Ser un inmaduro o vivir la vida que no tienes

Seguramente te habrá pasado. Habrás deseado tener dos o tres vidas. Habrás fantaseado sobre cómo sería cambiar de mujer, de marido, de ropa, de país. Quizás hayas querido dar siete vueltas de llave a tus deseos irracionales, guardarlos en un armario que siempre tiene la cerradura rota. No sirve de mucho, se escaparán y volverán a ti. No encuentro mejor manera de definirlo que El inmaduro, del poeta Manuel Vilas.

«Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid.
Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne.
Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.»

El boomerang de la indignación

El suntuoso sistema ecolítico que nos gobierna (económico+político) ha aplacado durante años las críticas de los ciudadanos, que jugaban con sus tiernas hipotecas sin preocuparse del gigante. Hace un tiempo, no demasiado, que esa ciudadanía se está quejando o «expresando el malestar», que es el eufemismo político para decir que ya se han despertado los lilliputienses. Son la mayoría, pero son muy pequeños. Después de dos años de recortes, estos enanos son conscientes de que su tamaño sí importaba y de que no tienen un plan. Se han dado cuenta de que los escalones del Congreso son demasiado altos y las piernecitas no les alcanzan. Que por mucho que griten su queja se agota y desfallece antes de llegar a un solo oído. Y ahí empieza la rueda de frustración y enfado.

Esa indignación es una queja líquida que ya alcanza las casas, las plazas, las webs, los tuits y las charlas entre pastores. Hay un runrún pastoso y negativo que nos está contagiando. Todos tenemos una opinión airada para todo. Todos somos economistas. Hay quien ve el fin del mundo, quien tiene la receta para el fin de la crisis y quien prevé el futuro, como el Premio Nobel Krugman, que abre la boca y nos pone a temblar. El Financial Times hace un editorial sobre España y le ponemos velas. Habla un ministro y a los 20 segundos ya sabemos qué rebatirle. Ahora que no hay casitas nos están haciendo jugar a ser ciudadanos indignados y libres. Nos dejan prender fuego a todo quizás con la secreta esperanza de que nos quememos. La indignación, como la innovación, no es un valor positivo en sí mismo. La hay buena y la hay mala. Para que sea una indignación positiva necesita reflexión y acción, como se ve en algunas asambleas o en algunas casas o en algunos libros, porque la sola indignación consume energía y se come el pensamiento. Hoy se habla mucho de detenciones, de policía, de porras. Y Gulliver se ríe a carcajadas.

 

Matar inmigrantes con el BOE

Doy clases de español a chicas africanas en una ONG. Creo que es por egoísmo, para sentirme mejor. Y ellas me dan clase de todo lo demás. Por ejemplo, me enseñan que «el hombre blanco tiene reloj pero nunca tiene tiempo» (con risas y codazos luego). También me han explicado por qué los negros tienen los dientes más blancos que los blancos: porque mastican todo el día la ramita de un árbol, porque no fuman, por lo general no beben y están acostumbrados a comer mucha fruta y pescado y poca carne. Me enseñan a bailar kuduro, aunque no les alcanzo el ritmo de cadera. A ser una groupie de Youssou N’dour y a tejer trencitas con el pelo, que te tienes que deshacer en tu lecho de muerte porque da mal fario. Sus hijos vienen a clase y guardan silencio. Es curioso, los niños negros lloran mucho menos que los blancos, quizás por economía del esfuerzo, porque no les va a servir de mucho. A cambio de mis clases de español ellas me han descubierto su profundo sentimiento de familia, que abarca a los amigos y a los hijos de los amigos. Me han enseñado dignidad y a no quejarme. A sentirme afortunada. Y avergonzada de un gobierno cínico y cruel que convierte el coste público de estas chicas y sus compatriotas en cromos para cambiar con Angela Merkel.

Para ahorrar, ellas y los inmigrantes que no cotizan se quedan sin sanidad gratuita, a excepción del parto, urgencias y pediatría. Antes ya se habían quedado sin trabajo, sin buenos colegios, sin pisos dignos, sin saber qué se siente al entrar en un restaurante, sin un buen abogado, sin contrato, sin la mochila de Spiderman y sin vacaciones. Seguirán aguantando, porque es mejor una mala vida aquí que una buena vida allá. Eso si nuestros políticos no acaban por matarlos de agotamiento y hambre. Ha vuelto Darwin en versión gore. Lo que estamos haciendo con el BOE es estrangularlos hasta que, superados por las circunstancias, se marchen o se mueran. Solo queda limitarles la educación y habremos acabado con ellos. Ya veréis entonces lo mucho que ahorramos.

Es lamentable que los gobiernos sigan obviando que tenemos en el cajón una factura por pagar: hemos arrasado sus continentes aprovechándonos de su ignorancia y no hemos movido un dedo para que puedan subsistir en sus países. Ahora que han venido a los nuestros nos molestan. Asegurarnos de que viven con un mínimo de dignidad no es cuestión de bondad, es una obligación moral. Por eso cuando me los cruzo no siento pena, sino una punzada de vergüenza.

PD: La ONG se llama Karibu (significa bienvenido). Pero hay cientos de ellas en las que puedes colaborar, con inmigrantes o con españoles. O con cualquiera que esté peor que tú.

Ilustración de Elena Gisbert de Elío, del colectivo Vira-lata.

Yo también disparo a los elefantes en África

He tenido la suerte, como el rey, de ver elefantes a menos de cinco metros en África. Ambos blanquitos, pagando, subidos a un todoterreno y con un negro local al volante que busca los bichos para satisfacción de turistas. Hasta ahí todo igual. Pero hemos hecho dos fotos muy distintas. En la del monarca se le ve cogiendo una escopeta como se coge un ramo de flores en una fiesta de la primavera. La ropa mogambo. El gesto orgulloso y sereno. A su derecha, un acompañante con bermudas minifalderas y camisa de Rambo. Relegada a un segundo plano, la bestia doblegada en su propia casa. La trompa cara a la pared, aplastada como la de los niños castigados por no comerse la cena. Los colmillos apuntando al cielo como quien estira la pata. Ridículo final para un hijo de la historia milenaria de África.

La foto que yo disparé es otra bien distinta. Una familia de elefantes (en la imagen, el macho más joven) nos cruzó por delante. No hay ramo de flores, ni Rambo, ni Clark Gable, ni salida de emergencia. Hay un silencio que te quema porque estás a merced de lo que ellos quieran hacer contigo. Eres minúsculo, irrelevante, aunque tengas un coche a gasolina y unos prismáticos de Media Markt. Solo se oye a las bestias y la sangre bombeando el corazón negro de África. Todo es salvaje e inasible.

Quizás mi elefante fue a parar a la foto del monarca por un capricho del destino. O sigue por ahí meciéndose con sus patitas de plomo. La moraleja no reside en el elefante, sino en las dos formas de encarar lo que nos supera: admirar su grandiosidad y emocionarnos ante nuestra propia pequeñez, o caminar hacia esa fuerza superior, increparla por encima del hombro y hacerla sucumbir bajo nuestros insignificantes pies.

PD: Malos tiempos para ser príncipe.

Cinco claves de un Rajoy a la fuga

Así como en el mundial de fútbol todos éramos Del Bosque y aprendimos de estrategias, de pases y de fueras de juego que comentábamos en los bares, hoy todos somos analistas económicos. Cada cual tiene su receta, sus culpables, sus dudas y acusaciones. Es raro que cualquier conversación banal no desemboque en un comentario preocupado sobre cómo se está haciendo, qué se debe hacer o qué están haciendo otros. Es raro no escuchar diversidad de opiniones y discusiones políticas y la palabra Merkel o Keynes como antes se escuchaban discusiones sobre el ladrillo, Letizia o Zapatero. Rajoy cometió ayer uno de los errores de comunicación política más graves desde que es presidente: en ese escenario tan complejo y tenso ha logrado poner de acuerdo a casi todo el mundo sobre su huida y su silencio.

1. Darse la vuelta y marcharse sin dar explicación es de mala educación. Es un pacto de convivencia básico.

2. Plantar a los periodistas es algo que enfada mucho… a los periodistas y poco a la gente, que cree que es la segunda peor profesión (por detrás de los políticos), según algunas encuestas.

3. Pero si no es plantar, sino que es huir de los periodistas, eso enfada a los periodistas… y aterra a los ciudadanos. Escapar connota desprecio, pero sobre todo significa miedo y debilidad.

4. Salir del Senado, esa prestigiosa casa del pueblo, de extranjis por el garaje te convierte en culpable de algo lo seas o no.

5. Esquivar la maraña de micros puede ser normal si eres la Pantoja, está en el imaginario colectivo. Pero si eres el presidente y los mercados te ha dado un revolcón porque no se creen los megarrecortes que acaban de laminar la esperanza de un país, no puedes dejar de dar un mensaje de tranquilidad si tienes la ocasión. Si no lo haces, todo el mundo pensará que es porque tienes algo que ocultar o porque no puedes decir la verdad y no quieres mentir.

A estas alturas nadie puede echarle la culpa a nadie de la crisis ni de que el capitalismo, aquel suflé reventón del horno del consumo, se haya arrugado como un pasa y se haya llevado por delante el trabajo, el dinero y la perspectiva de tantos. Por eso el grave e incomprensible error de Rajoy: cargar con todo eso a sus espaldas al dársela a los ciudadanos. Dar la imagen de sospechoso en su huida. Convertir su aterrador silencio en una maraña de dudas y debilidades.

Foto de Uly Martín, de El País

Un ataque de felicidad

La felicidad a veces te alcanza a traición. Te asalta y te araña el estómago con su garra de plumas. Por ejemplo, es un día normal, de esos que creemos -en nuestra vanidad occidental- que están bajo nuestra tutela. Estás en la ventana pensando en nada y de repente se asoma el sol por las costuras de las nubes y suena una ópera heroica al fondo y el puzzle de la vida baila un vals aleatorio y se encaja él solito sin que tú te empeñes. La gente y también los desconocidos te caen bien de pronto, los comprendes, les ayudarías si te lo pidieran. Entras en ellos a través de la llave que abre todas las puertas, la contraseña genética de quienes comparten el mismo tiempo y el mismo mundo. Hey brother. Las costillas se ensanchan y ahora cabe más aire para refrescarte por dentro. Los ojos supuran un agua con gas que les da un brillo efervescente. Los hombros dejan la posición de ataque y se relajan, alejándose de tus oídos, que ahora perciben el sol y el calor de sus mensajes mudos. Los párpados toman la iniciativa y se cierran para que puedas escucharte piel adentro. Te sacude un calambre de vida. Intentas agarrarlo, retenerlo, subirlo a facebook. Felicidades, eres feliz.

La infelicidad a veces te alcanza a traición. Te asalta y te muerde el estómago con su dentadura de alambres. Por ejemplo, es un día normal, de los que están bajo nuestra tutela. Es viernes y estás pensando en nada. Y sale el sol nadando entre nubes de tinta y suena una sonata limpia al fondo y de repente la vida se enmaraña y te ata los brazos y las piernas con una maroma de seda delicada y morbosa. Y tus pensamientos se tropiezan entre ellos, el futuro le echa la culpa al pasado, que te estorba el presente, que no ve futuro. Eres un pin indescifrable, un álgebra de noes. Tu cuerpo se pone en posición de combate. La campanilla se ensancha y corta el paso en el túnel de tu boca. Por tus sienes desfila un ejército de mariposas infelices. Felicidades, eres humano.

Ilustración de Elena Gisbert de Elío, del colectivo artístico Viralata.

 

Buscando el punto 3G

Mi primer móvil, un Alcatel con forma de habichuela, me lo regaló mi primer novio. Íbamos a hablar cuando quisiéramos, sin estirar el cable del fijo por debajo de las puertas a riesgo de descalabrar a quienes se iban tropezando por la casa con el hilo amoroso de la adolescencia. Íbamos a tener más libertad. Íbamos a estar más conectados, más unidos. Ahora ni tengo ese móvil ni tengo ese novio. Mi segundo teléfono fue un Nokia, me lo regaló mi segunda compañía telefónica. Fue mis oídos y mi boca durante una eternidad o lo que ahora entendemos por eternidad, unos cuatro años. Desde entonces, los avances han apretado la tecla de FFW y los hombres vamos a horcajadas del tiempo tecnológico, que es más veloz que el nuestro, porque no lleva cargas ni prejuicios ni está en el paro ni tiene miedo.

La tableta, internet, google o la relaciones online han alumbrado revoluciones, han conectado afectos, han mejorado sin duda nuestra vida. Y sin duda también han acelerado el tiempo, la impaciencia y la neurosis. Por eso si te dejas en casa el móvil, que es tu alter ego tecnológico, coges un taxi y corres a rescatarlo. Si te lo roban lloras porque te han dejado a oscuras. Es lo último que ves antes de acostarte y lo primero al levantarte. Si te lo pilla tu marido, estás perdida (llamadas, mensajes, whatsapps, correos, facebook, twitter, instragram, tumblr, viber… toda una arquitectura delatora de intimidades). De repente no es de mala educación estar absorto en una pantalla mientras habla tu jefe en una reunión de trabajo ni contestar a tu prima mientras tu madre te dice que tiene cáncer. Ahora hablas poco con palabras y mucho con los dedos. Y de pronto es normal que alguien llame a la guardia civil si estás un día sin cobertura. En esta nueva lógica del tiempo, piensas que a tu hermano le ha pasado algo si le mandas un mensaje por la mañana y hasta la noche no contesta (me tenías preocupado). Porque ahora las preocupaciones llegan antes y los afectos son más instantáneos (¿por qué no contesta?), y miras más al móvil porque hace un siglo (o dos horas) que no te llama nadie, porque no hay ding, ni ring ni bip ni mucho menos ring ring (¿se habrá estropeado?). Tenemos más prisa y nuestra poca paciencia se agota antes. Lo queremos aquí y ahora. Ya. El amor eterno es a un mes vista. Y así seguimos los seres humanos, galopando el tiempo de las máquinas, acelerando los minutos vitales, llamando antes de tiempo a la frustración y la soledad (no hay peor soledad que la compartida y conectada con un mundo ancho y ajeno).

Es el coste de avanzar, esa pulsión enriquecedora, humana e inevitable. Querer mejorar es honroso. Lástima que, como dice la canción, busquemos la luz como polillas para acabar dando vueltas a una bombilla.

Ilustración de Vira-lata

¿Eres hombre, mujer o mujembre?

En algunas de las guarderías más pijas y revolucionarias de Estocolmo los profesores ya no se dirigen a los niños usando el género masculino o femenino. Ahora usan una palabra neutra, una especie de «ello», para dirigirse a todos (con perdón por lo de todos) por igual. Con esta estrambótica idea pretenden que cada «sujeto» o «sujeta» o «sujet» desarrolle sus características personales sin estar predeterminado por el lenguaje ni el prejuicio. Que no pertenezca a un grupo, ni siquiera gramatical. Es verdad que el lenguaje es importante: lo que no se nombra no existe, excepto en el Macondo de García Márquez, cuando el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Es un error identificar el sexo (de las personas) con el género (de las palabras, que no entienden de diferencias salariales ni lavadoras). Así lo critica la RAE en un informe en el que habla de fundamentalismos en el lenguaje no sexista.

Pero hay una cuestión primordial y primera: ¿Existen solo hombres y mujeres? ¿Pueden atribuirse cualidades cerradas con candado a cada grupo? Quizás seamos tan distintos como dicen, pero es innegable que compartimos algo fundamental: nuestros sexos flotan entre estereotipos. Es mentira que las mujeres seamos malas con otras mujeres. He visto ataques de carnero entre señores entrajetados. O que seamos más complicadas. Seguro que conoces ovillos más facilones que algunos hombres. Ni somos más inteligentes o pragmáticas. Las neuronas no tienen genitales. Habrás oído que ellos no saben vivir solos. No solo saben, sino que a algunos les encanta. Los hombres piensan mucho en el sexo y las mujeres… también. Ellos no son más infieles que ellas. Para que ellos lo sean necesitan a alguien encima o debajo. Tampoco somos más ordenadas (solo hay que ver mi mesa, o lo que queda de ella). Y tampoco es verdad que los hombres vayan «más de frente». Todos tenemos un perfil y una esquina por la que esquinarnos.

Usamos ese código de supuestas diferencias entre hombres y  mujeres para sentirnos integrados en nuestro grupo, el que nos haya tocado, porque eso permite hacer pandilla y frente a los ataques maliciosos. Y contar chistes o chascarrillos a la hora del café para morirte de risa. En cualquier caso, yo añadiría como poco un nuevo grupo: los mujembres. Los mixtos. Las mujeres que llevan medias de seda y las riendas. Hombres sensibles que no quieren que les cuiden. Chicas directas. Hombres retorcidos. O quizás todos somos mixtos. O quizás todo es mentira. Y somos algo cobardes, y simplemente nos refugiamos en nuestras diferencias para no tener que entendernos.

Fragmento de la acuarela ‘Una relación naturalizada’, de Hombre Sin Cabeza

PD: Sígueme en twitter, si quieres, @raquelejerique

 

Lo que tienen en común empleados y empresarios

Media España, que es un país de pymes, suspira tranquila con la reforma (o derribo y construcción) laboral. Más de media gruñe porque se ha destejido el abrigo de los derechos laborales, un abrigo que se ha convertido en una sabanita de lino fino. Este país se ha quebrado en dos desde el viernes, cuando se aprobó la nueva ley: la España que contrata y la que es contratada. Irreconciliable.

Ahora hay que elegir sobre si estás a favor o en contra. Si eres empresario te sentirás liberado y te darán ganas de besar a Rajoy, en los labios si hace falta. Podrás «prescindir» (ya no se «despide») de X, que está antiguo, resabiado y es un punto jeta. Y entonces contratarás a Z, recién licenciado, por el que te darán ayudas y podrás pagarle poco. Además, Z acatará tus «instrucciones» (ahora tampoco se dan «órdenes») con la alegría brincante de los corzos. Respirarás tranquilo, porque ya puedes ajustar el tamaño de tu plantilla a tu escueta producción sin arruinarte. Y podrás poner en su sitio aquellos salarios de los 80-90, desfasados al alza, de cuando nos creíamos ricos. Pensarás que ya era hora de que se  despojara de la coraza protectora a los blindados y abusones. Si eres trabajador pensarás en los derechos que le van a quedar a tus hijos, por cuánto dinero trabajarán y con qué seguridad. Quizás te sientas más o menos seguro porque tu jefe es un tipo profesional y razonable y lleva bien la empresa y le caes bien. Si no es así, solo podrás echar mano de la plegaria si eres creyente o de la confianza en el futuro si eres ateo. Es lo malo de esta reforma, protege al empresario de los malos trabajadores, pero no a los trabajadores de los malos empresarios.

Sin embargo, empresarios y empleados tienen algo en común muy importante: ningún bando habla de empleo, sino de despido. Tampoco se menciona ya la inversión, sino los recortes. Nadie nombra la innovación (¡loco!, ¡utópico!) sino la parálisis. Eso es lo peor de la reforma laboral: constata en el BOE la resignación de un país y sus bandos, que discuten sobre cómo limar, que ya no piensan en cómo construir. Lo siento, pero estemos en el bando que estemos, hemos perdido.

Sígueme en twitter (si quieres) @raquelejerique

 

Salgo del armario: soy valenciana

He decidido salir del armario: soy valenciana. No lo digo con especial orgullo. Ahora menos que nunca. De hecho empieza a formar parte de mis antecedentes sociales. Es curioso, porque antes decía «soy de Valencia» y se me colgaban de la chepa un coro de exclamaciones: «¡Qué bonita está Valencia!», «¡cómo ha cambiado!». Nunca lo negué del todo por no parecer desarraigada. Pero nunca lo entendí del todo. Ahora la exclamación se ha vuelto interrogación: «Pero… ¿Qué está pasando en Valencia?».

Pasa que hubo un tiempo que la Comunidad Valenciana exportaba muebles, textil, calzado y la fruta dorada (la naranja). Fue justamente cuando se marchitó toda esta industria cuando se gestó «La nueva Valencia». Cuando dejamos de exportar cosas para pasar a exportar ideas, aspiraciones y eslóganes que colaron dentro y fuera: «Somos la comunidad milagro». Nunca antes se habían cambiado tantas mulas por mercedes. Muchos valencianos se hicieron millonarios con terrenos de la costa. Esas tierras fueron las que se atrangantaron durante más de una década con cimientos como puños, estacas para levantar brillantes complejos hoteleros, casas, pisos, parques temáticos o bungalows regados por verdes campos de golf.

Los millones resbalaron por toda la Comunidad, que es estrecha y por tanto es básicamente costa, y ese clímax se alcanzó con el PP en el poder. Quizás de ahí que se le vote tanto. Empezamos a tener un hueco en el mapa y los telediarios. Y desde fuera empezaron a escuchar nuestro nombre (ahí empezó el «¡Qué bonita está Valencia!»). Y salió el orgullo patrio, y nuestros políticos tenían tan cerca el dinero, y sobraba tanto, y eran los artífices de ese pequeño milagro, y estaban tan morenos, y eran tan guapos. A Zaplana le llamaban «el jefe». A Camps en sus últimos tiempos «el rey sol». A Fabra «el cacique». Se repartían ayudas a sindicatos, asociaciones de empresarios y medios de comunicación. Había dinero para pagar cualquier ronda. Se hacían ciudades de la luz (que luego han sido un fiasco), de las artes, de las ciencias (con 600 millones de sobrecoste), parques temáticos como Terra Mítica (que hubo que vender y que fue demandado por decenas de propietarios expropiados), museos vacíos, circuitos de quita y pon, puertos de vela para pijos… Muchos valencianos asistían atónitos a esas juergas. Otros lloraban de orgullo. Puertas afuera solo trascendía la maravillosa revolución valenciana. Era casi todo mentira. Os engañaron.

Pues eso es lo que le está pasando a la Comunidad Valenciana.Nada nuevo que no conozca el que es de allí. Solo que ahora el enfermo empieza a manifestar síntomas de una enfermedad (el despilfarro y el descontrol) contraída hace tiempo y ahora se entera toda España. Simplemente está regurgitando la porquería moral con la que se abonó de dinero esa comunidad, en la que no hace falta que te molestes en buscar un pueblo con encanto en la costa. No lo hay. La culpa no es nuestra, es de nuestros líderes, tan cutres, tan horteras. Pero en cierta manera sí somos corresponsables por habernos dejado hipnotizar.

La absolución de Camps es el tema hoy. Sus trajes son un botón de la muestra. Es el último capítulo de escándalos valencianos: caso Fabra, caso Brugal, caso Gürtel… Pero hay otro que tiene temblando a los capos del PP allí y que está a punto de estallar. Se llama Emarsa. Al tiempo.

Sígueme en twitter (si quieres): @raquelejerique