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Amenazado de muerte en plena M-30

Madrid, junio de 2003. Domingo, poco más de las 17.00 horas. Había estado comiendo en casa de los padres de una vieja amiga por la que siempre he bebido los vientos. Ellos siempre me han querido como a un hijo; ella, como amigo. Como amigo tonto.

Las albóndigas estaban ricas y el picoteo previo no le fue a la zaga. Una velada rutinaria más para intentar entrar en la familia. Ya en la sobremesa sonó el teléfono. Una de sus amigas quería ver ‘Una rubia muy legal 2’ que ponían en el Kinépolis. «¿Vamos?», me dijo, cuando en realidad quería decir «¿me llevas?». Asentí con la cabeza y, en plan hombretón, no dudé en hacer gala de mi permiso de conducir recién estrenado. Lo saqué todo a la primera, por cierto.

Salimos de su casa en busca del ‘Juaco’, mi Ford Sierra, que por aquel entonces aún no había heredado completamente de mi padre. Nos montamos y nada más arrancar saltó la cinta de ‘Camela’ que me acompañaba a todas partes. «¡Qué horror!», exclamó. Rebuscó entre los cassettes de la guantera y lo mejor que encontró fue uno de ‘Ella baila sola’. Vale. Por ser ella.

Salimos de su barrio sin problemas y enfilamos por la M-30 rumbo a la Carretera de Extremadura, donde cogeríamos la salida hacia Ciudad de la Imagen. Mucho camino era. Marchaba yo tan tranquilo por el carril central cuando advertí que el coche que circulaba justo delante de mí iba demasiado despacio. Con normalidad, me dispuse a adelantar por el carril izquierdo. Una mala elección.

Justo en el momento de adelantar vi cómo una Berlingo se aproximaba como un obús dándome las largas desde cien metros atrás. «Le paso en un plis y me vuelvo al centro», pensé. No fue posible. Otro coche que iba por la derecha se metió en el carril central y me obligó a seguir adelantando. La Berlingo ya estaba pegada a mí y no desistía. Me estaba tocando el culo el muy descarado. ¡Qué mal rato!. «¿Qué te pasa», me preguntó Laura (creo que da igual decir su nombre). «Nada, el gilipollas de detrás, que me está comiendo». Empecé a sudar y le eché valor. Aceleré, pese a no gustarme nada, con el objetivo de poder volver al centro. El adelantamiento se me estaba haciendo eterno y el de la Berlingo seguía ahí, jugándomela, amedrentando. Como diríamos en el argot de la calle, estaba empezando a tocarme los huevos.

Extraño en mí, comencé a sentir una ira descomunal. Necesitaba demostrar algo de hombría delante de Laura, que viese qué clase de machote se estaba perdiendo. Repasé sus piernas con el rabillo del ojo. Si no fallaba, era mía. Casi podía oler el éxito (eso, mal entendido, suena guarro). Me hice a la idea de que el tipo de la Berlingo sería el típico dominguero cagaprisas. Un Mauricio Colmenero de la calzada con mala baba. Un fantoche de los que luego se achantan. Así que, en segundos, urdí un plan infalible. Le iba a reprender al estilo barriobajero.

Me eché al carril central y, a la que venía el proyectil por la izquierda, enarbolé mi mano izquierda con el dedo corazón bien tieso y lo pegué con rabia a la ventanilla. «El de la Berlingo va a flipar», pensé con cara maligna. Pues no. Me cegó el odio y me tumbó la imprudencia. Había cometido un grave error. Imaginar, imaginé mucho, pero hubiese sido más fácil mirar bien por el retrovisor y ver quién era el conuctor de la furgoneta. No, tranquilos, no era su padre. Mucho peor. No era uno, sino dos… y qué dos. Fue verlos y comenzar a ‘manchar’, ya me entendéis. Se parecían al mítico René Higuita (porterazo excéntrico y espectacular), pero con cara de penalti en contra y expulsión.

Al ver mi osadía, empezaron a hacer aspavientos y a mover los labios con una rapidez tal que en ellos pude leer la palabra «puta» varias veces antes de que terminasen el adelantamiento. Al copiloto le faltó un pelo para meterse dentro del ‘Juaco’.

Cagado por dentro y firme por fuera, farfullé un poquito más para no dar síntomas de vulnerabilidad delante de Laura. «Me pasan y ya está», dije para mis adentros. ¡Ay qué ingenuo! Nada más pasarme se pusieron delante de mí y comenzaron a frenar. Uno de los Higuita se dio la vuelta y, mirándome, deslizó su pulgar de un lado a otro de su cuello. Para los menos amantes de las adivinanzas, amenazó con degollarme. Y Laurita que lo vió… «¿Para qué mierdas te metes con ellos?, ¿para qué mierdas te metes con ellos?, ¿para qué mieeeeeerdasssss?, ¡joder!, ¿para qué mieeeeeerdasssss?, ¡joder! ¿tú eres tonto o qué te pasa?». Yo había entendido el mensaje a la primera, pero ella no paraba de repetírmelo a gritos. Estaba desbordado. Ahora sí que estaba haciendo el ridículo. El corazón iba más rápido que el batería de Metallica y me estaba dando una bajada de tensión del copón.

Entramos dentro de uno de los túneles de la M-30 (los nuevos no, sino otro pequeñito que había para cambiar de carretera) y los Higuita seguían delante, como esperando un demarraje por mi parte para después ir a por mí. Pero yo ya estaba hundido. Ya había quedado como un imbécil y la opinión de mi adorada me la pasaba ya por el forro. Sólo quería sobrevivir. Si ellos frenaban, yo más. Monté una cola que ni os cuento y en cuanto vi que un coche hacía intención de meterse le dejé todo el hueco del mundo, como Timo Glock a Hamilton en la última carrera del mundial. Ya había metido un coche entre medias. Ahora sólo faltaba seguir rezagándose para perderse definitivamente entre las luces. Con esfuerzo y una destreza que a posteriori Laura no valoró, lo conseguí. Me salvé. Nos salvamos.

Aliviado, por un momento pensé que todo había acabado, pero lo que vino después fue casi peor que el fatídico desencuentro automovilístico. Quince minutos más el descuento (el atasco que hay siempre a la entrada del Kinépolis) escuchando lindezas del tipo «pero para qué te las das de lo que no eres», «si en el fondo eres un cagón», «vacilón», «fantasma», «yo te tenía por normal»… Y luego las risitas con la amiguita de los cojones, con perdón. Como si ella no hubiese pasado miedo.

A las pocas semanas le pedí salir, ya por quitármelo de encima, y me dijo que no. Que me veía como un amigo. Poco a poco fuimos perdiendo el contacto, pero siempre nos quedará el túnel de la M-30.

PD: Desde entonces cada vez que veo una Berlingo me acojono.

PD2: Aprendí que, aunque tengas razón, nunca debes dártelas de gallito, y menos si luego eres un mequetrefe. En el fondo, por muy macarras que fuesen los de la Berlingo, el que provocó la situación fui yo. Nunca más.