Pido perdón a los lectores que se han quejado amargamente porque este post vaya en dos partes y han jurado que no volverán a leer este blog (así que sospecho que estas disculpas se perderán como lágrimas en la lluvia). Seguro que si hubiera ido todo seguido, otros se habrían enfadado porque era largo, pero en cualquier caso, disculpas tramitadas.
Si se perdieron la primera parte de esta reflexión sobre el gintonic, no debieran. La tienen aquí y les ayudará a situarse. Lo habíamos dejado como en 2010.
En aquella época yo escribía que era más fácil encontrar 20 marcas de ginebra diferentes en el bar de cualquier gasolinera de España, que 10 en el club más posh de Londres. Todos teníamos un amigo, compañero de trabajo o cuñado, que se tenía por cinturón negro cuarto dan de gintonics y que nos daba chapas sobre los botánicos infusionados mientras vertía la tónica por una cuchara trenzada. Yo era uno de esos amigos/compañeros/cuñados, aunque eso sí, luego no echaba gilipolleces para estropear la copa. También he presenciado apasionantes debates sobre si se debía escribir gintonic, gin tonic o gin-tonic. El hype del gintonic invadió España, pero permitan que insista, invadió ESPAÑA. A nuestro país llegaban marcas de ginebra de todo el mundo, de un pueblo miserable de la campiña inglesa en el que nadie sabía ni que había una destilería, para intentar comerse un trozo del pastel. Y aquí las recibíamos con los brazos abiertos, mientras el resto del mundo permanecía ajeno a nuestra fiebre. Es cierto que algún erasmus de ese pueblo british miserable, probaba el spanish gintonic y se llevaba una botella de gin de vuelta a casa, pero en unos meses se le pasaba la fiebre y volvía a tomar pintas de Guinness calentorra.