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La desolación de los hombres varados en pueblos mineros

Puedes venir aquí en un capricho de domingo.
Digamos que tu vida se vino abajo. Que te dieron el último beso
hace años. Puedes caminar por estas calles
trazadas por un loco, pasar por los hoteles
que ya cerraron, los bares que también, el torturado intento
de los conductores locales por acelerar sus vidas.
Sólo las iglesias se mantienen. La cárcel
cumplió 70 este año. El único preso
sigue encerrado sin saber lo que ha hecho.

El negocio de subsistencia ahora
es la furia. El odio a los distintos grises
que la montaña envía, el odio a la fábrica,
la repelencia a las monedas, a las chicas más deseadas
que cada año se largan de Butte. Un buen
restaurante y algunos bares no pueden combatir el aburrimiento.
El boom de 1907, con ocho minas de plata en funcionamiento,
una pista de baile construida de la nada,
todos los recuerdos se pierden en la mirada,
en la verde panorámica de alimento para el ganado,
en las dos chimeneas sobre la ciudad,
los dos hornos muertos, el colapso de la enorme factoría
hace ya cincuenta años, pero no se derrumba.

En Degrees of Gray in Philipsburg (Grados de gris en Philipsburg), el poeta Richard Hugo (1923-1982) lamenta con sardónico odio la muerte de una ciudad minera en decadencia, oxidada y decrépita tras el fulgor, que siempre termina por ser fugaz pese al inicial empuje del boom, de la extracción, la riqueza y el empleo para todos.

A partir del llanto rabioso del poema y tomando una de sus más poderosas imágenes como título, Grays the mountains send (Los grises que la montaña envía), el fotógrafo Bryan Schutmaat (Houston-EE UU, 1983) se impuso la tarea, hace tres años, de mostrar la tierra baldía de las poblaciones mineras del Medio Oeste estadounidense y las almas que han quedado varadas en ellas. El fotoensayo, realizado con una cámara analógica de gran formato —sólo puedes penetrar en algunos lugares si la maquinaria que manejas es tan vieja como el ambiente—, es en mi opinión uno de los más bellos de la fotografía reciente.

¿No es esto la vida? ¿Ese antiguo beso
todavía quemándote los ojos? ¿No es esta la derrota
tan precisa: la campana de la iglesia parece
un anuncio de llamada al que nadie responde?
¿No suenan las casas vacías? ¿Es el magnesio
y el desdén suficiente para mentener en pie a una ciudad,
no sólo Philipsburg, sino ciudades
de rubias imponentes, buen jazz y todo el alcohol
del mundo, que no serás capas de beber
porque el pueblo del que vienes se muere en tu interior?

Los hombres que pueblan los villorrios que alguna vez fueron lugares encendidos y de noches largas padecen de la misma desolación que la tierra y, como ella, han sido lacerados tanto y tan intensamente como para que la redención sea imposible y la imperfección se haya instalado para quedarse. «Las pequeñas ciudades se están volviendo económicamente obsoletas, perdiendo su identidad frentre a las cadenas comerciales y la arquitectura se está muriendo», afirma el fotógrafo en una entrevista.

Schutmaat tiene el buen gusto de insinuar antes que narrar: un pavo en el horno o un cementerio sin visitantes son estadística suficiente. «Esta obra es una meditación sobre la vida de pueblo, el paisaje y, lo más importante, los paisajes interiores de los hombres comunes», dice, dolido por la alteración, que considera irremediable, de la piel exterior de la tierra estadounidense.

Niégate. El viejo, veinte años
cuando se construyó la cárcel, todavía se ríe
aunque sus labios se colapsen. Algún día, bien pronto,
dice, voy a dormir y no despertar.
Le dices que no, pero estás hablando contigo mismo.
El coche que te trajo aquí todavía funciona.
El dinero con el pagaste la comida,
no importa dónde lo extraigan, es de plata
y la chica que sirve los platos
es delgada y su pelo ilumina la pared como una luz roja.

El fotógrafo, ajeno a la épica del esfuerzo, evidente pero quizá inútil en el trabado gesto que los años han dejado en los personajes, coloca en entredicho la promesa del Oeste, que en los EE UU tuvo condición de llamada para la búsqueda de nuevos futuros, y sacude todo rastro de romanticismo de las fotos. Trabajo agotador, pobreza, cambio destructivo y soledad son los únicos caminos que muestra Grays the mountains send.

Pero ni un ápice de moralina, idealismo o falsa compasión hay en estas fotos fascinantes: «Estas personas son muy resistente y van a salir adelante sin importar lo que se cruce en su camino, sin ayuda o palmaditas en la espalda», dice el fotógrafo de los últimos mineros.

Ánxel Grove