La novela y la defensa del patrimonio histórico

Vista de la Alhambra de Granada (EFE)

Carolina Molina (Madrid, 1963) cierra este noviembre su trilogía de Max Cid con El último romántico (Ediciones Miguel Sánchez) tras Guardianes de la Alhambra y Noches en Bib-Rambla (ambas publicadas por Roca Editorial). En este artículo la autora expone parte de una de las preocupaciones temáticas de esta serie: la defensa del patrimonio histórico.

Molina presentará esta novela y explicará qué rincones de Madrid aparecen en la obra este viernes 23, en el marco de las III Jornadas madrileñas de Novela Histórica que se celebran en la biblioteca Regional de la Comunidad de Madrid Joaquín Leguina que arrancan este miércoles 21. Toda la información y programa de ese evento la tenéis aquí.

La novela y la defensa del patrimonio

Por Carolina Molina | Escritora

Las ciudades son las principales protagonistas de muchas novelas históricas. De ahí que, como autores, tengamos que conocerlas, imaginar sus calles o sus monumentos, pensar en ellas como la parte de un pasado que ya no existe. A mí me gustan, especialmente, porque son el continente de muchas historias. Que una ciudad cambie o que vea destruir su pasado monumental siempre me ha conmovido.

Por lo general, en España, no tenemos sensibilidad artística. He visto a turistas fumando en las salas de la Alhambra y a quienes no se resisten a subirse sobre una estatua y manosearla si pueden conseguir un buen selfie. Todavía recuerdo, hace muchos años, a una familia con la que coincidí recorriendo un claustro románico, se pararon ante una talla religiosa y comenzaron a discutir sobre el material en el que estaba realizada. El abuelo, muy dispuesto, sacó una navajita y tuvo la intención de raspar la talla para averiguar si era de madera, por fortuna alguien consiguió disuadirle.

No son hechos aislados, el Monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo tiene sus paredes grabadas con multitud de fechas y nombres, sus autores no repararon en el daño que causaban, solo pensaron en volverse inmortales, como lo debió pensar Chateaubriand cuya firma aún permanece en una de las salas de la Alhambra.

A causa de esto Washington Irving y su amigo el príncipe Dolgorouki, idearon el Libro de firmas de la Alhambra animando a que los viajeros firmaran en él y no en sus paredes. Irving, vivió dentro del palacio nazarí y fue testigo de su deterioro. Las cabras se comían sus yeserías y los indigentes que allí vivían se calentaban con fogatas bajo sus artesonados. Cuando Cuentos de la Alhambra se convirtió en un best seller de la época, Irving convirtió a Granada en una ciudad famosa que captó el interés de los gobiernos. Fue el primer paso para sanar sus heridas.

Desprestigiar o arruinar nuestro legado artístico es, en el fondo,  una forma más de censurar y manipular nuestra Historia. Las bellas construcciones de origen musulmán, por ejemplo, fueron ultrajadas durante siglos. Si no acababan demolidas se reutilizaban, les añadían capillas cristianas, convirtiéndolas en engendros arquitectónicos.

El s. XIX fue especialmente cruel con los monumentos.

La Alhambra experimentó cambios inexplicables en cada restauración, le aparecieron cupulillas y azulejos de colores que nada tenían que ver con su aspecto original. Se imponía orientalizar el palacio y darle una imagen que se ajustara a las nuevas modas.

Los pintores del XIX embellecían los paisajes urbanos a su conveniencia o transmitían sus prejuicios, como le ocurrió a Gustave Doré en su grabado Los ladrones de azulejos. Retrató a un hombre, aparentemente inglés, que por medio de un martillo iba desprendiendo los azulejos de las paredes de la Alhambra. Era su manera de llamar la atención sobre el vandalismo de los anglosajones, sus enemigos naturales como buen francés, desdeñando el pillaje que realizaron años atrás las tropas de Napoleón en ese mismo entorno.

Las creaciones artísticas han sido la diana de los odios de muchos gobernantes. Desde las pirámides egipcias hasta las iglesias cristianas, pasando por mausoleos, mezquitas o estatuas, la vida de los monumentos siempre ha estado en peligro. No es extraño que como novelista fantasee con la idea de poderlos proteger.

La Alhambra, el entorno turístico más visitado en España, fue arruinada por los ejércitos napoleónicos. La usaron como almacén y al marchar la volaron con explosivos. De no haber sido por la actuación heroica del cabo José García, que apagó alguna de sus mechas, la Alhambra hoy no existiría. ¿Cómo sería Granada sin su palacio?, me pregunto.

Con la llegada del s. XIX, que es el siglo de la modernidad urbana, algunas edificaciones tienen sus días contados. Si una nueva plaza debía ser cuadrada tenía por enemiga a una iglesia esquinada y en saliente. Caso similar se ha dado en la construcción de las grandes vías o bulevares, se levantaron sobre cadáveres de palacios árabes o lienzos de murallas. Todo valía ante la especulación urbanística que proporcionaría casas con cuartos de baño a los ricos y dejaba sin hogar a cientos de modestas familias.

Tanto molestaban algunos edificios que en época de crisis, el gobierno de turno, resolvió desmantelar conventos o palacios para luego construir otros similares con sus restos dando así trabajo a una mano de obra desocupada.  El Palacio de Carlos V de Granada estuvo a punto de perecer varias veces con esta finalidad. Sus sillares podrían ser ahora una iglesia.

Para los gobernantes tenían mucho más valor los cascotes procedentes de una demolición artística que el propio monumento, ya que era la materia prima para conseguir sus objetivos: el proporcionar empleo. Otras veces las piedras eran simples antiguallas  y se ofrecían con consignas de “cascotes gratis”, fueran estos romanos o árabes.

Este tradicional desaire a nuestro legado artístico me inspiró la Saga de los Cid que en estos días finalizo con El último romántico, un apelativo confuso para su protagonista, Max Cid, pero que expresa el amor que todo romántico tiene a su pasado y a las ruinas de las que procede. Él, que es una ficción, tiene su reflejo en otros que fueron de carne y hueso, historiadores, arqueólogos, escritores o periodistas, personas que lucharon por salvar nuestro legado artístico y que hoy casi no recordamos, como Manuel Gómez-Moreno, Luis Seco de Lucena o Francisco de Paula Valladar. Gracias a los periodistas y escritores, como lo fue “el último romántico” de mi novela, se desvelaron muchas desidias administrativas que desembocaron en demoliciones. Desde las páginas de los periódicos se luchó por defender nuestra herencia artística e incluso se recaudó dinero para restaurar lo irrecuperable.

 Las ciudades también mueren si lo hace su pasado, si sus calles medievales se convierten en rectas y modernas, si no hay una placa que nos recuerde lo que allí hubo. Como decía una antigua serie de televisión: si las piedras hablaran…nos dirían muchas cosas que nos avergonzarían.

*Las negritas son del bloguero, no de la autora del texto.

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