Guerra Civil y represión en las islas Canarias

Franco, con otros generales sublevados en 1936 (WIKIPEDIA)

Alberto Vázquez-Figueroa (Santa Cruz de Tenerife, 1936) regresa a las librerías con Bajamar (Arzalia, 2018), una saga familiar que arranca en las islas Canarias del inicio de la Guerra Civil española y termina en la Venezuela bolivariana.  En el siguiente artículo, el periodista y prolífico escritor rememora las olvidadas consecuencias de la Guerra Civil y la represión del bando nacional en el archipiélago canario.


La represión en Canarias

Por Alberto Vázquez-Figueroa | Escritor

Tras las severas derrotas electorales que habían sufrido a principios de los años treinta, cuando la táctica de aislamiento de los comunistas solo había servido para facilitar el triunfo del nacional socialismo en Europa, el Comité Nacional del Frente Popular estaba integrado por republicanos, socialistas, comunistas e incluso siete pequeños partidos, y aunque su programa oficial era relativamente moderado, exigía una serie de cambios con vistas a alcanzar un régimen netamente «progresista».

Por su parte los anarcosindicalistas de la CNT rechazaban cualquier tipo de participación en unas «elecciones burguesas», manteniéndose al margen de todo lo que no fuera incordiar.

Pronto comenzaron los desórdenes, incendios, asaltos a conventos, manifestaciones multitudinarias, ocupación de tierras, confiscación de propiedades y huelgas masivas, mientras el Gobierno se mostraba reacio a imponer la ley porque dependía de los votos de los “revolucionarios”.

En la primavera del treinta y seis el Frente Popular acogía una gran variedad de estrategias, y sin duda la más arriesgada consistía en  conseguir que el desorden impulsara a una parte de los militares a protagonizar una sublevación tan fallida como la de cuatro años antes. En ese momento, los socialistas responderían con una huelga general que provocaría una crisis que les permitiría hacerse con el gobierno.

Creían que un Frente Popular victorioso podría convertirse en el vehículo idóneo para crear «una república democrática» que condujera a un gobierno obrero y campesino. Una antecámara del socialismo, que sería a su vez la antecámara del bolchevismo y la dictadura del proletariado.

En julio del treinta y seis el gobierno había aceptado que un golpe militar, que a su entender tendría escasa repercusión, resultaba inevitable, y consideraron casi lógico provocarlo, ya que aplastar una revuelta «chapucera» serviría para aclarar el ambiente y evitar futuros problemas de mayor enjundia.

Santa Cruz de Tenerife hervía de rumores y desmentidos, puesto que allí, parapetado tras los gruesos muros del edificio de la Capitanía General, se encontraba destinado el temido general Francisco Franco, al que el Gobierno de Madrid había destinado lo más lejos posible, sabiendo constituía la peor amenaza si llegaba a producirse «un auténtico alzamiento militar».

Cuando  Franco se dirigió a los mandos del ejército reclamando su apoyo, tan solo se sublevó uno de los ocho capitanes generales que mandaban las regiones militares, y del total de veintiún generales de alta graduación, diecisiete permanecieron fieles a la República.

De cincuenta y nueve generales de brigada únicamente diecisiete se rebelaron, y Franco hizo fusilar a los dieciséis que no abandonaron  los territorios que controlaban, por lo que cabría asegurar que la primera gran víctima del alzamiento fue el propio ejército.

La noche del 19 de julio empezaron a llenarse los antiguos almacenes de plátanos y guano de Fyffes, cedidos por sus propietarios ingleses para que los fascistas encerraran en ellos a comunistas y demócratas.

El casi impalpable polvillo que impregnaba las paredes, las vigas, los techos y hasta el último rincón de los vetustos almacenes  causaba tantas víctimas como el hambre o el hombre.

Por su parte, el cónsul de Suecia donó cincuenta rollos de alambre de espino con el fin de que ningún comunista o demócrata pudiera escapar de los fascistas.

La negra sombra de Hitler planeaba ya sobre el continente, pero los europeos parecían tenerle más miedo a la de Stalin. El tiempo demostró que fueron los millones de soldados rusos muertos en el frente lo que les librarían del mar de sangre en el que les había sumido Hitler, y que si los ingleses y los suecos no acabaron hablando alemán fue gracias a quienes ellos habían ayudado a encerrar.

A finales de año se contabilizaron en Fyffes unos mil quinientos prisioneros, pero cinco meses más tarde casi mil habían desaparecido en las profundidades del océano.

La represión en el archipiélago no solo fue especialmente sangrienta, sino especialmente miserable, repugnante y ladina, puesto que el mar engullía los cadáveres sin que nadie tuviera que molestarse en cavar comprometidas fosas que medio siglo más tarde pudieran servir para acusarle de crímenes contra la humanidad. Por lo general la costa caía verticalmente hasta los quinientos metros  y allí iban a parar, dentro de un saco y junto a una pesada piedra, todos aquellos que no estaban de acuerdo en que España siempre había pertenecido a unos pocos y así tenía que continuar.

Aquellos que se encontraban en unas seguras islas, lejos de las trincheras y a salvo en retaguardia, disfrutaban matando y saqueando a sabiendas de que nadie les castigaría por ello.

Enviaron a muchos a la muerte por el simple hecho de ser parientes cercanos de supuestos enemigos del nuevo régimen, y para convertirse en «supuesto enemigo» bastaba con no haberse convertido en «sumiso amigo» aceptando obedecer cualquier orden con los ojos cerrados o permaneciendo con los ojos bien abiertos con el fin de delatar a quienes no pensaran como los alzados.

Aquel fue un deleznable «tiempo de chivatos» en el que hombres y mujeres intachables se vieron abocados a delatar, incluso falsamente, con el único fin de no ser delatados. La nación que alardeaba de férrea neutralidad en los conflictos externos no aceptaba ningún tipo de neutralidad en los conflictos internos; había que ser azul o rojo.

La historia  acabaría contando que los españoles se dividieron en dos facciones que se mataron entre sí hasta dejar sobre los campos de batalla un millón de cadáveres de uno y otro bando, pero la verdad no fue esa; la verdad fue que unos cuantos españoles se enfrentaron a otros cuantos españoles dejando sobre los campos de batalla un millón de cadáveres de desgraciados que nunca habían querido pertenecer ni a un bando ni a otro. No fue una guerra fratricida: fue una guerra en la que, de un lado los ineptos, y del otro los ambiciosos, obligaron a miles de sumisos a masacrarse entre sí. 

Y en las islas Canarias ni siquiera hubo campos de batalla en los que morir heroicamente; tan solo hubo campos de concentración en los que ser asesinados.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

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1 comentario

  1. Dice ser ciudadanox

    En resumen los politicos meten a la gente comun en una guerra civil fraticida y luego huyen a Belgica,Suiza,etc cuando las cosas se ponen fea..¿Os suena de algo?

    13 marzo 2018 | 16:41

Los comentarios están cerrados.