antes llamábamos las «maquinitas» (un Tetris de toda la vida o el Emilio Butragueño, que por esa época era un ‘hit’). Cuando llegamos al armatoste aquel, me quedé prendado de una muchacha que aparentaba tener mi edad. Mientras mi hermano, también mayor, jugaba, Miguel Ángel se acercó y me susurró: «Qué pasa (……), ¿te gusta?». «Bueno, es muy guapa, pero no me gusta para guarrerías, me gusta para ser mi mujer». Puso cara de sorprendido y, con sonrisa de cabronías, me espetó: «Si supieras lo que hago yo con mi novia del colegio… Nos damos unos morreos… Cuando seamos más mayores ya verás».

Mi primera reacción fue poner morritos de disgusto, aderezados con cejas y hombros alicaídos, casi pegando la barbilla al jersey de rombos. En el fondo me daba envidia, pero me parecía mal. «Qué, ¿es que tú no quieres?», insistió. Vi que mamá me miraba de reojo desde la mesa (ella era incapaz de perderme de vista) y reculé lo justo para contarle el secreto sin que ella me viese (ni que me fuese a oír). «Es que yo, cuando sea mayor… voy a tener hijos, pero sin hacer el amor; no quiero porque es una falta de respeto». «¡Pero qué dices! ¡Eso es imposible!», me soltó con gesto de incredulidad. «¿Por qué?», pregunté. «¡Porque hay que meterla!», dijo con una excitación semejante a cuando acababas la colección de cromos. «¿Pero por qué?», repetí casi haciendo pucheros. Entonces intervino mi hermano. «¿Pero de qué hablas tú? Anda, juega, que te toca, tonto». Se acabó la conversación. Jugué, me eliminaron a la primera y volvimos a la mesa.

Es cierto que toda esa tarde estuve dándole vueltas al tema, pero seguir hablando con Miguel Ángel sólo hubiese empeorado las cosas. Mi concepto de sexo ideal eran los besos de las películas románticas, y el perverso, el supuestamente real, el de las películas de Jaimito, y en su defecto, las de Pajares y Esteso.

Por todo esto pienso que mi hermano me salvó de un disgusto mayúsculo. Es cierto que antes de que yo aprendiese a hablar me hizo una gran putada cuando en una madrugada del 5 al 6 de enero me despertó y me dijo: «¡Mira, mira a papá y a mamá en el árbol de Navidad!». Pero esta vez se portó. Si me hubiese dejado seguir escuchando a Miguel Ángel habría entrado en una dinámica demasiado peligrosa para lo que mi mente inocente estaba preparada para soportar.

Los años pasaron y entendí cómo tenían que hacerse los niños, pero seguía guardando en mi interior un concepto romántico del amor… y del sexo. Siempre con moñeces y rozando el ridículo, pero fiel a mi estilo.

PD: Con mi primer amor, Cristina, sólo me di un beso, un piquito de los de toda la vida, pero me dejó a los dos días. Le regalé un colgante con un elefantito que le había tocado a mi abuela por comprar algo en la teletienda y se enfadó porque al ducharse (en mi época se decía bañarse) se le había puesto el cuello verde.

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Amenazado de muerte en plena M-30

Madrid, junio de 2003. Domingo, poco más de las 17.00 horas. Había estado comiendo en casa de los padres de una vieja amiga por la que siempre he bebido los vientos. Ellos siempre me han querido como a un hijo; ella, como amigo. Como amigo tonto.

Las albóndigas estaban ricas y el picoteo previo no le fue a la zaga. Una velada rutinaria más para intentar entrar en la familia. Ya en la sobremesa sonó el teléfono. Una de sus amigas quería ver ‘Una rubia muy legal 2’ que ponían en el Kinépolis. «¿Vamos?», me dijo, cuando en realidad quería decir «¿me llevas?». Asentí con la cabeza y, en plan hombretón, no dudé en hacer gala de mi permiso de conducir recién estrenado. Lo saqué todo a la primera, por cierto.

Salimos de su casa en busca del ‘Juaco’, mi Ford Sierra, que por aquel entonces aún no había heredado completamente de mi padre. Nos montamos y nada más arrancar saltó la cinta de ‘Camela’ que me acompañaba a todas partes. «¡Qué horror!», exclamó. Rebuscó entre los cassettes de la guantera y lo mejor que encontró fue uno de ‘Ella baila sola’. Vale. Por ser ella.

Salimos de su barrio sin problemas y enfilamos por la M-30 rumbo a la Carretera de Extremadura, donde cogeríamos la salida hacia Ciudad de la Imagen. Mucho camino era. Marchaba yo tan tranquilo por el carril central cuando advertí que el coche que circulaba justo delante de mí iba demasiado despacio. Con normalidad, me dispuse a adelantar por el carril izquierdo. Una mala elección.

Justo en el momento de adelantar vi cómo una Berlingo se aproximaba como un obús dándome las largas desde cien metros atrás. «Le paso en un plis y me vuelvo al centro», pensé. No fue posible. Otro coche que iba por la derecha se metió en el carril central y me obligó a seguir adelantando. La Berlingo ya estaba pegada a mí y no desistía. Me estaba tocando el culo el muy descarado. ¡Qué mal rato!. «¿Qué te pasa», me preguntó Laura (creo que da igual decir su nombre). «Nada, el gilipollas de detrás, que me está comiendo». Empecé a sudar y le eché valor. Aceleré, pese a no gustarme nada, con el objetivo de poder volver al centro. El adelantamiento se me estaba haciendo eterno y el de la Berlingo seguía ahí, jugándomela, amedrentando. Como diríamos en el argot de la calle, estaba empezando a tocarme los huevos.

Extraño en mí, comencé a sentir una ira descomunal. Necesitaba demostrar algo de hombría delante de Laura, que viese qué clase de machote se estaba perdiendo. Repasé sus piernas con el rabillo del ojo. Si no fallaba, era mía. Casi podía oler el éxito (eso, mal entendido, suena guarro). Me hice a la idea de que el tipo de la Berlingo sería el típico dominguero cagaprisas. Un Mauricio Colmenero de la calzada con mala baba. Un fantoche de los que luego se achantan. Así que, en segundos, urdí un plan infalible. Le iba a reprender al estilo barriobajero.

Me eché al carril central y, a la que venía el proyectil por la izquierda, enarbolé mi mano izquierda con el dedo corazón bien tieso y lo pegué con rabia a la ventanilla. «El de la Berlingo va a flipar», pensé con cara maligna. Pues no. Me cegó el odio y me tumbó la imprudencia. Había cometido un grave error. Imaginar, imaginé mucho, pero hubiese sido más fácil mirar bien por el retrovisor y ver quién era el conuctor de la furgoneta. No, tranquilos, no era su padre. Mucho peor. No era uno, sino dos… y qué dos. Fue verlos y comenzar a ‘manchar’, ya me entendéis. Se parecían al mítico René Higuita (porterazo excéntrico y espectacular), pero con cara de penalti en contra y expulsión.

Al ver mi osadía, empezaron a hacer aspavientos y a mover los labios con una rapidez tal que en ellos pude leer la palabra «puta» varias veces antes de que terminasen el adelantamiento. Al copiloto le faltó un pelo para meterse dentro del ‘Juaco’.

Cagado por dentro y firme por fuera, farfullé un poquito más para no dar síntomas de vulnerabilidad delante de Laura. «Me pasan y ya está», dije para mis adentros. ¡Ay qué ingenuo! Nada más pasarme se pusieron delante de mí y comenzaron a frenar. Uno de los Higuita se dio la vuelta y, mirándome, deslizó su pulgar de un lado a otro de su cuello. Para los menos amantes de las adivinanzas, amenazó con degollarme. Y Laurita que lo vió… «¿Para qué mierdas te metes con ellos?, ¿para qué mierdas te metes con ellos?, ¿para qué mieeeeeerdasssss?, ¡joder!, ¿para qué mieeeeeerdasssss?, ¡joder! ¿tú eres tonto o qué te pasa?». Yo había entendido el mensaje a la primera, pero ella no paraba de repetírmelo a gritos. Estaba desbordado. Ahora sí que estaba haciendo el ridículo. El corazón iba más rápido que el batería de Metallica y me estaba dando una bajada de tensión del copón.

Entramos dentro de uno de los túneles de la M-30 (los nuevos no, sino otro pequeñito que había para cambiar de carretera) y los Higuita seguían delante, como esperando un demarraje por mi parte para después ir a por mí. Pero yo ya estaba hundido. Ya había quedado como un imbécil y la opinión de mi adorada me la pasaba ya por el forro. Sólo quería sobrevivir. Si ellos frenaban, yo más. Monté una cola que ni os cuento y en cuanto vi que un coche hacía intención de meterse le dejé todo el hueco del mundo, como Timo Glock a Hamilton en la última carrera del mundial. Ya había metido un coche entre medias. Ahora sólo faltaba seguir rezagándose para perderse definitivamente entre las luces. Con esfuerzo y una destreza que a posteriori Laura no valoró, lo conseguí. Me salvé. Nos salvamos.

Aliviado, por un momento pensé que todo había acabado, pero lo que vino después fue casi peor que el fatídico desencuentro automovilístico. Quince minutos más el descuento (el atasco que hay siempre a la entrada del Kinépolis) escuchando lindezas del tipo «pero para qué te las das de lo que no eres», «si en el fondo eres un cagón», «vacilón», «fantasma», «yo te tenía por normal»… Y luego las risitas con la amiguita de los cojones, con perdón. Como si ella no hubiese pasado miedo.

A las pocas semanas le pedí salir, ya por quitármelo de encima, y me dijo que no. Que me veía como un amigo. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto, pero siempre nos quedará el túnel de la M-30.

PD: Desde entonces cada vez que veo una Berlingo me acojono.

PD2: Aprendí que, aunque tengas razón, nunca debes dártelas de gallito, y menos si luego eres un mequetrefe. En el fondo, por muy macarras que fuesen los de la Berlingo, el que provocó la situación fui yo. Nunca más.

Brutal caída por no perder el bus

Ya que muchos queréis saber más de mí, y aunque se avecine un nuevo encuentro digital, os voy a contar una historia personal que no tiene desperdicio. De hecho lo recuerdo como uno de los mayores ridículos de mi vida.

Eran las 6.30 de una mañana fría del invierno de 2007. Yo entraba al periódico a las 7.00 horas (los comentarios no podían esperar) e iba con el tiempo pegado al culo. Tenía que coger el bus de ‘y media pasadas’ o esperar, congelarme y encima llegar tarde, con la consiguiente reprimenda. El autobús que me llevaba hasta la Plaza de Cibeles se había retrasado y yo no paraba de mirar el reloj. Sólo me faltaba bajarme y empujar para intentar que fuese más rápido.

Cuando llegué a mi parada, miré de reojo y vi que el otro autobús ya estaba cogiendo gente. Yo tenía que esperar a que el semáforo se cerrase, cruzar corriendo y conseguir que el conductor, con la marcha casi iniciada, se fijase en mí y me esperase en un gesto de piedad sólo válido para los habituales de la línea.

Con las ideas claras y la mente Dios sabe dónde, vi que el muñequito cambiaba a verde y empecé a correr como un poseso. Pero creo que sólo empecé, ya que a las tres primeras zancadas empecé a notar cómo mi centro de gravedad se desestabilizaba por completo. La cabeza, de buen tamaño, iba por delante de mi cuerpo. Pero no me asusté. Y ese fue el error.

Durante unas décimas de segundo me sentí capaz de enderezar la situación. Era extraño. El cerebro me decía que ya no me caía mientras el cuerpo me demostraba justamente lo contrario. Lo siguiente ya fue el hostión. Ese exceso de confianza involuntario fue el culpable, no de que me fuese contra el suelo, que desde un principio no tenía remedio, sino de que aterrizase prácticamente sin manos.

De repente me vi en el suelo, en medio del paso de peatones y con cinco carriles repletos de coches delante apuntándome con sus luces. Parecía que en cualquier momento iba a salir la clásica chica cañón de las películas con las bragas en la mano para dar el pistoletazo de salida. Primero tuve miedo de que arrancasen, pero hacía falta ser cabrón, luego de que se estuviesen descojonando de mí, bastante probable, y por último… ¡mi autobús!

Me levanté más rápido que Usain Bolt, arranqué de nuevo, levanté la mirada (estilo Laudrup) y me di cuenta de que era innecesario seguir corriendo. No porque se hubiese marchado, sino porque el coductor se había asustado tanto al ver la leche que me había pegado que decidió esperar. Al subir, me dijo: «Pa que corres tanto, chaval, que si lo pierdes no pasa ná». Avergonzado, le respondí con las orejas agachadas un simple «ya… pfff…» Enseñé el abono y me senté.

Ya en frío empecé a sentir dolores. Tenía la mano ensangrentada, no podía mover un dedo y me había roto la camisa, bajo la cual se escondía un costado cada vez más morado. El riñón acabo negro la jornada. Pero el ridículo no había acabado.

Mi amigo Chemita, el de la tabla periódica, se subió dos paradas después. Al verme como si acabase de salvar al soldado Ryan me dijo: «¿Pero qué coño te ha pasado?». Tardé diez minutos en contárselo. Cuando acabé, como sabiéndole mal (se notaba que no sabía como entrarme sin herir) me comentó: «Tienes dos mocos enormes colgando». Me quería morir. Del impacto, mis dos fosas nasales habían despedido dos estalactitas que casi llegaban a darme un beso. ¡Y llevaban conmigo todo el rato! Dios, como se tuvo que reír el conductor.

Tardé más de una semana en dejar de sentir dolores, pero ese día aprendí que no vale la pena tanta prisa. Que le den al bus. Mejor me levanto antes.

PD: Todo esto pasó entre las 6.32 (la última vez que miré el reloj antes de bajarme del primer autobús) y las 6.49 horas (momento en el que Chema advierte de los dos extraños seres que brotan de la nariz del becario).