Mi primer móvil, un Alcatel con forma de habichuela, me lo regaló mi primer novio. Íbamos a hablar cuando quisiéramos, sin estirar el cable del fijo por debajo de las puertas a riesgo de descalabrar a quienes se iban tropezando por la casa con el hilo amoroso de la adolescencia. Íbamos a tener más libertad. Íbamos a estar más conectados, más unidos. Ahora ni tengo ese móvil ni tengo ese novio. Mi segundo teléfono fue un Nokia, me lo regaló mi segunda compañía telefónica. Fue mis oídos y mi boca durante una eternidad o lo que ahora entendemos por eternidad, unos cuatro años. Desde entonces, los avances han apretado la tecla de FFW y los hombres vamos a horcajadas del tiempo tecnológico, que es más veloz que el nuestro, porque no lleva cargas ni prejuicios ni está en el paro ni tiene miedo.
La tableta, internet, google o la relaciones online han alumbrado revoluciones, han conectado afectos, han mejorado sin duda nuestra vida. Y sin duda también han acelerado el tiempo, la impaciencia y la neurosis. Por eso si te dejas en casa el móvil, que es tu alter ego tecnológico, coges un taxi y corres a rescatarlo. Si te lo roban lloras porque te han dejado a oscuras. Es lo último que ves antes de acostarte y lo primero al levantarte. Si te lo pilla tu marido, estás perdida (llamadas, mensajes, whatsapps, correos, facebook, twitter, instragram, tumblr, viber… toda una arquitectura delatora de intimidades). De repente no es de mala educación estar absorto en una pantalla mientras habla tu jefe en una reunión de trabajo ni contestar a tu prima mientras tu madre te dice que tiene cáncer. Ahora hablas poco con palabras y mucho con los dedos. Y de pronto es normal que alguien llame a la guardia civil si estás un día sin cobertura. En esta nueva lógica del tiempo, piensas que a tu hermano le ha pasado algo si le mandas un mensaje por la mañana y hasta la noche no contesta (me tenías preocupado). Porque ahora las preocupaciones llegan antes y los afectos son más instantáneos (¿por qué no contesta?), y miras más al móvil porque hace un siglo (o dos horas) que no te llama nadie, porque no hay ding, ni ring ni bip ni mucho menos ring ring (¿se habrá estropeado?). Tenemos más prisa y nuestra poca paciencia se agota antes. Lo queremos aquí y ahora. Ya. El amor eterno es a un mes vista. Y así seguimos los seres humanos, galopando el tiempo de las máquinas, acelerando los minutos vitales, llamando antes de tiempo a la frustración y la soledad (no hay peor soledad que la compartida y conectada con un mundo ancho y ajeno).
Es el coste de avanzar, esa pulsión enriquecedora, humana e inevitable. Querer mejorar es honroso. Lástima que, como dice la canción, busquemos la luz como polillas para acabar dando vueltas a una bombilla.
Ilustración de Vira-lata