La decisión que te cambia la vida

El capitán del Costa Concordia se dejó el casco en la gatera por tener un detalle con el maitre, dice Corriere della Sera. Al parecer, este empleado del restaurante es de Giglio y el capitán quiso así hacerle un imprudente homenaje, pasándole por los ojos su isla de nacimiento. Al final fue la vida de todos los pasajeros la que pasó por el filo de la muerte, dejando a los vivos para siempre una náusea marina y a los muertos, un fin absurdo, durante unas vacaciones seguras con piscina, cena del capitán, rocódromo o piano bar surcando las aguas.

Nos pasamos la vida tomando grandes decisiones y casi siempre son las pequeñas las que nos cambian la vida. Que el capitán de un barco pierda las precauciones para aparecer como un buen tipo ante su tripulación. Que tuvieras unas vacaciones inesperadas porque te tocó trabajar en agosto y decidieras matar de envidia a tus amigos yéndote de crucero en pleno enero. Que estuvieras alojado en babor o estribor cuando el ordenador repartió aleatoriamente los camarotes. Que seas fuerte o cojo. Al final todo acaba conectándose a nuestras espaldas, y nuestra vida es así y no de otra manera no porque lo hayamos decidido tras un excel de pros y contras. Nuestra vida es así y estamos vivos como saldo de una suma caprichosa: la de nuestras pequeñas decisiones, esas que nos toman un instante, en coalición con las pequeñas voluntades de los otros.

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Foto, posdata y comparación odiosa: En septiembre naufragó un barco en la isla africana de Zanzíbar. Tenía capacidad para 600 pasajeros. Llevaba a bordo 800. Murieron 240 personas. Allí no son las pequeñas casualidades las que te cambian la vida. Allí la vida está sujeta a cualquier pequeña casualidad.

La foto trucada del funeral del «querido líder»

 

Los funerales por la muerte del «querido líder» Kim Jong-il dejan imágenes sorprendentes, tanto las que se han tomado a pie de calle como desde el aire. Hemos visto primeros planos de lindas coreanas bien vestidas que lloraban sacudidas por hipos y ayes. Sus bocas onduladas, las lágrimas bailando por el filo de sus ojos achatados. Parecen actrices, con sus mullidos abrigos nuevos. O groupies de los Rolling Stones. O unas frikis adictas a la dictadura. Visto desde el aire, el gran funeral te recorre de frío la espalda por la exageración de símbolos, la orgía de banderas y fotos, esos ríos de cuerpos formando hileras negras sobre la nieve muda. En cualquier caso, da igual si lo vemos desde arriba o abajo, porque estamos viendo una mentira. Así que da igual si te da risa o pena. Por ejemplo, si te fijas en las dos fotos verás que hay una diferencia entre la primera, la verdadera, y la segunda, editada y enviada por la agencia oficial de noticias norcoreana a través de Reuters, que ha alertado de la manipulación. En la primera, un grupo de gente, junto a lo que parece una cámara, observan desde la izquierda la comitiva fúnebre. En la segunda han sido borrados. Porque molestaban, porque en vez de una cámara es un arma o porque el director de este gran teatro quiso manipular la foto para que ningún humano rompiera las filas que el sistema había previsto.

Yo imagino otra foto, suponiendo que los norcoreanos tuvieran derecho a opinar, viajar, escribir o leer. Se ve el gran edificio al fondo, un cubo de poder como un corazón helado. Y se ve un coche fúnebre llevando a lomos una foto exagerada. Una cara enorme y sin cuerpo, una sonrisa ridícula avanzando sola por una enorme llanura blanca y vacía.

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¿Quién es el cómplice necesario de Iñaki (I) El Abusador?

La Casa Real reconoce, con todas las letras, que sabía desde 2006 que la actividad de Urdangarin era poco clara. Es más, presume de que el propio Rey Juan Carlos puso en marcha la investigación y, en lugar de denunciarlo a la Justicia como es la obligación de quien conoce un posible delito, más aún si eres el jefe del Estado, mandó lejos a los Duques de Palma. A Washington. La medieval práctica de la tierra de por medio. Pero es más, tres años tardaron los Duques en hacerle caso. Tres años durante los que siguió haciendo caja y negocio sin que pasara ‘realmente’ nada. Poca autoridad parece tener el propio Rey sobre los Duques. Pocas dudas quedan ya sobre si la Infanta estaba al tanto. Aparte de la nefasta gestión de la crisis, que le va a costar la ya maltrecha fama a la monarquía y la confianza en los sucesores, hay otro protagonista del que se habla poco: el cómplice necesario.

Hay algunas empresas privadas que, seducidas por el olor del latir de la sangre azul, pagaron a Urdangarin por nada o casi nada. Puede ser un error, o una paletada cortesana. Tendrán que rendirles cuentas a sus consejos de administración. Pero, ¿quién va a dar cuentas a los contribuyentes, que sin querer y sin saberlo, también han pagado al yerno del Rey? Se sabe que le pagaron las administraciones de Baleares, Valencia y Madrid. De momento, no dicen nada ni se disculpan. Si se quedó dinero público, ¿no tendrá que devolverlo? Si se lo dieron alegremente nuestros políticos «por ser vos quien sois», ¿no tendrán que darnos una explicación de esa mala gestión? Para que alguien abuse, ¿no debe haber alguien que deje que abusen de él o del dinero que gestiona? ¿Quién es más culpable, el que pide o el que consiente dar?

 

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Las mentiras de Camps

Camps dijo ayer en el juicio que tenía una relación de «cordialidad» con El Bigotes, que lo conoció en 2002 y que recibió regalos, un reloj para su mujer y una pulsera de cuero con una medalla para su hija, pero que los devolvió. En mayo de 2009 había dicho en las Cortes Valencianas que «no hay regalo alguno» y aseguró no tener «ninguna relación» con las personas de la trama ‘Gürtel. El Camps que hablaba por teléfono en las navidades de 2008, y cuya conversación quedó transcrita en el informe policial, decía «amiguito del alma» y «te quiero un huevo» al mismo Álvaro Pérez con su mismo bigote. Ayer por cierto lo tuvo que escuchar de nuevo en la sala. Así que hay tres Camps: el de 2008 al teléfono, el de 2009 declarando en las Cortes Valencianas y el de 2011 ante el juez.

Empieza a haber demasiados Camps para una sola verdad. La Campísima Trinidad. Me cuentan que cuando saltó el caso, algún colaborador muy cercano le recomendó que admitiera que había recibido regalos, pero él se negó y continuó haciendo grande el ovillo, enredándose él mismo. Nunca contestó directamente, de frente, a las preguntas. Empezó su estrategia de apelar a la senyera (la bandera valenciana), a la confianza, a la valencianía, poniendo a la patria como escudo para esquivar preguntas de la oposición y prohibiéndolas a los periodistas.

El juicio acaba de empezar y no sabemos aún si es culpable o inocente, eso se sabrá antes de Nochebuena. Lo que sí sabemos desde hoy es que mintió en las Cortes Valencianas en 2009. O eso, o le está mintiendo ahora al juez.

Ganas de tener ganas

España es un país de pocos emprendedores. No fabrica. Cada vez inventa menos. Está yermo de aventureros. Los que hay, hacen las maletas. El paro ha venido a agravar el problema. Lo malo a corto plazo son los casi 5 millones de parados. Y la verdadera amenaza a medio plazo es que se instale para siempre la filosofía de ‘pies quietos’, por el miedo que recorre las espinas dorsales de los desempleados, pero también la de los empleados. O la médula de los estudiantes que buscan un futuro cálido, acogotados por el temor a que la caprichosa varita del paro les roce: de ahí que haya una legión de jóvenes que desde 2008 se refugian en academias de oposición como un puerto donde reparar sus cascos, que aún no se han estrenado en el mar.

Dicen que las crisis son las piscifactorías de movimientos creativos, de emprendedores, ideas, de renovación moral. Yo creo que es todo lo contrario: son unas orejeras que te señalan un único camino, el de la seguridad, que es uno de los impulsos humanos más antiguos, dejando en sombra el paisaje de las ambiciones, las ideas locas, los proyectos arriesgados y las pulsiones. Es la seguridad económica la que nos da libertad. Para montar un negocio o meterte en un lío. Es la que te permite fracasar. La necesidad de un salario está reñida con asumir riesgos. La necesidad imperiosa de seguridad está casada con la resignación.

Es tiempo de llegar a fin de mes. Pero quiero recordar las palabras del estadista americano Dean Alfange, que el actor Peter O’Toole recitaba de corrido cada vez que los vapores del bourbon le refrescaban la memoria:

Opto por no ser un hombre común…, es mi derecho ser singular, si puedo… Busco la oportunidad, no la seguridad… Quiero correr el riesgo intencionado; soñar y construir, fracasar y triunfar…, negarme a cambiar el incentivo por un nimio subsidio… Prefiero los retos de la vida a la existencia asegurada, la emoción de realizar una ambición a la calma sosa de la utopía.

No pretende ser una solución, incluso leído aquí y ahora parece trasnochado. Es solo un recordatorio, para que no se te quiten las ganas de tener ganas.

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Muerte de azulgrana

A unos 8.000 kilómetros de España, en Yemen, los ciudadanos siguen intentando librarse del pegajoso presidente Saleh, que lleva 33 años gobernando. Es el país más pobre en la península arábiga, que es la de los más ricos, lo cual es un doble castigo: el progreso y el dinero pasan por delante de tus fronteras y ni los hueles. Hay 23 millones de personas y la mitad vive con dos dólares al día. Saleh lleva desde que le sorprendió la primavera árabe, a la que otros llaman simplemente la gran subida del pan, intentando controlar la presión de la olla, abriendo y cerrando válvulas como un alquimista sobón. 

El jueves hubo una manifestación de opositores a Saleh, que va a ceder (?) el poder al vicepresidente y a cambio se quiere blindar con una clásula de inmunidad. Él sabrá por qué. Antes quiso cambiar la ley para gobernar de por vida y también colocar de presidente a su hijo, por sus (co)genes. En esa protesta el ejército abrió fuego. Mató a los cinco yemeníes de la foto. Al joven de la izquierda la muerte le sorprendió con la camiseta del Barça. La misma que se puso para gritar un gol de Messi mientras nosotros, a 8.000 kilómetros, lo coreábamos en el mismo instante. El mismo chico que quizás decía «Guardiola» con acento yemení y entonaba desde casa los primeros versos de «tot el camp» que los culés cantan en el campo. Conectado con nosotros por las mismas fibras de la misma camiseta que roza también los pechos de los españoles y que a él le ha servido de mortaja, a 8.000 kilómetros y una democracia de distancia.

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Los monos y la campaña electoral

Hace poco escuché en directo al consultor y entrenador de golf sueco Kjell Enhager. Es de esos que te deslumbran por un rato, hasta que pasa media hora y te das cuenta de que todo lo que te dijo ya lo sabías, aunque no supieras que lo sabías. Usó una metáfora científica para hacernos reflexionar sobre el comportamiento gregario: se mete a unos monos en una habitación con una escalera, y al final de la escalera, unos plátanos. Cada vez que un mono pretende subir a por la fruta, sale agua desde el techo y se mojan todos. Solo lo intentarán unas pocas veces, entenderán rápido y a ninguno se le ocurrirá subir a por plátanos. Ahora se saca a un mono y se mete a uno nuevo, al que llamaremos X. Lo primero que hará será intentar subir a por los plátanos, pero el resto le gritará y se lo impedirá. Dejará de intentarlo aunque no sepa por qué. Ahora se saca a otro mono y se mete a otro nuevo, Y. Lo primero que hará será intentar subir a por los plátanos, pero el resto, incluido X pese a que nunca se ha mojado, le gritarán y se lo impedirán.

Así sucede también en los humanos. Hacemos algunas cosas sin plantearnos por qué, simplemente por contagio, porque está bien visto, porque siempre se hizo así. Como si la rutina fuera un valor, cuando es solo el resultado de una repetición. Me viene esto a la cabeza tras pensar en la campaña electoral y a pocas horas del mal llamado debate, que es un coladero de mensajes interesados, sin público, sin preguntas ciudadanas y con muy poco espacio para la improvisación: medio millón de euros para «que nada falle». Sería de agradecer que algo fallara y nos sorprendiera… Me vienen los monos a la cabeza cuando veo en los medios de comunicación el despliegue por la campaña electoral, que es una herencia de la prensa del XIX. Cuando veo la calle Génova cortada porque una noche en concreto alguien ha decidido que es el «inicio de campaña», como si no estuviéramos en ella siempre. Cuando somos los votantes los que nos tragamos actos y mensajes programados por los partidos, que no dejan preguntar, que prohíben el público, que rechazan un ciberdebate. Así ha sido siempre la campaña y así sigue siendo, sin que haya más reacción que el aburrimiento y el cambio de canal. Deberíamos ser los ciudadanos, y los medios, los que pusiéramos el menú y las dudas y que vinieran los políticos a servirlo y resolverlas en la campaña electoral. Aun a riesgo de mojarnos.

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Que se calle el ágora de Atenas

Por si a los brokers se les ha olvidado, en Grecia, hace solo unos miles de años, era inmoral ser un agnóstico político. Los ciudadanos (que no eran todos) participaban directamente en la gestión de lo público en la plaza pública, el ágora. Tanto era así que, como cuenta Indro Montanelli en su libro Historia de los griegos, fue justamente lo que mató, en parte, la civilización. No había expertos en casi nada, ni especialistas: lo primero era la política y eso dejaba poco tiempo para las profesiones.

Es irónico que los mercados, quizás desmemoriados porque son tan jóvenes, amenacen con las puntas de sus gráficos a las yugulares de los griegos cuando plantean un referéndum para ver qué hacen con su economía. Es curioso que ocurra en el país de los primeros parlamentos y de los filósofos como Platón, conocido así por sus anchas espaldas. Tan anchas como las que ponen ahora sus descendientes, penitentes del fallo mundial del sistema.

Antes de que la parejita de agencias hipotecarias Fanny Mae y Freddie Mac tuvieran que ser rescatadas por los Estados Unidos de América, en Grecia había bancos, pero se consideraba inmoral prestar con interés. Así que se hacía a través de ofrendas a los dioses. El dracma le daba mil vueltas al euro: se cambiaba por una medida de trigo en medio mundo. Mucho antes de que el FMI se inventara y se fabricaran sus sillones de piel y sus micrófonos para conferencias, Atenas propuso a los demás estados griegos un Banco Internacional en la Edad de Pericles. Tenía incluso presidente: Apolo de Delfos.

En la época de los tatarabuelos de los hoy vilipendiados griegos existía el aborto, se salía «a la palestra» (el campo de lucha), estaban los hipócritas (que eran los actores que replicaban al coro) y la respetada poetisa Safo de Lesbos escribía versos como este en el VII a. C.: «El tiempo ha grabado ya demasiadas arrugas en mi piel y el amor no me acosa más con la fusta de sus exquisitas penas».

Lo digo para recordar a los frívolos mercados, ese termómetro histérico de rumores y vaguezas, que están apaleando siglos de palabra y conocimiento, si es que aún significa algo. Y para que saquen de esto una lección: quizás parezca ahora imposible, pero puede que su esplendor, como el de Pericles, tampoco sea para siempre.

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Cinco millones de parados y un cadáver

En la España de hace diez años se oía eso de que «quien está parado es porque quiere». Al parado le perseguía una sombra acusatoria de flojo, vago o jeta. Quizás conocías alguno. O te habían contado de alguien. Estar parado podía dar vergüenza en un país donde lo primero que se pregunta en los encuentros fortuitos es «Hombre qué tal, ¿cómo te va?, ¿dónde estás ahora? ¿el trabajo, bien?».

En la España de hoy todos conocemos a alguien en paro. Y ni es vago, ni flojo ni jeta. O sí. O no. Puede ser un arquitecto, un abogado, un químico, un fontanero o conductor de grúa, una soltera, un padre de familia o una señora a las puertas de una jubilación frustrada. Puede tener 25 años o 50. Puede ser alegre o depresivo. Espabilado o manta. Puede que haya vuelto a vivir con sus padres en un cuarto de camita rasa y peluches antiguos. Puede que su familia lo mantenga ante la incapacidad de los Estados y el capitalismo. Puede que no se lo merezca y que lo intente cada día. O que se haya echado a dormir la siesta de los tristes. O puede que cada mañana se trague, junto al café con leche, el orgullo, la formación y el talento. Es puro azar que te toque a ti y no a mí o viceversa. Por eso nos preocupa más a todos: ya no es problema doméstico, es una amenaza social.

Los cinco millones de currículums apilados en el INEM no son un problema de espacio, cantidad o matemáticas. No son una suma de frustraciones personales, sino un fracaso común. El de unos políticos, banqueros, líderes y mercados que han esquilmado la confianza de la sociedad, ya incapaz de generar riqueza, de aprovechar los talentos y las ideas que se apagan en las cabezas de esos cinco millones de aspirantes. Aspirantes a devorar el pequeño cadáver en el que se ha convertido el mercado laboral.

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No eran rebeldes, eran reaccionarios

La nueva Libia ha nacido con arrugas y olor a polvo viejo. En el nuevo régimen libio, la mujer que desobedezca a su padre o a su marido podrá ser sancionada. Se abolirá el divorcio, se penalizará el alcohol y se perseguirá la homosexualidad. También se permitirá la poligamia. Eso es lo que han anunciado los rebeldes, que en realidad han resultado ser muy reaccionarios. La OTAN entró en Libia con el mandato de proteger a la sociedad civil. No sé si la ha protegido de las bombas, que también ha lanzado, pero sin duda la ha dejado desnuda y tiritando bajo el zapato castrador de la ley islámica y la ha entregado a los brazos autoritarios de una oposición que nos vendieron como demócrata. ¿Puede haber democracia en el mismo país que castiga lo que se hace en la cama de una casa? ¿Se puede iniciar una nueva etapa con unos nuevos líderes haciendo fotos a un cadáver hinchado con su smartphone? ¿Estábamos en el bando de los buenos o todos eran malos? Como dijo Ortega y Gasset, decepcionado con el rumbo de la República tras apoyarla: «¡No era esto, no era esto!».