He decidido salir del armario: soy valenciana. No lo digo con especial orgullo. Ahora menos que nunca. De hecho empieza a formar parte de mis antecedentes sociales. Es curioso, porque antes decía «soy de Valencia» y se me colgaban de la chepa un coro de exclamaciones: «¡Qué bonita está Valencia!», «¡cómo ha cambiado!». Nunca lo negué del todo por no parecer desarraigada. Pero nunca lo entendí del todo. Ahora la exclamación se ha vuelto interrogación: «Pero… ¿Qué está pasando en Valencia?».
Pasa que hubo un tiempo que la Comunidad Valenciana exportaba muebles, textil, calzado y la fruta dorada (la naranja). Fue justamente cuando se marchitó toda esta industria cuando se gestó «La nueva Valencia». Cuando dejamos de exportar cosas para pasar a exportar ideas, aspiraciones y eslóganes que colaron dentro y fuera: «Somos la comunidad milagro». Nunca antes se habían cambiado tantas mulas por mercedes. Muchos valencianos se hicieron millonarios con terrenos de la costa. Esas tierras fueron las que se atrangantaron durante más de una década con cimientos como puños, estacas para levantar brillantes complejos hoteleros, casas, pisos, parques temáticos o bungalows regados por verdes campos de golf.
Los millones resbalaron por toda la Comunidad, que es estrecha y por tanto es básicamente costa, y ese clímax se alcanzó con el PP en el poder. Quizás de ahí que se le vote tanto. Empezamos a tener un hueco en el mapa y los telediarios. Y desde fuera empezaron a escuchar nuestro nombre (ahí empezó el «¡Qué bonita está Valencia!»). Y salió el orgullo patrio, y nuestros políticos tenían tan cerca el dinero, y sobraba tanto, y eran los artífices de ese pequeño milagro, y estaban tan morenos, y eran tan guapos. A Zaplana le llamaban «el jefe». A Camps en sus últimos tiempos «el rey sol». A Fabra «el cacique». Se repartían ayudas a sindicatos, asociaciones de empresarios y medios de comunicación. Había dinero para pagar cualquier ronda. Se hacían ciudades de la luz (que luego han sido un fiasco), de las artes, de las ciencias (con 600 millones de sobrecoste), parques temáticos como Terra Mítica (que hubo que vender y que fue demandado por decenas de propietarios expropiados), museos vacíos, circuitos de quita y pon, puertos de vela para pijos… Muchos valencianos asistían atónitos a esas juergas. Otros lloraban de orgullo. Puertas afuera solo trascendía la maravillosa revolución valenciana. Era casi todo mentira. Os engañaron.
Pues eso es lo que le está pasando a la Comunidad Valenciana.Nada nuevo que no conozca el que es de allí. Solo que ahora el enfermo empieza a manifestar síntomas de una enfermedad (el despilfarro y el descontrol) contraída hace tiempo y ahora se entera toda España. Simplemente está regurgitando la porquería moral con la que se abonó de dinero esa comunidad, en la que no hace falta que te molestes en buscar un pueblo con encanto en la costa. No lo hay. La culpa no es nuestra, es de nuestros líderes, tan cutres, tan horteras. Pero en cierta manera sí somos corresponsables por habernos dejado hipnotizar.
La absolución de Camps es el tema hoy. Sus trajes son un botón de la muestra. Es el último capítulo de escándalos valencianos: caso Fabra, caso Brugal, caso Gürtel… Pero hay otro que tiene temblando a los capos del PP allí y que está a punto de estallar. Se llama Emarsa. Al tiempo.
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