Un bardo moderno: en memoria de John Julius Norwich

Foto del divulgador John Julius Norwich (Cedida por Ático de los Libros).

Blas Malo, novelista autor, entre otras de las novelas de El mármara en llamas, Lope, la furia del Fénix o El señor de Castilla (todas en Ediciones B) y que lanzará su próxima novela con Edhasa en noviembre de este año, recuerda en el siguiente artículo al gran divulgador de la historia John Julius Norwich, recientemente fallecido y del que os recomendé uno de sus ensayos para este verano.

Un bardo moderno: en memoria de John Julius Norwich (1929-2018)

Por Blas Malo | Escritor

Cuando las canciones del bardo terminan es el momento de partir, y al salir al camino recordarás las canciones, sobre hombres valientes en lugares lejanos, pero nadie te preguntará por el nombre de aquel que cuenta esas historias. Eso dice una canción. Aunque las canciones son inmortales, sólo si el bardo que las cuenta es bueno lograrán emocionarte; pero si el bardo es excepcional, entonces te sumergirán en una ensoñación palpitante y permanente, marcándote a fuego deseos de ver, de conocer, de salir al camino, de viajar. ¡Bizancio! ¡Constantinopla! ¡Venecia!

Ha muerto un bardo excepcional. Esta semana he conocido el fallecimiento de John Julius Cooper, segundo vizconde de Norwich, (15 de septiembre de 1929 – 1 de junio de 2018), y el hecho ha pasado casi desapercibido en nuestro país. Algunos historiadores de su mismo campo que he consultado ni siquiera lo sabían. 88 años le dieron para mucho; entre otras cosas, para 32 libros de divulgación histórica. Porque eso es lo que él se sentía, un bardo, un recopilador de las historias del pasado. Él lo decía en sus prólogos: ni él era un académico ni sus libros eran academicistas. Sus libros no mostraban ningún hecho desconocido por los académicos y sin embargo logró lo más ambicioso: mostrar esos hechos de la Historia de una forma clara, fluida y fascinante. Y todo ello sin faltar al rigor.

Tras una estancia en Canadá y varios años de servicio en el Foreign Office británico, se dedicó desde 1964 a su única pasión, la historia. Estaba enamorado del pasado y del Mediterráneo. De su estancia en Oriente Medio se enamoró del Imperio Romano de Oriente, que Edward Gibbon declaró en el s. XIX como una traición a todo lo mejor de Grecia y Roma y que solo después de la Segunda Guerra Mundial comenzó a reivindicarse como un imperio heredero digno de las dos grandes civilizaciones que lo precedían. Pero Bizancio era un término muy vago, como si una conspiración de silencio lo rodeara, decía Norwich. Y por eso él se involucró en llevar luz, en apartar las tinieblas, acerca de un imperio que duró casi mil doscientos años y que preservó la época clásica en su inexpugnable capital hasta 1453.

Yo descubrí a Norwich con su trilogía sobre Bizancio. Claridad, fluidez, y una narrativa épica y vibrante me descubrieron el Imperio de Oriente, con sus grandes héroes, Justiniano, Belisario, Narsés, Heraclio, Justiniano el emperador loco, León el isaurio, Constantino Coprónimo, Irene, Basilio el matador de búlgaros, los dromones surcando el Mediterráneo, el fuego griego; la llegada de Enrico Dándolo, el dogo ciego de Venecia, conquistador de la capital con la terrible Cuarta Cruzada; el imperio latino, la recuperación del imperio con los Lascaris y los Paleólogo; la llegada de los otomanos, y la caída el 29 de mayo de 1453, en un estremecimiento que sacudió toda la civilización occidental. Leerle es estremecerse. Norwich lo decía: él no era economista, ni político, así que se centraría en las personas, y donde hubiera dudas, optaría por la senda que a él le pareciera más razonable, a riesgo de irritar a los catedráticos. La otra gran protagonista de su trilogía es Constantinopla. La ciudad palpita con los siglos, expandiéndose, contrayéndose, pero siempre resistiendo, siempre el último refugio tras su formidable triple muralla, hasta hacer de su resistencia y longevidad algo legendario. Mencionar Constantinopla en la Edad Media era mencionar el centro del mundo, de la civilización europea; el exotismo de Oriente, el pasado de Occidente. Mehmet II el Conquistador derrotó esa leyenda a fuerza de hombres y grandes cañones; el final terrible del día 29 de mayo no hace sino engrandecer la sensación de pérdida y su leyenda. Norwich, como buen bardo, lo recopiló todo, lo fusionó todo, y con sus palabras volvió a levantar para la eternidad el imperio caído. Yo descubrí, además, que parte de la vieja Hispania fue reconquistada y reintegrada al Imperio Romano de Oriente por un tiempo en época de Justiniano. El Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas ligado a la Universidad de Granada mantiene en nuestro país la llama de todo ese pasado.

Y después de Bizancio, con Norwich descubrí Venecia. Su monumental Historia de Venecia compila 1400 años de la Serenísima República, en una relación de amor y odio siempre vinculada a Bizancio, cometiendo parricidio con la destrucción de Constantinopla en 1204. La Serenísima se envolvió en su propia bruma de poder, con la insomne vigilancia del Consejo de los Diez, con los Tres Inquisidores, y con el dogo, príncipe de la Serenísima, encerrado en su cárcel de mármoles y oro que era y es el palacio ducal. La Serenísima estableció una eficaz red de embajadas con actividad comercial y de espionaje y fue capaz de enfrentarse a Francia, al todopoderoso Imperio Español, a Austria, a Inglaterra; y en todas las conspiraciones en Europa siempre se veía la sombra de Venecia. Después del descubrimiento de América y de la ruta de la Indias por oriente, se enfrentó a su propia decadencia, que tan bien describió Giacomo Casanova en sus memorias de rosas, vino, aventuras y carnavales, hasta sucumbir como república a finales del siglo XVIII. Norwich viajó a Venecia más de 200 veces a lo largo de su vida y durante muchos años fue presidente de la fundación Venecia en Peligro, donde advertía que, más que las mareas, era el turismo masivo el que ponía en peligro el legado de la ciudad. La propia ciudad se muestra en sus libros como un ente vivo, el Palacio Ducal arde y se reconstruye numerosas veces, la riqueza de las especias y de la sal alzan sobre el barro de la laguna la Iglesia de San Marcos, el Campanille, Santa María della Salute, el Gran Canal con sus góndolas inolvidables, los palacios rodeados de agua y el Puente de Rialto. Allí se instaló Aldo Manucio con una imprenta en el s.XV, fue el primer editor empresario de Europa, y Venecia se convirtió en la potencia editorial del continente. Pero los libros difunden ideas, y las ideas son peligrosas, deben ser controladas. El temible Consejo de los Diez ejercía su tiranía con todo su poder, controlándolo todo, juzgándolo todo, y nadie estaba a salvo de su espionaje, ni siquiera el dogo.

Dejo atrás otros libros, como la historia de Sicilia bajo el dominio normando, la enorme historia de dos mil años del papado de la iglesia católica, o la historia de los cuatro príncipes (Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia, Carlos V de Alemania y I de España y Solimán el Magnífico) que nacieron en el curso de una década y dejaron una profunda huella en la historia de sus reinos. No podrían haber sido más distintos entre sí, pero, juntos, dominaron el mundo. En todos sus libros, la erudición queda camuflada en su estilo ameno y rápido. Tuvo tiempo para más, para ser un exitoso presentador de un concurso de televisión en la BBC, para ser guionista y presentador de más de 30 documentales sobre historia; o para ser un apasionado por la arquitectura y por la ópera, que  disfrutaba enormemente.

El bardo se ha marchado, pero no olvidaremos sus canciones, ni su nombre. Descanse en paz, Lord Norwich.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

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