La Montaña Mágica existe y está en Huesca, al norte, en la frontera. Cruzas el pueblecito de Aísa y su recoleta piscina, abandonas los límites civilizados; la carretera te sacude entonces -cóctel de huesos, zumito de plasma- hacia arriba, por oleadas de pinos que te añaden su menta salvaje; superas una curva y al fondo, como en un espejismo, un disparo, o un cuadro de Bierstadt, la visión te apuñala la córnea.
Es un espectáculo. La forman tres pirámides irregulares: desnudas, grisáceas, magentas, torturadas por el viento y las aguas del diluvio, cúmulos presidenciales que sobresalen entre los valles cerrados, y que ocupan el final de todos los caminos.
¡Una Roma del Pleistoceno que atrajo a los viajeros de la Edad de Piedra!
Cuando llegas a sus faldas, tras la dura caminata, es hora de juegos: vacas, mariposas, grutas, paredes de cíclope, árboles vencidos, arcadia, murciélagos. Vértigo, desprendimientos, cabeceras de torrentes activos… Un innombrable silencio.