El Gran Hermano era Venecia

Il Bucintoro, de Canaletto.

Blas Malo (Alcázar de San Juán, Ciudad Real, 1977). Autor ya habitual del género nacional, con cinco obras ya a su espalda, regresa a las librerías con El veneciano (Edhasa), novela con la que quedó finalista del I Premio Narrativas Históricas Edhasa. En esta ocasión, Malo se adentra en un tema y tiempo poco trillado por nuestros novelistas históricos: la República Veneciana cercada por Napoleón.

El Gran Hermano era Venecia

Por Blas Malo | Escritor | @blasmalop

Durante mil trescientos años Venecia luchó contra su mayor temor: la concentración del poder absoluto en manos de un solo hombre. La República conocía los excesos que cometían los gobernantes de otros países. Las naciones con las que trataba crecían y caían. Nacían y morían estirpes de reyes, se alzaban y se ejecutaban tiranos; y Venecia sobrevivía. La lección era clara. No podía gobernar un solo hombre. Para evitar la tentación de la corrupción y la avaricia en Venecia solo los más ricos podían optar al poder político, en la creencia de que quien tiene mucho, tiene saciada su sed de riquezas. Los cargos, además, no eran remunerados, y se exigían dispendios a favor del estado y obras de beneficencia. Los mejores, los primeros ciudadanos, los mercaderes de éxito, se decían entre sí los legisladores de la Serenísima República, estaban a salvo del brillo del oro. El tiempo demostró que no era así, porque siempre se desea más. El temor a la concentración del poder instó a tomar medidas. El Gran Consejo de las grandes familias dividió su poder y sus responsabilidades. Las decisiones colegiadas se sometieron a comisiones de supervisión del Senado. Además todo requería los informes favorables de los tres abogados del estado. Y nada, nada, escapaba del Consejo de los Diez, cuya razón de ser era actuar con rapidez, al margen de la lenta burocracia de la república, con sus propios medios y agentes, y con autoridad superada solo por los Tres Inquisidores, los supremos defensores del estado. El Dogo opinaba, el Dogo votaba, el Dogo ordenaba, pero no decidía. Era el voto colegiado de los Tres, de los Diez, de la Señoría, del Senado, del Consejo el que decidía la vida en Venecia.

A partir del siglo XVI, la mengua de las estirpes extinguió familias enteras. Para triunfar en la política se necesitaba riqueza, así que las herencias no se dividían, y los no herederos, aparte del brillo del nombre de su linaje, quedaron relegados y rumiaron su resentimiento. Todo el poder se concentró en cuarenta y dos familias a mediados del siglo XVIII, y una legión de hijos sin herencia ni derechos ocuparon cargos menores, decididos a prosperar a pesar de la oposición de sus iguales, vendiendo sus decisiones, sus votos, a quien ofreciera más. Esos descontentos, cada vez más numerosos, comenzaron a asentir a los cambios que se propagaban desde Francia. Por eso, por sus palabras negativas, comenzaron a ser vigilados estrechamente por los Diez, y por los Tres.

Bajo su fachada de seis meses de carnaval, teatros y mascaradas, Venecia ocultaba su debilidad con arrogancia, su decadencia con ostentación, la ruina económica del estado con grandes procesiones los días de fiesta, el día de la Ascensión, y con fuegos artificiales. El pueblo asumió su sometimiento durante siglos, sacrificando su libertad a cambio de seguridad y de un gobierno firme, intrusivo, minucioso, legislador, sin dudas ni fisuras y en todo momento vigilante. No debían faltar ni el pan, ni el vino, ni la lujuria de los carnavales. Pero Venecia no eran solo las islas, cerradas al extranjero salvo que aportara habilidad y riqueza. También era Tierra Firme, y allí se selló su destino final.

Las grandes familias, tras la pérdida del monopolio del comercio con la apertura de Europa al Nuevo Mundo, a África y las Indias Orientales, buscaron nuevas riquezas no en el comercio, sino en las posesiones continentales. Los comerciantes que antaño dominaran el Mediterráneo y sometieran al imperio bizantino abandonaron el mar y se hicieron prósperos terratenientes. Venecia se hizo un imperio terrestre europeo. ¿Pero por qué perderse los carnavales, los bailes, los ciscibeos y las prostitutas de la capital, pudiendo dejar la gestión de sus fincas en manos de capataces? Judíos, dálmatas y serbios llevaron las fincas de sus dueños. Era indigno de nobles de alta cuna dedicarse a la tierra. Además, los capataces parecían disfrutan ensuciándose las manos. Pero en la periferia, lejos de Venecia, no había fiestas, ni descanso. El estado vigilante requería mil ojos, mil agentes, mil espías, que había que pagar. La paz con la Francia revolucionaria y con Austria en expansión exigía embajadores y regalos, y más impuestos, que se pagaban en Tierra Firme. Había que sacar de donde no había, y todo estaba tasado y regulado. Legiones de inspectores, delatores y recaudadores buscaban cada sequín necesario para mantener en la lejana laguna el Gran Consejo de mil doscientos patricios, el Senado de seiscientos miembros, la Señoría, el Consejo de los Diez, los Abogados, los Tres inquisidores escarlata, y también mantenerse a sí mismos y a la complicada burocracia que todo y a todos examinaba. Y Tierra Firme, ya contagiada de descontento contra la capital asfixiante que a su costa celebraba la vida, las comedias, los placeres del juego y del sexo, se contagió también de ideas revolucionarias.

Eso lo sabían también en el palacio ducal. Todo sistema político tiene como dogma defenderse a sí mismo frente a otros, incluso frente a sus propios ciudadanos. El Consejo de los Diez y los Tres asumieron nuevos poderes. Ahora, no solo había que contener el descontento de los secundones, también la llegada de nuevas ideas desde Tierra Firme. Ideas peligrosas, porque defendían el poder del pueblo y la caída de las oligarquías. En Francia los patricios venecianos tenían el ejemplo de lo que les esperaba. Detención, juicio, exilio, decapitación. ¡Qué sabían los venecianos comunes de las injerencias de Austria, Inglaterra, Rusia, Francia! La ignorancia protegía al ciudadano común. Muchos eligieron no saber, no opinar. Otros, sin embargo, veían una oportunidad a medida de sus ambiciones. Y a los Tres se les dio el poder total. Ni siquiera el Dogo estaba a salvo. En los casinos los agentes, bien visibles, apuntaban todo en sus informes: murmuraciones, conversaciones, risas, querencias. Cada habitación se llenó de mirillas ocultas. En cada iglesia, los mendigos callaban y oían y delataban a cambio de una recompensa. Existían buzones públicos de delación, uno para cada delito, y se obligó a que las cartas no fueran anónimas para recompensar a los fieles ciudadanos y para castigar a los perjuros. Se prohibió el trato de los senadores y patricios con extranjeros, bajo amenaza de pena de traición. En las casas, colgando de las ventanas entreabiertas había espejos diminutos que delataban a los paseantes, y las trastiendas y sobre todo las imprentas y las librerías se examinaban a conciencia en busca de subversivos reunidos y de libros no autorizados por el Consejo de los Diez. El pueblo temía el poder de los Diez, cuyos nombres no conocía y a quienes no ponía rostros, pero reconocía a sus agentes de negro, a su capitán vestido de rojo, a sus chivatos y denunciantes. Por siglos, el Consejo de los Diez acumuló expedientes de todos sus ciudadanos y tan temido era por su larga sombra y su rápida acción como por sus juicios meticulosos y lentos. Se sabía de muchos que, acusados y enjuiciados por algún asunto menor, esperaban meses, años, décadas al esclarecimiento de la verdad, y si eran liberados, salían de las cárceles ya ancianos, no se sabía si por el cumplimiento de su pena o si por el rechazo de la acusación, y los vecinos los aborrecían, temían y evitaban. Todos señalaban con el índice hacia el cielo para referirse al poder omnímodo de los Diez y de los Tres, y con ese gesto aconsejaban callar. El miedo todo lo permeaba, bajo la alegría aparente del carnaval.

En ese momento, llegó Napoleón y se asomó a la laguna en 1797. Tenía planes contra Venecia.

En ese momento comienza El Veneciano.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

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