Por Nieves Correas
Milagros, una mujer de mi quinta y de mi entorno, ha decidido separarse. Su cónyuge entra en la categoría de lo que la gente juzga “un buen marido”, pero mi amiga no puede más. Está harta de que el susodicho no la mire, no la escuche, la ningunee, no la considere digna de atención…
No cabe duda de que mantener el entusiasmo después de cuarenta años de convivencia es prácticamente imposible, pero de eso a convertir el matrimonio en un páramo donde todo es indiferencia y desdén, hay un abismo.
A veces, mi amiga ha intentado infundir en su marido algún sentimiento o alguna emoción, pero no lo ha logrado. Este pobre hombre, en todo lo que atañe a ella, es como una piedra berroqueña imposible de horadar.
El último acto de esta tragicomedia ocurrió hace unos días en un evento. Milagros, ansiosa de tener un recuerdo, le pidió al indiferente que inmortalizara al grupo de amigas con su teléfono móvil. Y él, cual un vulgar patán, la dejó fuera del encuadre (estaba en un extremo) y Milagros no salió en la fotografía.