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Archivo de noviembre, 2020

Aguante Diego, como en el potrero: taquito y gambeta

Hasta hoy tenía tres ídolos y hoy se deshizo mi Santísima Trinidad. No por casualidad mi primogénito se llama Diego, y no por casualidad mi padre me dijo, durante el mundial del 86, que tenía que viajar a Argentina para después contarle a qué huele la Bombonera. Yo tenía casi siete años y, sorpresas que te da la vida, él, dos décadas después, acabó cruzando el charco antes que yo y, como no, visitó ese templo sublime que no tiembla, late. Y ahí se dio cuenta de que el Pelusa era incluso más grande de lo que parecía. 

Mi amor por el fútbol nació aquel día con aquella mano y aquella carrera, el gol más grande de todos los tiempos

Mi amor por el fútbol nació aquel día con aquella mano y aquella carrera, el gol más grande de todos los tiempos. Se llamaba Diego y se apellidaba Maradona, y yo no había visto nada más hermoso en toda mi vida. Pisaba la pelota, le aguantaban dos y arrancaba el genio del fútbol mundial. El barrilete cósmico dejaba en el camino a tanto inglés y conseguía que, tras la guerra de las Malvinas, el país entero fuera un puño apretado gritando por Argentina. El mundo quedó asombrado para toda la eternidad.

Ya mucho antes todos sabían que el Diego era especial, cuando reventaba a los mayores en los picados de Fiorito, cuando hacía toquecitos en los entretiempos de Boca o cuando mandaba callar al Abuelo Barrita de La 12 en la tribuna popular. Era un dios de carne y hueso porque se podía tocar, besar y querer, y al que los defensas de los 80 cosieron a trompadas porque no había forma reglamentaria de parar a aquel zurdo mágico cuya gambeta no tenía fin.

Argentina, España, Italia y el mundo entero llora porque este miércoles su maltrecho corazón se apagó. Ya estará en el cielo, con el viejo y la Tota, con Alfredo y Johan y con el chico cuartetero que plasmó la vida del genio en una cumbia irrepetible.

Gracias, Diego, por habernos enseñado que la pelota no se mancha, que el honor no se compra y que el sentimiento no se termina. Hasta siempre, barrilete.

Por José Esteban Gómez Muñoz

SOS Residencias: nos matan la soledad y la pena, nos sentimos como muebles

Por Manuel Sánchez Madrid (79 años)

Soy el grito sordo y mudo de miles de personas que pedimos ayuda. Somos los abuelos que habitan las residencias. Los que más hemos sufrido la muerte en esta pandemia, muchos se fueron y no volvieron.

No queremos buscar culpables por lo mal que lo hicieron las Administraciones, Gobierno y altos directivos de las residencias (con el tiempo ya se irán depurando responsabilidades).

Ahora quedamos los que sobrevivimos a esta locura, y ¿qué es de nosotros? ¿Nadie se acuerda ya? No tenemos ni voz ni visibilidad en ningún medio de comunicación, ni en nuestros políticos.

Queremos y necesitamos buscar soluciones y darle luz a la dura realidad que vivimos en nuestros centros, que se han convertido en cárceles para nosotros. Somos prisioneros inocentes, no hemos muerto por la Covid pero nos van a matar la soledad y la pena.

Nuestra vida diaria se reduce a estar confinados en nuestras habitaciones casi todo el día, sin ningún tipo de actividad ni relación con nadie.

Hemipléjico por derrame cerebral

La mayoría estamos obligados a estar aquí porque nuestras familias no nos pueden atender, como es mi caso: hace ya 26 años que sufrí un derrame cerebral, desde entonces y hasta hace 2 años mi familia me ha estado cuidando y mimando todos los días, dándome su amor y dedicación.

Manuel Sánchez Madrid

Manuel Sánchez Madrid junto a la ventana en la residencia en la que vive. (FOTO: Mónica Sánchez).

Mi cabeza funciona muy bien pero mi cuerpo no. Quedé hemipléjico. Hace dos años que estoy en una residencia porque mi familia ya no me podía atender. Hemos derramado muchas lágrimas porque ha sido una decisión muy dura y difícil para todos.

Mi única alegría era el verles diariamente, el que me trajeran siempre alguna cosita para alegrarme un poco el día (un zumo, un bollito…), poder darme un paseo. De repente todo esto se paraliza. Nos confinan, nos aíslan, la mayoría no podemos comunicarnos con la familia.

Nos sentimos como muebles porque no nos podemos valer por nosotros mismos, pero señores, tenemos vida. Somos seres humanos con sentimientos, no solamente viejos. Lo único que preocupa es la Covid, que es muy importante, pero entendemos que hay que irse adaptando a las nuevas circunstancias.

«Es muy triste, de verdad»

Nos da la sensación de que se han olvidado de nosotros. A nuestra familia solo la podemos ver dos veces por semana a través de una mampara, lo cual nos dificulta mucho poder hablar con ellos. No nos pueden traer nada de comida (ni siquiera un simple caramelo). El enemigo parece que es la familia. Nos vigilan para que no se nos acerquen y no nos toquen. Es muy triste señores, pero muy triste de verdad. No podemos entenderlo.

Pedimos mayor atención y que nuestros familiares puedan vernos más, pero de otra manera, que puedan darnos un paseo, estar más cerca para podernos oír, que no parezca que estamos en la cárcel.

«En el límite»

Para ello, si hay que tomar algún tipo de medida pues que se haga. Por ejemplo que traigan la PCR negativa, que demuestren que tienen anticuerpos… no sé, alguna solución para poder estar con ellos de otra manera, porque esta situación nos está quitado las ganas de vivir y ya estamos en el límite y no aguantamos más.

Necesitamos el cariño de nuestros seres queridos para que la vida que nos queda tenga algún sentido para nosotros. Nos sentimos abandonados por una sociedad que no ve más allá de su mascarilla y de su incómoda nueva realidad. Piensen un poco en nosotros. Les necesitamos.