Escribir es una mezcla de exhibicionismo y pudor, de orgullo y pánico. Enciendes la pantalla del ordenador, miras fijamente a la hoja en blanco. Ella te mira también a ti, inmaculada, incorrupta, burlona. Empiezas a mancharla con tinta electrónica. Borras («vaya chorrada»). Tiras del hilo de tu memoria e intentas sacar por la boca algo que le interese al mundo. Lo vomitas. Ahora palpita sobre la mesa. Limpias la idea, la sierras por la mitad, la envuelves. Piensas de pronto en tu madre y borras la palabra «polvo». Esa idea que salió de mi cerebro será leída por ti, entrará a tu cerebro y conectará con tus propias ideas. Si resulta que las tuyas y las mías son similares pondrás un «me gusta» y se te removerá el corazón. Si no te interesa, cerrarás mi blog o quizás pongas un comentario crítico. Es pura magia que algo suceda entre mi yo de ahora que teclea y tu luego que lee, en la oficina, en casa, en un parque.
También sucede cuando escribes que, en lugar de rebuscar en tu cabeza, tiras del hilo que está en tu estómago para sacar una sensación olvidada (viven todas entre tripas). Sale por tu ombligo, ese órgano muerto gracias al que estás vivo. Ese recuerdo huele a infancia, o a juventud o a pasado. Quizás de tanto recordarlo pierde la línea y se convierte en borroso. A veces los recuerdos se gastan si los usas mucho. Lo destilas e intentas convertirlo en un sentimiento universal. Casi todos lo son: todos nos creemos singulares, todos tenemos miedos, todos queremos querer. Lo pones en negro sobre blanco. Pero ahí en la pantalla es inodoro, indoloro. Serán las palabras que entrarán por tus ojos las que formarán en tu estómago una sopa de letras amarga, o dulce, o insípida, según mi yo ahora escribiendo y tu luego leyendo tengamos o no química y un pasado común. Según si esa sensación te recuerda a aquel verano en Mallorca, a tu padre fallecido, a tu primer amor o te dice «no signal».
A veces sucede que tiras del hilo y sale un agujero.