¿Cuántos etarras andan sueltos con pistola o explosivos dispuestos para matar? ¿Cuantos les apoyan, les facilitan información y escape, medios para sobrevivir? El censo de etarras, de colaboradores y de simpatizantes merecería la pena tenerlo fresco, al menos una aproximación.
Años atrás un conocedor de la materia estimaba que los asesinos llegaban a los trescientos, potenciales sujetos activos de los comandos terroristas. El entorno de apoyo comprometido con el terror podría alcanzar a unos tres mil y los sustentadores de todo ello a unos treinta mil que podían movilizar algo más de cien mil votos con el disfraz batasuno.
Eduardo Martín de Pozuelo, un periodista de La Vanguardia solvente y bien informado, decía ayer que los terroristas-asesinos (activistas, titulaba impropiamente el diario de Barcelona) son un centenar, malviviendo en Francia y en España, rumiando sus ofuscaciones y desvaríos criminales, con pistolas y explosivos. Son cien que traen de cabeza a millones, no tanto por su poder o habilidad como por su miserable cobardía, por matar con tanta traición como poco riesgo personal.
Cien detrás y delante de los cuales hay varios miles que trabajan para ellos, que les sostienen. Cien que antes o después irán a la cárcel, con condenas cada vez más largas, más duras, y con decrecientes posibilidades de remisión de las mismas. Son solo cien pero que llevan de cabeza a millones. Cien a los que hay que aislar, reducir, desarmar y encarcelar, a ellos y a los que les sustituyan, cada vez más torpes, más imprevisibles y más vulnerables.