Archivo de marzo, 2012

Buscando el punto 3G

Mi primer móvil, un Alcatel con forma de habichuela, me lo regaló mi primer novio. Íbamos a hablar cuando quisiéramos, sin estirar el cable del fijo por debajo de las puertas a riesgo de descalabrar a quienes se iban tropezando por la casa con el hilo amoroso de la adolescencia. Íbamos a tener más libertad. Íbamos a estar más conectados, más unidos. Ahora ni tengo ese móvil ni tengo ese novio. Mi segundo teléfono fue un Nokia, me lo regaló mi segunda compañía telefónica. Fue mis oídos y mi boca durante una eternidad o lo que ahora entendemos por eternidad, unos cuatro años. Desde entonces, los avances han apretado la tecla de FFW y los hombres vamos a horcajadas del tiempo tecnológico, que es más veloz que el nuestro, porque no lleva cargas ni prejuicios ni está en el paro ni tiene miedo.

La tableta, internet, google o la relaciones online han alumbrado revoluciones, han conectado afectos, han mejorado sin duda nuestra vida. Y sin duda también han acelerado el tiempo, la impaciencia y la neurosis. Por eso si te dejas en casa el móvil, que es tu alter ego tecnológico, coges un taxi y corres a rescatarlo. Si te lo roban lloras porque te han dejado a oscuras. Es lo último que ves antes de acostarte y lo primero al levantarte. Si te lo pilla tu marido, estás perdida (llamadas, mensajes, whatsapps, correos, facebook, twitter, instragram, tumblr, viber… toda una arquitectura delatora de intimidades). De repente no es de mala educación estar absorto en una pantalla mientras habla tu jefe en una reunión de trabajo ni contestar a tu prima mientras tu madre te dice que tiene cáncer. Ahora hablas poco con palabras y mucho con los dedos. Y de pronto es normal que alguien llame a la guardia civil si estás un día sin cobertura. En esta nueva lógica del tiempo, piensas que a tu hermano le ha pasado algo si le mandas un mensaje por la mañana y hasta la noche no contesta (me tenías preocupado). Porque ahora las preocupaciones llegan antes y los afectos son más instantáneos (¿por qué no contesta?), y miras más al móvil porque hace un siglo (o dos horas) que no te llama nadie, porque no hay ding, ni ring ni bip ni mucho menos ring ring (¿se habrá estropeado?). Tenemos más prisa y nuestra poca paciencia se agota antes. Lo queremos aquí y ahora. Ya. El amor eterno es a un mes vista. Y así seguimos los seres humanos, galopando el tiempo de las máquinas, acelerando los minutos vitales, llamando antes de tiempo a la frustración y la soledad (no hay peor soledad que la compartida y conectada con un mundo ancho y ajeno).

Es el coste de avanzar, esa pulsión enriquecedora, humana e inevitable. Querer mejorar es honroso. Lástima que, como dice la canción, busquemos la luz como polillas para acabar dando vueltas a una bombilla.

Ilustración de Vira-lata

¿Eres hombre, mujer o mujembre?

En algunas de las guarderías más pijas y revolucionarias de Estocolmo los profesores ya no se dirigen a los niños usando el género masculino o femenino. Ahora usan una palabra neutra, una especie de «ello», para dirigirse a todos (con perdón por lo de todos) por igual. Con esta estrambótica idea pretenden que cada «sujeto» o «sujeta» o «sujet» desarrolle sus características personales sin estar predeterminado por el lenguaje ni el prejuicio. Que no pertenezca a un grupo, ni siquiera gramatical. Es verdad que el lenguaje es importante: lo que no se nombra no existe, excepto en el Macondo de García Márquez, cuando el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Es un error identificar el sexo (de las personas) con el género (de las palabras, que no entienden de diferencias salariales ni lavadoras). Así lo critica la RAE en un informe en el que habla de fundamentalismos en el lenguaje no sexista.

Pero hay una cuestión primordial y primera: ¿Existen solo hombres y mujeres? ¿Pueden atribuirse cualidades cerradas con candado a cada grupo? Quizás seamos tan distintos como dicen, pero es innegable que compartimos algo fundamental: nuestros sexos flotan entre estereotipos. Es mentira que las mujeres seamos malas con otras mujeres. He visto ataques de carnero entre señores entrajetados. O que seamos más complicadas. Seguro que conoces ovillos más facilones que algunos hombres. Ni somos más inteligentes o pragmáticas. Las neuronas no tienen genitales. Habrás oído que ellos no saben vivir solos. No solo saben, sino que a algunos les encanta. Los hombres piensan mucho en el sexo y las mujeres… también. Ellos no son más infieles que ellas. Para que ellos lo sean necesitan a alguien encima o debajo. Tampoco somos más ordenadas (solo hay que ver mi mesa, o lo que queda de ella). Y tampoco es verdad que los hombres vayan «más de frente». Todos tenemos un perfil y una esquina por la que esquinarnos.

Usamos ese código de supuestas diferencias entre hombres y  mujeres para sentirnos integrados en nuestro grupo, el que nos haya tocado, porque eso permite hacer pandilla y frente a los ataques maliciosos. Y contar chistes o chascarrillos a la hora del café para morirte de risa. En cualquier caso, yo añadiría como poco un nuevo grupo: los mujembres. Los mixtos. Las mujeres que llevan medias de seda y las riendas. Hombres sensibles que no quieren que les cuiden. Chicas directas. Hombres retorcidos. O quizás todos somos mixtos. O quizás todo es mentira. Y somos algo cobardes, y simplemente nos refugiamos en nuestras diferencias para no tener que entendernos.

Fragmento de la acuarela ‘Una relación naturalizada’, de Hombre Sin Cabeza

PD: Sígueme en twitter, si quieres, @raquelejerique