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Entradas etiquetadas como ‘soledad’

El maltrato psicológico de mi padre

Por Ana

Hay quienes aprenden qué es esto eligiendo estudiar psicología o psiquiatría. Pero ninguna lección se aprende mejor que las que uno vive en su propia piel, por eso creo que ningún psiquiatra o psicólogo sabe tanto de esta asignatura como alguien que lo haya vivido en primera persona.

Yo no tuve la opción de elegir y sin embargo sé mucho de este tema. No lo aprendí en los libros, ni yendo a clases, tampoco tuve profesores de universidad que me lo explicasen. Este tipo de lecciones fueron marcadas a fuego en el alma, que es donde mejor se quedan grabadas.

Maltrato psicológico (Gtres).

Maltrato psicológico (Gtres).

En mi particular “carrera de psicología” también había exámenes, pero en ellos me jugaba algo más que una nota. Ni siquiera creo que el maltratador sepa que lo es, él también, a su manera, se considera una víctima, por estar rodeado de tanto inútil y encima tenerlos que dar de comer; es un incomprendido dentro de su egocentrismo, subido en su altar, pretendiendo llevar el control de todo; de tus movimientos, de tus gestos, de tus pensamientos, intenta moldearte como una figura de barro, haciéndote sentir como eso, barro.

A cada instante te lo recuerda, ridiculizándote con insultos, sobre todo cuando ve un ápice de alegría o de imaginación en tus ojos. Recuerdo que teníamos algunas palabras prohibidas: «yo pienso», «yo creo».  Prohibidas porque “tú no piensas nada, ni crees nada, para eso estoy yo». “Si cada uno piensa y dice lo que quiere, ¿qué va a ser esto?”, gritaba desquiciado.

Entonces dejas de hablar o cuando lo haces, es con voz frágil, apenas susurrando, no te atreves a mirar a la gente a la cara, no vayan a ver en tus ojos el tipo de basura que eres, eso es lo que él nos decía. Y poco a poco, día a día, dejas de ser una persona. Solo eres miedo.

Aprendes a leer en las miradas, a escuchar comportamientos, a observar. Eso que llaman lenguaje no verbal, yo lo llamo ver dentro de las personas, para poder anticiparte a los hechos, lo aprendí desde pequeña, formaba parte de la supervivencia, ya saben acción-reacción.

En mi casa, cada uno tomó una decisión con su vida, alguno se dejó abatir y ser presa del sufrimiento, tomar como forma de vida la sumisión y el victimismo. Otro decidió tomarlo como ejemplo y seguir esta enseñanza con los suyos, teniendo como refugio el alcohol. Yo siempre fui la más rebelde, la peor, algo en mí se negaba a dejar de existir. La calle y la gente que tanto miedo me daban comenzaron a ser mi escape y allí por suerte conocí a alguien especial, alguien que también sabía leer entre líneas y mirar en el interior de las personas. Gracias a él, que supo sacar lo mejor de mí, dejándome ser yo, con mis errores y mis aciertos, ahuyentando los fantasmas de mi pasado y dejándome renacer de nuevo.

Me di cuenta de que esto que yo viví desde mi infancia no fue más que enseñanza, mi particular “carrera de psicología”, comprendí que es cierto, lo que no te mata, te hace más fuerte, pero también que si te dejas, te mata, al menos por dentro.

Hoy este hombre, mi padre, después de tanto decirnos “si no te gusta, te vas a la calle”, está solo, solo con su casa, solo con su dinero. Solo. Para la gente de fuera es un buen hombre, les da lástima, pues no saben su verdadera historia, a mí también me da lástima. Si no recuerdo, no le guardo rencor. Él sigue haciéndonos sentir culpables, a sus hijos y a su mujer de sus fracasos y ahora también de su soledad. Una pena no haber aprendido nada de su lección de vida, porque para él también está siendo una lección. Se ha quedado solo, consigo mismo.

Estas palabras son para aquellas personas a las que quieran hacerlas sentir barro. Yo pienso… que en la violencia no hay género, no hay que olvidarse de los niños, y sobre todo yo creo… que a veces es bueno ser la peor, la más rebelde en algo.

Tenía 3.500 amigos en Facebook y murió solo

Por Marga Alconchel

José Ángel vivía en un pueblo de Pontevedra rodeado de basura, aunque él probablemente no la definía así. Recogía cosas de los contenedores montado en una de las bicis que también había rescatado. Enfermo de síndrome de Diógenes, acumuló tal cantidad de trastos alrededor de su pequeña casa que sólo podía entrar y salir por una ventana. Por donde entró la policía para recuperar su cuerpo, que ya llevaba una semana muerto.
 
Tenía 51 años, vivía solo y estaba solo en el mundo real, aunque tenía 3.544 amigos en Facebook y se comunicaba habitualmente por Whatsapp. Precisamente uno de sus contactos, una mujer de Canarias, avisó a la policía de Vigo porque hacía una semana que no le contestaba.  Lo encontraron, salió en los medios, había nacido en Vigo, se explicaron los datos conocidos. Nadie reclamó su cuerpo, nadie se presentó como familiar o amigo real. El ayuntamiento se hizo cargo del entierro como acto de beneficencia, y fue colocado en el cementerio de Pereiro tras el número 113.
La noticia que recogen los medios recuerda otros casos de indigentes que en pleno invierno han hecho fuego para calentarse y el humo ha acabado asfixiándolos, o el fuego calcinándolo todo, sin que nadie se haya dado cuenta hasta que el olor se ha hecho insoportable o los bomberos lo hayan entresacado de los restos.
 
Acumulación de basura en casa de un enfermo de Síndrome de Diógenes (Wikipedia).

Acumulación de basura en casa de un enfermo de Síndrome de Diógenes (Wikipedia).

Dicen que ellos no quieren ir al médico, dicen que viven así porque quieren, dicen que no aceptan los servicios de beneficencia de las Administraciones. Lo que no dicen con tanto énfasis es que son personas enfermas, personas que en algún momento perdieron el camino para relacionarse con los demás, personas que quedaron atrapadas en sus propias telarañas mentales y no encuentran la salida.

El espacio físico que una persona considera “su casa” es, literalmente, su refugio, el  lugar donde se siente a salvo. Para ellos, acudir a un centro donde le faciliten ayuda con la casi obligación de ducharse (tiempo que algunas veces emplea la organización para tirar sus ropas mugrientas y darle otras limpias), es un momento de mayor vulnerabilidad: desnudo en un ambiente extraño, y encima, despojado sin permiso de la ropa que llevaba puesta. Para los ojos del mundo, les hacen un favor. Para sus ojos dolientes, les avasallan su poca dignidad.
 
No quieren ir al médico, según la opinión más extendida. Un médico se empeña en tomarte la presión o pincharte para medirte el azúcar, actos que se ejercen sobre un cuerpo que no suele estar limpio. A la sensación de vergüenza se añade la de intromisión. Y después vienen los imposibles: la cantidad de medicinas que se le recetan, gente que no tiene tarjeta médica o que la tiene de beneficencia, a la que le resulta muy complicado seguir tratamientos, tomarse mediciones, hacerse analíticas, además de las larguísimas esperas.  ¿Y todo eso para qué? Para que la tos no resuene en la barraca en la que viven, para que no le pique tanto el sarpullido de tocar cosas corrompidas.  Remedios para unas enfermedades difíciles, porque el primer tratamiento sería cambiar de vida.
 
Se habla de Ley de Dependencia, de Síndrome de Diógenes, de Síndrome de Noé (acumular mascotas abandonadas). Son derrumbes humanos, personas que están vivas porque la vida se abre paso por encima de todo, pero que anímicamente andan muy al límite. Las Administraciones, desbordadas, tramitan docenas de denuncias de vecinos, acuden los servicios asistenciales. Ponen en marcha toda una maquinaria con muy buenas intenciones, pero demasiado burocrática para unas personas que necesitan, por encima de todo, a personas.
 
El problema es complejo, porque cuando se llega a esos límites, la estructura interior que nos mantiene “normales” a todos, en ellos se ha desfigurado hasta perder toda la fuerza. Pueden haber llegado a ese estado desde cualquier punto de la vida, desde una ruptura amorosa, una muerte que no superan, un fracaso laboral o una insatisfacción vital profunda. En todo caso, siempre va pareja una depresión que les pone plomo en las alas. Quieren ayuda tanto como la temen, porque los cambios alteran su pequeño mundo y siempre pueden traer algo destructivo.
 
El eje de su estado es una soledad enorme y una enorme distancia con el mundo, y ambas son causas una de la otra. Quizás el primer paso y el tratamiento a largo plazo sería una labor continua, indesmayable, de sicólogos, de educadores de calle, de personas con los conocimientos y la disposición para salvar a esas personas de su propio derrumbe interior antes de que la casa se les caiga encima.

Quiero ir a la cárcel, hay médico gratis

Por Marga Alconchel

Una noticia humana sobresale en toda la vorágine de titulares repetidos entre política y masacres terroristas. Según The Financial Times, hace años que en Japón los ancianos cometen pequeños robos para que les lleven a la cárcel. No son grandes cosas, no hay violencia. Simplemente es la causa que necesitan para que les lleven a la cárcel, donde tienen asistencia médica gratuita. La noticia parecería casi una broma si no escondiera una realidad detrás: el 40% de los mayores de 60 años viven solos, los ingresos son bajos y el país es caro.
 
Más de la tercera parte de los hurtos (el 35%) son reincidentes, y no poco: en 2013 el 40% de ellos robaron más de seis veces. Comparado con 1991, una época de bonanza económica, han aumentado un 460%.
 
Imagen del interior de una cárcel (ACN).

Imagen del interior de una cárcel (ACN).

Es un síntoma de una sociedad (la moderna) en la que se estima que hacia 2060 casi la mitad de su población tendrá más de 60 años. Los estándares de vida actuales, los sistemas laborales y la poca protección a las capas no productivas de la sociedad (niños y mayores) están empujando a muchas personas a buscar soluciones desesperadas.

 
Porque ha de ser desesperante que la única solución para tener techo y comida cuando se han cumplido 60 años sea estar en la cárcel. Puede parecer una peculiaridad de la sociedad nipona, pero es un síntoma de lo que puede ocurrir en cualquier lugar.
 
La obsesión por hacer negocio con lo que sea, convirtiendo la salud en un producto más, es contraproducente. No sólo a nivel humano, por el desasosiego y el desamparo. No sólo a nivel social, por el abandono descarnado sobre aquellas personas que trabajaron durante décadas en la creación del status que tenemos todos. También a nivel poblacional: un colectivo empobrecido y enfermo consolida una sociedad y un país empobrecido y enfermo.
 
Los hospitales y la asistencia médica en sí misma, tiene un costo elevado. Las industrias farmacéuticas invierten muchísimos recursos en conseguir fórmulas y productos que mejoren la salud. Las empresas que fabrican maquinaria médica también han de pagar salarios e impuestos. Todo ese coste ha de ser cubierto, lógicamente. Pero hay un punto en que deja de ser beneficio razonable para entrar en usura.
 
No se puede etiquetar la salud, que no deja de ser vida, como un negocio. Un Estado debe proteger la vida de sus ciudadanos, porque ellos son la razón de ser de un Estado. Ningún país existiría, por definición, si no tuviera personas. Por tanto, las personas son lo principal, y han de estar protegidas por las instituciones a las que entregan sus impuestos y en las que delegan la gestión de las cuestiones públicas.
 
Los presupuestos han de contemplar el gasto sanitario como un coste de mantenimiento del país, no como un gasto por culpa de los enfermos. Gastar (invertir) en la salud de la población implica, en poco tiempo, que las cifras se reduzcan porque la población está sana. Mercadear con la salud, privatizar lo que se levantó con el dinero de todos, cerrar hospitales…  es poner el primer motivo para que nuestros mayores (que no son de Japón) empiecen a robar manzanas en los mercados.