Archivo de septiembre, 2011

El hilo que me une a ti

Escribir es una mezcla de exhibicionismo y pudor, de orgullo y pánico. Enciendes la pantalla del ordenador, miras fijamente a la hoja en blanco. Ella te mira también a ti, inmaculada, incorrupta, burlona. Empiezas a mancharla con tinta electrónica. Borras («vaya chorrada»). Tiras del hilo de tu memoria e intentas sacar por la boca algo que le interese al mundo. Lo vomitas. Ahora palpita sobre la mesa. Limpias la idea, la sierras por la mitad, la envuelves. Piensas de pronto en tu madre y borras la palabra «polvo». Esa idea que salió de mi cerebro será leída por ti, entrará a tu cerebro y conectará con tus propias ideas. Si resulta que las tuyas y las mías son similares pondrás un «me gusta» y se te removerá el corazón. Si no te interesa, cerrarás mi blog o quizás pongas un comentario crítico. Es pura magia que algo suceda entre mi yo de ahora que teclea y tu luego que lee, en la oficina, en casa, en un parque.

También sucede cuando escribes que, en lugar de rebuscar en tu cabeza, tiras del hilo que está en tu estómago para sacar una sensación olvidada (viven todas entre tripas). Sale por tu ombligo, ese órgano muerto gracias al que estás vivo. Ese recuerdo huele a infancia, o a juventud o a pasado. Quizás de tanto recordarlo pierde la línea y se convierte en borroso. A veces los recuerdos se gastan si los usas mucho. Lo destilas e intentas convertirlo en un sentimiento universal. Casi todos lo son: todos nos creemos singulares, todos tenemos miedos, todos queremos querer. Lo pones en negro sobre blanco. Pero ahí en la pantalla es inodoro, indoloro. Serán las palabras que entrarán por tus ojos las que formarán en tu estómago una sopa de letras amarga, o dulce, o insípida, según mi yo ahora escribiendo y tu luego leyendo tengamos o no química y un pasado común. Según si esa sensación te recuerda a aquel verano en Mallorca, a tu padre fallecido, a tu primer amor o te dice «no signal».

A veces sucede que tiras del hilo y sale un agujero.

Bienvenido a la vida

Es la habitación 427, cuarta planta a la derecha. Ella, brillante y clara, nos mira desde la cama y da un respingo: “¡Sois las primeras!”. Se ríe, se ilumina, sangra por donde la vida se abrió paso. Se deshace de la anestesia con paciencia, se remueve con quejidos leves. En la 427, con su sofá verdísimo, el único rastro de un niño es un camisón manchado. “Me lo han quitado…”, como quien denuncia resignada un atraco a mano armada, una puñalada de bisturí trapera. Un paquete de envío exprés reposa en la mesa con el cordón umbilical milagroso que quizás sirva en el futuro. A partir de ahora importa mucho el futuro. Llega un niño dando un traspié, de la mano de un perro inerte. Salió hace dos años del mismo vientre dolorido. Ella se vuelve a iluminar, y los brazos se quedan pequeños para el hambre que hay de abrazos. Y la cama es demasiado alta, y los goteros son cadenas que le impiden abalanzarse hacia el niño, tan ajeno a un hospital, a la sangre o a la palabra hermano.

Mientras, él espera novísimo, sin estrenar, en la primera planta, en una urna transparente. Su madre, tres pisos más arriba, se pinta la raya del ojo amarrada al estandarte del gotero y con la ilusión de que lleguen las siete. La dejarán tocarlo, verlo, una aspiración tan primaria entre un despliegue logístico de vendas, cambiadores, toallas y compresas. Las siete. La habitación 427 se queda vacía y una procesión de afectos coge el ascensor rumbo a una pecera higiénica, instalada para que los espectadores adultos no contaminen con sus manías y decepciones la vida que empieza. Afuera, un grupo de familiares espera noticias, a quién se parece, cuándo lo liberan, si es rubio o moreno… Y se intercalan las quinielas con anécdotas del verano, o de trabajo, o con presentaciones afectuosas de quienes no se conocen pero se quieren por el simple hecho casual de tener queridos en común. Es tarde, y adiós y gracias y enhorabuena y nos vemos y nos llamamos y…  Llega un ascensor, salimos a la avenida a coger un taxi que tiene puesta una emisora que brama contra los mercados que deprimen a unas Bolsas que hacen perder millones a unos brokers que juegan al parchís con unas empresas que pagan el pato con sus empleados. Una cadena invisible e inútil en la habitación 427, ajena a tanta irrelevancia, impermeable al caos, porque allí empieza una vida. Única. Bienvenido.