Aquel Madrid homófobo de los años 50

El escritor Víctor Fernández Correas ha vuelto a las librerías con la novela negra  Se llamaba Manuel (Versátil, 2018), donde reconstruye con pericia y detalle el Madrid de los años 50 y entreteje una absorbente trama de suspense que se adentra en el mundo oculto de la homosexualidad de la época. En el siguiente artículo, Fernández Correas nos sumerge en ese mundo silenciado, pero existente incluso bajo la represión del franquismo.

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Era aquel un Madrid…

Por Víctor Fernández Correas | Escritor

Era aquel Madrid, el que se refleja en las páginas de Se llamaba Manuel —comienzos de los años 50 del pasado siglo XX— una ciudad para nada agradable con quienes cometían el pecado de enamorarse de una persona del mismo sexo. Sobre todo, los hombres. Una España homófoba, sin esperanza para quienes no les quedaba más remedio que disimular su condición u ocultarla con celo; y si se terciaba la oportunidad, disfrutar de los escasos instantes en lugares que todos conocían y se conocían, y que gozaban de la impunidad que otorgaba una buena propina o saber mirar hacia otro lado para no tener problemas.

Era aquel un Madrid en el que el homosexual se sentía perseguido. Aquel al que la Iglesia consideraba un enfermo y un pecador; aquel al que, según Francisco Umbral, se le sometía a la rígida moral eclesiástica porque “el homosexual no da hijos para la guerra ni almas para el cielo. El homosexual, teológicamente, es un parásito”. Y eso los obligaba a llevar una doble vida, a mantener una vida normal, a formar una familia como otra cualquiera mediante matrimonios de conveniencia —mujer, hijos, etcétera. Una pareja ejemplar a ojos del régimen—, mientras mantenían sexo de manera furtiva en hoteles y pensiones, y no siempre seguros, pues sus dueños estaban obligados a entregar la relación de clientes cada mañana en comisaría. No eran raras las ocasiones en que la policía desalojaba la habitación a altas horas de la madrugada, por lo que se usaban pensiones distintas para evitar el peligro.

Era aquel un Madrid en el que el homosexual se dejaba caer por clubes discretos para otear el paisaje, para solazarse, pero también para respirar, para tomar aire y volver a disfrutar de la condición aplastada. Clubes que gozaban de la protección del policía de turno, que no dudaba en mirar para otro lado por una módica cantidad de dinero, y cuyos propietarios no dudaban en avisar a los clientes por anticipado de más que posibles —y habituales— redadas para, así, evitar la incomodidad de ser señalado de manera pública. Lugares donde se daba la pañí, es decir, se avisaba de esas redadas. Una seguridad ficticia, pero seguridad. Otros no tenían tanta suerte y no eran pocas las veces en que el duro suelo de la comisaría se convertía en una cama improvisada en la que pasar la noche.

Era aquel un Madrid donde la homosexualidad era un secreto a voces, donde se sabía quién lo era. Incluso jerarcas, miembros del régimen o personas de intachable prestigio. En esos casos eran los grandes beneficiados de la hipocresía de un régimen que conocía la naturaleza de los suyos, pero que no estaba dispuesto a abandonarlos a su suerte como sí ocurría con quienes no gozaban de tal consideración o carecían de las agarraderas oportunas. Así, cuando se detectaba a un homosexual de camisa azul o sotana, el chantaje y el tráfico de influencias, amparados por el silencio, le libraban de toda sospecha; y la misma sociedad, hipócrita hasta decir basta, hacía la vista gorda cuando quien resultaba sorprendido era un jerarca, al que se le perdonaba con el simple pretexto de frecuentar malas compañías. Una sociedad que conocía, y ocultaba, los coqueteos de quienes no podían disimular lo que eran, resguardados en una doble vida que, de puertas para adentro, no era más que un engaño.

Era aquel un Madrid en el que proliferaban los meublés, es decir, las casas de cita, al menos hasta mediados los 50. Un negocio legal y socialmente admitido y que dejaba pingües beneficios a sus propietarios. En general, al frente de estos locales solía estar gente muy bien relacionada y que proporcionaba al régimen todo lo que necesitaba: información, identidades. Algunos de esos locales eran de tanta confianza que incluso se sabía de antemano que la policía nunca se dejaría caer por ellos.

Era aquel un Madrid donde el homosexual sabía a lo que se enfrentaba, con quiénes se jugaba los cuartos, y más si era artista. Muchos terminaron actuando por auténticas miserias con tal de seguir trabajando y no ser objetos de ningún escándalo. Otros, como Miguel de Molina, padecieron la ira y la violencia de quienes los consideraban poco menos que animales. El 10 de noviembre de 1939, mientras descansaba en su camerino del Teatro Pavón de Madrid, recibió la visita de tres individuos que se lo querían llevar. Al preguntarles por el destino recibió un culatazo en el estómago. En un descampado de lo que ahora es el Santiago Bernabéu fue brutalmente agredido por esas tres personas, a las que creyó reconocer: la primera era un sindicalista del espectáculo que, con el tiempo, alcanzó altos cargos; la segunda, un intelectual que logró más fama y reconocimiento por su adscripción al régimen que por su obra; y la tercera, el que sería alcalde de Madrid durante la época en que se desarrolla Se llamaba Manuel, el Conde de Mayalde.

Era aquel un Madrid que conoció, al respecto, una diversidad de términos para referirse a los homosexuales según quien fuera o el cargo que ostentara la persona que lo hacía. La distinción que establecía el historiador Pablo Fuentes entre el invertido, es decir, el marica popular de aspecto y conducta afeminados, pero que asume los roles atribuidos tradicionalmente a la mujer; y el pervertido, varón que mantenía relaciones con otros pero que se ajustaba al estatus de género masculino y, por lo tanto, era considerado un hombre normal. Así, a modo de ejemplo, la policía se refería a ellos como ‘violetas’, y cuyo uso simbólico partió del color de la misma flor, especialmente en el ambiente lésbico, y cuya connotación se hizo visible por primera vez después del estreno de la obra La prisionera (1926), de Edouard Bourdet. Lo mismo que bujarrones, capones —literalmente, hombres capados—… Maneras de referirse a los mismos, a los que hacían de su vida una suerte de supervivencia en un mundo hostil. Como siempre ha ocurrido y ocurrirá.

Un Madrid que, con la aplicación de la Ley de 15 de julio de 1954 de reforma de la Ley de Vagos y Maleantes, consideraba al homosexual un peligro por sí mismo, se le privaba de libertad y se le sometía a vigilancia para salvaguardarlo de sus instintos degenerados. Y reeducándolo para que pudiera reintegrarse en la sociedad. Condición indispensable.

*Las negritas son del bloguero y no del autor del texto.

¡Buenas lecturas!

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2 comentarios

  1. Dice ser luis

    Si el escritor nacio en 1974, no tiene una visión fiable de aquel Madrid de los 50′

    18 septiembre 2018 | 10:14

  2. Dice ser Richard

    Madrid sigue siendo homofobo, ahora con los heteros, que no cobran ningun tipo de subvención

    18 septiembre 2018 | 20:14

Los comentarios están cerrados.