San Patricio y las serpientes de Irlanda: historias fabulosas y novela, cuando la leyenda se va de las manos

Ana B. Nieto es autora de varias novelas, incluidas La huella blanca (Ediciones B), la adaptación literaria de la exitosa serie de televisión Acacias 38 con Manuela o El club de las 50 palabras (Roca Editorial). Ahora regresa con Las espaldas de la tierra, la conclusión de la trilogía celta que arrancó con La huella blanca y continuó con Los hijos del caballo y que se ambienta en la mítica Irlanda del siglo V, época y tierra donde se mezclan el mundo cristiano de San Patricio y el mítico de los celtas. Un tiempo de historia y leyenda. Y, precisamente, sobre esa relación reflexiona la autora en el siguiente artículo.

Milagros que envidiaría cualquier personaje Marvel, personas que vivieron casi mil años, hombres con más de seiscientos hijos, batallas ganadas después de muerto… ¿Y qué hacemos con esto? ¡Si es novela histórica!

El problema es de fidelidad: ¿respetamos la Historia (y el sentido común)? ¿O bien respetamos esa historia concreta, tal y como nos ha llegado (aunque parezca un disparate)?

Por un lado el lector demanda rigor histórico. Por supuesto, a nadie nos gusta que nos engañen. Hay que ser lo más fiel posible a la reconstrucción científica de los hechos, esos que los reflejan mejor. Aunque sepamos que la propia disciplina histórica es relato, selección, artesanía… sería una falta de respeto tanto a los historiadores (a los que debemos muchísimo) como a los lectores. No queremos desinformar. Es increíble, además, lo formado que está el lector fiel de histórica respecto a algunos períodos. A base de leer una y otra vez a Posteguillo o a Manfredi te describen desde la sandalia hasta la punta del pilum. Si te descuidas, te pillan seguro.

He oído a algún autor (ya no recuerdo quién) decir: “que un dato histórico no te estropee una buena historia”. Es lo que debió de pensar Mel Gibson cuando hizo Braveheart. Esto es lo que llamamos licencias literarias. Cuando los datos apuntan en la misma dirección y los historiadores están más o menos de acuerdo, tomarte licencias no me parece serio. La cosa cambia cuando hay varias versiones del mismo hecho o, una vez hecho el esfuerzo de investigación, no se ha encontrado nada al respecto y toca fabular.

Pero es que el lector suele conocer, también la leyenda. Y, muchas veces, eso es precisamente lo que le entusiasma, lo que le hizo coger el libro en primer lugar. Quizás es lo que provocó la pasión en el propio escritor y las ganas de escribir. Es eso que brilla, que le da la fama al personaje y que ha quedado en el imaginario popular. Sí, es verdad que a lo mejor no tiene ni pies ni cabeza, pero es lo que le da sabor al héroe, al santo, al genio… lo que le distancia del común de los mortales. ¿Cómo podemos, también, respetar eso, sin que el librero coja nuestro libro y lo meta directamente en la sección de fantástico?

Cuando tratamos del mundo antiguo la cosa se pone todavía peor. A medida que vamos hacia atrás en el tiempo y nos alejamos de la era científica nos encontramos con que los relatos están cada vez más inflados, retocados por los que vienen detrás, mezclados con la mitología.

Separar el grano de la paja

Cuando decidí escribir una trilogía sobre los celtas irlandeses no sabía aún donde me estaba metiendo. Entré en una pequeña biblioteca pública de Dublín, mal iluminada, con una moqueta horrorosa “a ver qué encuentro”. Pronto me di cuenta de que, si quería hacer un trabajo serio, tenía que ignorar todo lo que fuera new age o romántico, mantenerme en unos márgenes muy académicos y, en los casos en que fuera posible, leer las fuentes medievales, cuanto más antiguas mejor (gracias, préstamo interbibliotecario). Ahí empezó la disección.

Por un lado, muchos de estos textos eran pura propaganda. Los reyes encargaban a los poetas los ciclos sobre sus dinastías para que después los fueran cantando de una corte en otra. El objetivo no era otro que el de darse bombo ante los vecinos. Las vidas de santos, tres cuartos de lo mismo. Compitiendo por ver cuál de las iglesias tenía más influencia y poder. Los textos cada vez más inflados. San Patricio sacando a todas las serpientes de Irlanda a un golpe de vara o retando a los druidas sobre la colina, a ver quién hace el fuego más grande.

Por otro lado, las fuentes medievales las pusieron por escrito y copiaron los monjes (muchísimas gracias). En las primeras versiones fueron increíblemente respetuosos. Las historias conservan todo su sabor, sus batallas, sus chistes picantes, toda su épica, son un tesoro verdadero y poco conocido. A medida que avanzan los siglos las leyendas sufren más retoques, se suavizan o incluyen una coletilla: “os lo hemos contado tal cual era, pero que sepáis que esto no se hace”.

Por último, mucho del registro “histórico” de la época no pretende reflejar ningunos hechos, ninguna realidad. Son mitos puros, lo que importa es su sentido. ¿Por qué somos quienes somos? ¿Cómo nos diferenciamos de los otros? Tienen que ver con la identidad, con el lugar de las tribus en el mundo, con “cómo se hicieron las cosas en el origen del tiempo”, que diría Mircea Eliade. No son nada parecido a un relato histórico.

En territorio mítico

Cuando la leyenda supera las capacidades de lo verosímil y lo humano existen dos opciones: una de ellas es ignorarla por completo (es lo que pasó con las dos historietas de Patricio que acabo de contar, que se quedaron fuera). La otra opción es utilizar recursos literarios para incluirla. Utilizando a terceros, por ejemplo: “y dice la leyenda”, “y se dice”, “y cuentan que…”. O bien creando una especie de alucinación o un pasaje lírico donde no se sepa bien lo que está pasando: “creyó ver cómo los ojos se le encendían de fuego” o “se sintió volar y por un momento, no supo si era por efecto de las setas que se había comido”. De esta manera se hace un guiño y se permite al lector que piense lo que quiera. ¿Pasó? ¿No pasó? A saber…

Sería una pena tener que renunciar a esos aportes de la tradición oral. Le dan riqueza y solo con el registro arqueológico probablemente nos saldrían novelas aburridísimas. Creo que lo importante es contar con un marco riguroso y verosímil, respetar los datos sobre los que hay acuerdo… y encontrar la manera de presentar el resto, por capas.

No solo hay que contar los hechos. Hablamos también de formas de pensar, de vivir y sentir la realidad, de relacionarse con la naturaleza, las creencias… del pensamiento mágico. Es una cultura completa. Necesitamos estar dentro de esos personajes.

Ignorarlo sería mutilar la historia en su parte más frágil: la inmaterial, que vive dentro de nosotros.

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