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Muere Cornel Lucas, el fotógrafo inglés de las estrellas

Cornel Lucas con la Hasseblad en el regazo, 2005. Foto de Jill Kennington

Cornel Lucas con la Hasseblad en el regazo, 2005. Foto de Jill Kennington

En algún momento de los tiempos de escombros y barro posteriores a la II Guerra Mundial, un joven se acercó al divino Cecil Beaton —que había dejado su mansión georgiana para arrimar el hombro como reportero de propaganda antinazi— para preguntarle si era posible encontrar trabajo como «fotógrafo de estrellas de cine».

«Es mejor que lo olvides, resulta casi imposible, hay demasiada competencia», respondió con un deje de altivez el ya consagrado Beaton, ocultando quizá que él mismo deseaba monopolizar el negocio. En unos años, el sofisticado gentleman tendría ante su objetivo a Audrey Hepburn, Marilyn Monroe, Gary Cooper, Marlene Dietrich y otras luminarias. También se dedicó a retratar a Greta Garbo, con la que compartía cama en un sonado romance.

Tenemos la suerte de que el joven que había pedido consejo al falaz Beaton no se diera por vencido. Cornel Lucas, que había servido como técnico de laboratorio para la aviación británica, revelando, cuando tenía 15 años, las imágenes áreas de los objetivos futuros de los bombarderos aliados, no dejó que el fuego del sueño languideciese ni siquiera cuando, tras viajar a Hollywood, se encontró con un mercado laboral dominado por los sindicatos: o eras estadounidense y con carné o no trabajabas.

Lucas acaba de morir en la misma ciudad, Londres, en la que había nacido 92 años antes. Pese a la malévola predicción de Beaton, hizo fotos a David Niven, Stewart Granger, Joan Collins, Katharine Hepburn, Leslie Caron, Dirk Bogarde, Lauren Bacall, Raquel Welch, Claudia Cardinale, Brigitte Bardot

Todos salieron de las sesiones convencidos de que habían posado para un gran retratista y, sobre todo, el mejor de los iluminadores.

Marlene Dietrich, 1948. Foto: Cornel Lucas

Marlene Dietrich, 1948. Foto: Cornel Lucas

La única que se atrevió a discutirle algo fue la clienta que lo encumbró. En 1948, cuando ya llevaba unos años trabajando en los Estudios Denham del mítico Alexander Korda, al fotógrafo le encargaron hacer los retratos de promoción de Momentos de peligro. Con el actor principal, el dúctil y educado James Stewart, no hubo problema, pero la actriz protagonista era Marlene Dietrich, que nunca consintió una voz más alta que la suya.

Disconforme con la iluminación que había preparado fotógrafo, la diva dio instrucciones para que los focos remarcasen sus facciones angulosas (aunque en realidad eran bastante redondeadas). Cuando Lucas se atrevió a discutirle la decisión, la actriz dijo: «Señor, es usted un empleado a mi servicio. Las fotos son para mí mucho más importantes que las películas. La gente las pega en las paredes y no las olvida«.

De la sesión con Dietrich —de la que procede la foto de la femme fatale fumando, por supuesto con boquilla, mientras aguarda un porteador para las maletas o una víctima para sus garras— salieron algunas de las imágenes de la actriz que han adquirido condición icónica.

Para Lucas fue un éxito (le contrató de inmediato como fotógrafo exclusivo la poderosa productora Rank, la más importante del Reino Unido) y también una lección: «Marlene Dietrich me enseñó que los retratos de estrellas de cine no son retratos a una persona, sino a un ideal«.

Lauren Bacall, 1958. Foto: Cornel Lucas

Lauren Bacall, 1958. Foto: Cornel Lucas

Gracias a un delicado dominio del gran formato —alguna de las cámaras-mamut que utilizaba están expuestas en museos— y a su disposición a la empatía, Lucas siguió retratando durante más de cincuenta años a todas las grandes estrellas que viajaban al Reino Unido para trabajar en películas. En 1959 el fotógrafo abrió estudio propio en la calle Flood, en el barrio chic de Chelsea. No había sex symbol que pisase la ciudad sin pasar por las instalaciones y dejar que la magia circulase.

La obra del retratista muerto, el único fotógrafo que ha recibido el premio honorario de la BAFTA, la academia británica de cine, puede verse con cierta profundidad en la excelente colección online de la National Portrait Gallery. La contemplación es como viajar a un país imaginario de dioses en claroscuro.

Mi favorita es una foto que rompe la norma y desdice el consejo que Lucas recibió de Dietrich. El retrato de Laureen Bacall, a color y fuera del estudio, fue tomado en 1958, poco después de la muerte del marido de la actriz, Humprey Bogart, a los 57 años. Hay en la foto la certeza de que esa mujer ya no es de celuloide.

Ánxel Grove

Anouk Aimée, 1949. Foto: Cornel Lucas

Anouk Aimée, 1949. Foto: Cornel Lucas

Brigitte Bardot, 1955 (Foto: Cornel Lucas)

Brigitte Bardot, 1955 (Foto: Cornel Lucas)

Claudia Cardinale, 1958 (Foto: Cornel Lucas)

Claudia Cardinale, 1958 (Foto: Cornel Lucas)

Marlene Dietrich, 1948 (Foto: Cornel Lucas)

Marlene Dietrich, 1948 (Foto: Cornel Lucas)

Joan Collins, 1952 (Foto: Cornel Lucas)

Joan Collins, 1952 (Foto: Cornel Lucas)

Yvonne De Carlo, 1954 (Foto: Cornel Lucas)

Yvonne De Carlo, 1954 (Foto: Cornel Lucas)

Federico Fellini, 1958 (Foto: Cornel Lucas)

Federico Fellini, 1958 (Foto: Cornel Lucas)

Dirk Bogarde, 1952 (Foto: Cornel Lucas)

Dirk Bogarde, 1952 (Foto: Cornel Lucas)

Belinda Lee, 1956 (Foto: Cornel Lucas)

Belinda Lee, 1956 (Foto: Cornel Lucas)

Muere Terry Callier, el músico que se ganaba la vida como informático


Terry Callier murió el 28 de octubre en un silencio de algodones no muy diferente al que envuelve algunas de las canciones que compuso y cantó. Tenía 67 años, se lo llevó un cáncer y encontraron el cadáver en su casa de Chicago, la ciudad en la que había nacido, acaso la única posible para uno de esos músicos que entendía el escalofrío como parte de un acto sexual con el mundo entero y todas las formas de vida.

Compañero de juegos de infancia de tipos encendidos con llamas suaves —Curtis Mayfield y Jerry Butler, es decir, The Impressions—, Callier fue un hijo del gueto de Cabrini Green, un barrio de pandillas, drogas e injusticia, pero también peleón y reivindicativo [este documental repasa la historia antes de que empezasen a demolerlo].

A los 17 años grabó un himno de defensa racial, Look at Me Now, y le invitaron a irse de gira con los pesos pesados de la gloriosa discográfica Chess Records, Muddy Waters, Howlin’ Wolf y Etta James. La madre del muchacho, asustada por la mala fama de aquella pandilla de bluseros depravados, dijo que de ninguna manera y obligó al chico a quedarse en casa y seguir estudiando.

"The New Folk Sound of Terry Callier" (1968), "Ocassional Rain" (1973) y "What Color Is Love?" (1974)

«The New Folk Sound of Terry Callier» (1968), «Ocassional Rain» (1973) y «What Color Is Love?» (1974)

Tampoco tuvieron demasiada repercusión sus tres primeros discos, difíciles de categorizar, oscuros, inclinados hacia el jazz —dos guitarras acústicas y dos bajos que transitan por los caminos instrumentales que abrió John Coltrane en A Love Supreme—, pero con la carnosa tonalidad del soul.

El primero, The New Folk Sound of Terry Callier, grabado en 1964, contenía una muy novedosa relectura de piezas tradicionales del cancionero popular estadounidense, convertidas en espirales que parecían no querer terminar. La publicación del disco se retrasó cuatro años porque al productor, el folklorista Samuel Charters, le dió una venada asocial, se llevó las cintas con él a un retiro en el desierto mexicano y no regresó al mundo hasta 1968.

Las dos siguientes obras de Callier, Ocassional Rain (1973) y What Color Is Love? (1974), fueron apadrinadas por el habilidoso Charles Stepney, uno de los productores estrella de Chicago —es el padre de la orquestación psicodélica de Earth, Wind & Fire—. Los álbumes son joyas únicas, cercenantes expresiones de sensualidad contenida y texturas circulares.

Terry Callier

Terry Callier

Aunque le contrataban con asiduidad en los clubes del área metropolitana de Chicago, Callier no se ganaba la vida con la música. En 1982, después de pagar de su bolsillo el single I Don’t Want to See Myself (Without You) y comprobar cómo sus canciones eran de nuevo ninguneadas, decidió dejar de intentarlo y aceptó un contrato como programador informático en el National Opinion Resource Center, una organización dedicada a los estudios de opinión vinculada a la Universidad de Chicago.

Sus compañeros de departamento ni siquiera sabían que el nuevo empleado era músico. En realidad ni siquiera lo era: entre 1983 y 1988 no puso las manos sobre una guitarra. Si estaba decepcionado, ocultó la decepción con optimismo y paz de espíritu.

El milagro ocurrió a principios de la década siguiente y vino del otro lado del Atlántico. Algunos pinchadiscos ingleses habían descubierto que la música sinuosa de Callier y sus derivas largas y palpitantes encajaban con naturalidad en las mezclas para las sesiones de acid jazz. Pronto le llamaron para que actuase en el Reino Unido y volviese a grabar.

Los discos que siguieron, sobre todo Timepeace (1998) —al que la ONU galardonó por su mensaje antibélico y de entendimiento global— y LifeTime (1999), le devolvieron a la luz pública y llegaron las colaboraciones con artistas cuarenta años más jóvenes, entre ellos Beth Orton, Massive Attack y Paul Weller.

Conocedor de los caprichosos gustos colectivos y de los cambios de humor del negocio musical, Callier no dejó su trabajo como informático y aprovechaba vacaciones o días libres para actuar durante su tardío renacimiento.

En una entrevista en 1998, declaró que no sentía amargura por haber permanecido en la sombra: «Me siento bendecido por el éxito tardío. Todo sucede cuando debe suceder y cuando lo puedes manejar. Nunca me faltaron recursos y gracias a mi trabajo como programador pude mandar a mi hija a la universidad. No pedía nada más».

Ánxel Grove



Las tres muertes de Masahisa Fukase, fotógrafo de cuervos

Masahisa Fukase - "Autorretrato"

Masahisa Fukase – «Autorretrato»

El fotógrafo Masahisa Fukase murió tres veces. La última ocurrió el pasado 9 de junio y será considerada como definitiva por los registros, que en este caso, como en tantos, cultivarán la imprecisión.

El cuerpo de Fukase tenía 78 años. Estaba detenido en un hospital en un coma profundo desde el 20 de junio de 1992, cuando sufrió una conmoción cerebral severa al caer escaleras abajo en un bar. Estaba borracho. Fue la segunda muerte.

En 1976, cuando Yoko, su mujer y musa durante 13 años, decidió divorciarse —estaban atados por un lazo tan apretado que abarcaba «desde el placer más profundo hasta el deseo del suicidio y la destrucción», dijo ella—, Fukase murió por primera vez. Estaba tan obsesionado con la imagen fotográfica de Yoko que a la mujer, asustada, se le hacía difícil ser alguien por sí misma y comenzó a temer al marido.

Masahisa Fukase - "Yoko"

Masahisa Fukase – «Yoko»

Entre la primera y la segunda muertes, triste y perdido, el fotógrafo pensó en dejarse arrastar por un río, ahogarse en el mar, colgarse de una viga, envenenarse… Tomó un tren hacia su lugar de nacimiento, Hokkaido, la más norteña de las islas del archipiélago japonés, pero no podía soportar la conciencia inútil del desplazamiento porque, pensó, el dolor admite todas las geografías y descendió al azar en una de las paradas. Entonces vió a un cuervo.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

Con su aparatoso protocolo de relación con la naturaleza y sus ánimas, los japoneses han establecido que se debe evitar el cruce de miradas con el karasu (cuervo) porque implica que algo funesto sucederá. Acaso en espera del cumplimiento del augurio porque lo consideraba merecido, Fukase dedicó diez años a intercambiar miradas con cuervos.

Fascinado por la elegancia ominosa, la oscuridad y tristeza del ave a la que Poe llamó «vagabundo en la tiniebla«, hizo fotos de cuervos: silueteados, en sombras, reflejados en la nieve y el cemento, embrutecidos en la masa social de la manada, vigilantes en cables aéreos, desplegados sobre fracciones de cielo granuladas… «Trabajo para detenerlo todo. Mi obra es un especie de venganza contra el drama de tener que vivir«, declaró Fukase en uno de sus muy escasos testimonios.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

Hasta que confluyó con los cuervos, había firmado dos fotoensayos de juventud: Oil Refinery Skies (1960) y Kill the Pigs (1961), sobre una refinería y un matadero. Heredero del estudio familiar que regentaron su abuelo y su padre en Hokkaido, compañero de estudios de dos de los grandes de la fotografía japonesa de la postguerra, Shomei Tomatsu y Daido Moriyama, Fukase era neurótico, complejo y depresivo. Sus fotos familiares, de los suburbios de Tokio y de Yoko le situaron en una posición económica cómoda, pero no era suficiente.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

El álbum que publicó en 1986 en Japón, Ravens —luego editado en Europa con un añadido inútil y explicativo: The Solitude of Ravens (La soledad de los cuervos)—, fue elegido en 2010 por un panel de críticos como el mejor libro de fotografía de los últimos 25 años. El éxito trajo exposiciones en las flemáticas o caducas urbes continentales y puso a la obra en el altar de lo selecto (un ejemplar usado puede andar por los 1.500 euros), pero el fotógrafo seguía fracturado.

Masahisa Fukase

Masahisa Fukase – «Ravens»

Atormentadas como placas de rayos equis, peligrosas como el camión conducido por un borracho, repletas de la misma soledad que un invierno postnuclear, las fotos de Ravens no pueden ser admiradas con aplausos educados. Son demasiado silvestres y dolorosas.

Dicen que Yoko —feliz tras un nuevo matrimonio— seguía visitando una vez a la semana el hospital donde residía su exmarido, es decir, el cuerpo vegetal de su exmarido, desde que la borrachera y la caída por las escaleras le llevaron al estado anestésico que quizá había perseguido con la contemplación de los cuervos. «No puedo dejar de hacerlo, Masahisa forma parte de mí», dijo a un entrevistador hace unos años. «Sin su cámara nunca fue capaz de ver», añadió.

Ánxel Grove

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Masahisa Fukase - "Ravens"

Masahisa Fukase – «Ravens»

Levon Helm: diez años de vida extra gracias a un establo

The Band, 1967 (Foto: Elliot Landy)

The Band, 1968 (Foto: © Elliot Landy)

Tres de las cinco personas de la foto están muertas. El del medio se suicidó en 1968 1986, a los 42 años. El del extremo izquierdo falleció de un ataque al corazón en 1999, a los 55. El que está entre ambos murió el jueves pasado de un cáncer, un mes antes de cumplir 72.

No menciono sus nombres en el primer párrafo porque nunca cometieron la grosería de obligarnos a la veneración genealógica ni practicaron el apostolado egoísta de la sacra iglesia del rock, despreciable como toda congregación, poblada por medianías, frecuentada por fanáticos ciegos.

Esos cinco tipos retratados por Elliott Landy en el buen año de 1968 en las montañas Catskills (no se trata de un plató de ocasión para hacerse pasar por chicos de campo: vivían allí) se llamaban The Band. Eran la única banda posible.

Levon Helm, 1969 (© Magnum Photos)

Levon Helm, 1969 (© Magnum Photos)

La tercera muerte estaba anunciada desde 1998. «Tiene usted cáncer de garganta», dijeron los médicos a Levon Helm —hijo de granjeros de algodón de Arkansas, la tierra de gente con sombrero y uñas sucias donde sedimentó el blues, fuente única—. Dios te da donde más duele. De las cuerdas vocales de Mark Levon Helm había nacido el grito arrugado de los derrotados: la suya era una voz  que condensaba la sarga mojada por el chaparrón bíblico de la injusticia, el contrabando como senda de iluminación, la sombra de los barrancos donde van a morir los perros viejos, el alcohol de los pobres como única compensación por tanta miseria… Bruce Springsteen, que busca el mismo tono, lo dijo con lengua llana: «Hablamos mucho sobre el asunto, pero Levon es el asunto».

«Podrá vivir unos cuantos años, pero se quedará sin voz». Los médicos lo anunciaron con firmeza inmutable de avatares de Krishna. Cáncer en la garganta, bisturí, quimioterapia… Un barranco postrero para el perro enfermo. En 1998 todos comenzamos la cuenta atrás para Levon Helm. Concluímos que solamente nos quedaban las grabaciones como consuelo.

Establo-estudio de grabación de la casa de Levon Helm

Establo-estudio de grabación de la casa de Levon Helm

Después de dos años sin voz ni canciones, dos años blancos como hospitales, Helm empezó a hablar de nuevo, a cantar. La culpa del milagro la tuvo un establo en las montañas. Montañas y pelo de bestias, acaso no haya otra cura.

Fue como un inesperado bis. En 2004 Levon Helm, que debía muchos recibos a los médicos que le habían condenado antes de tiempo, organizó un concierto en el establo, adaptado como estudio de grabación. Los vecinos y amigos llevaron mazorcas de maíz, puré de calabaza y costillas asadas. El establo y el hijo de granjeros de Arkansas pusieron la música. Desde entonces, hasta hace pocos meses, la fiesta se celebró cada sábado. La llamaron Midnight Ramble y era una sorpresa. Reservabas la entrada, llegabas con algo de comida, te sentabas cerca de la chimenea y te dejabas caer por el barranco.

El elenco de cada noche dependía del azar y parecía dictado por un dios bondadoso. Podía incluir a Elvis Costello, Jackson Browne, Emmylou Harris, Dr. John, Gillian Welch, Rickie Lee Jones, Los Lobos… Hay un par de discos que sintetizan el milagro del establo.

Levon Helm sonreía, cantaba, tocaba la batería y la mandolina, renacía en una marcha atrás que le llevaba hacia delante. No tenía la rabia tensa de los años setenta y los músculos doloridos le obligaban a golpear los tambores con menos pegada, pero la sonrisa era un guiño a la muerte. «Te estoy ganando, chica», parecía decir.


En los últimos cinco años, Helm grabó tres discos. Todos ganaron un Grammy, pero es injusto reducirlos a la entidad difusa de un premio. Dirt Farmer (2007), Electric Dirt (2009) y Ramble at the Ryman (2011) son adultos, no tienen la desesperada pureza redentora de las grabaciones de The Band, pero hablan de asuntos de gravedad intensa en este tiempo de desprecio por la siembra, el arado, las cosechas y el riego: la desaparición, tal vez definitiva, de la cultura rural y su templada elegancia. Percibir que los enuncia un condenado que araña tiempo a la muerte los convierte en sobrecogedores.

"Dirt Farm" (2007), "Electric Dirt" (2009) y "Ramble at the Ryman" (2011)

"Dirt Farmer" (2007), "Electric Dirt" (2009) y "Ramble at the Ryman" (2011)

El escenario final para Helm, el establo celeste, fue congruente, como también lo habían sido los de sus dos colegas en The Band que le precedieron en la muerte: el motel barato donde Richard Manuel se colgó de una puerta con su propio cinturón —los chicos de campo prefieren el cuero— y la casa familiar de pueblo —esta gente nunca babeaba por las bruñidas luces de las vanidosas noches urbanas— donde Rick Danko fue sorprendido por el reventón cardíaco mientras dormía, tras haber declarado a un entrevistador, el día anterior, la verdad necesaria: «Las cosas buenas nunca se planean».

Desde la izquierda, Hudson, Manuel, Helm, Robertson y Danko

Desde la izquierda, Hudson, Manuel, Helm, Robertson y Danko

The Band, la única banda, era un fruto accidental que condensaba todos los sabores del plantío americano: tres canadienses de Ontario —Danko, Manuel y Garth Hudson (1937)—, el medio indio mohawk Robbie Robertson (1943) y el hijo de granjeros Helm. Siendo adolescentes se foguearon en garitos donde, según la ley, eran demasiado jóvenes para entrar. Se llamaban The Hawks y acompañaban al viejo loco Ronnie Hawkins, que les pagó las primeras copas.

El resto es leyenda: entraron en contacto con Bob Dylan, al que apoyaron en la sideral transición del folk al rock eléctrico (1965). En julio de 1966, el cantautor, también nativo de las brumosas tierras de la imprecisa frontera cultural entre los EE UU y Canadá, fue víctima de un accidente de motocicleta. Las secuelas no fueron únicamente físicas. Alquilaron por una renta de trescientos dólares una casa de madera pintada de rosa, Big Pink, en Woodstock, el pueblo montañoso del estado de Nueva York donde Helm levantaría su estudio-establo, y llevaron a término la Gran Pastoral Americana, el  menos es más del rock de los años sesenta.

Dylan y The Band grabaron cientos de canciones complicadas y peligrosas que ni siquiera intentaron editar (circularon profusamente en grabaciones pirata, conquistaron a los Beatles —George Harrison visitó Big Pink y salió transformado— hasta que una selección, The Basement Tapes, fue publicada en 1975). Mientras los hijos de las flores apuraban al máximo el volumen de los amplificadores Marshall y volaban sobre paisajes de gelatina, volvieron la vista al territorio, la verdad de la orografía, y llevaron al rock a terrenos donde resonaban las voces alunadas y góticas de William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers, los libros bíblicos, Robert Johnson, las jigas tradicionales y los cantos de ciego con perro lazarillo.

Segundo álbum de The Band, 1969

Segundo álbum de The Band, 1969

Cuando The Band emergió como grupo, sobre todo con los dos primeros elepés, Music from Big Pink (1968) y The Band (1969), el compositor devocional Robertson preparó sagas sobre la gran frontera norteamericana para las voces de Helm, Manuel y Danko, de timbres, respectivamente, rugoso, frágil y conmovedor. En los dos discos establecieron una simbiosis total con los ciclos, con frecuencia desalmados, de la naturaleza y con el escenario inmutable del devenir errático de los humanos.

En piezas como Long Black Veil, The Shape I’m In, Chest Fever, Stage Fright, The Weight, The Nigth they Drove Old Dixie Down, In a Station o King Harvest había un tono de serenata, no por matizado menos intenso, desconocido en el rock. The Band hablaba el idioma eterno de la desesperanza con un matiz de sermón y plegaria que abrió las puertas para una nueva derivación humana del rock. Después llegó la admiración de todos, algunos discos erráticos y el concierto de despedida The last waltz (1976), convertido por Martin Scorsese en la mejor película de rock and roll de la historia. Les dejo con un fragmento en el que Helm canta una pieza que mientras escribo intenté escuchar, pero que, lo confieso, no puedo afrontar ahora. Duele demasiado.

Ánxel Grove

 

Howard Tate, la muerte silenciosa de un genio del soul

Howard Tate (1939-2011)

Howard Tate (1939-2011)

La canción se titula Get It While You Can. Es un pragmático consejo de educación sentimental: ya que la vida es amarga y las trompadas vienen de quien menos te lo esperas, aprovecha lo que tienes cuando lo tienes.

La compusieron en 1966 Jerry Ragovoy y Mort Shuman. Ambos eran hijos de emigrantes judíos (el primero de orígenes húngaros; el segundo, polacos) escapados a los EE UU para evitar los pogromos. El rock and roll, la música más feliz y sexual de la historia, deriva de la devastación, la violencia y el disturbio.

Es probable que usted, invisible lector, conozca la pieza en la versión de una infeliz chica blanca que tenía el corazón en pústulas, como si fuese negra: Janis Joplin, que grabó Get It While You Can en 1971 para el que sería su disco póstumo, Pearl. El 25 de junio de 1970, menos de cuatro meses antes de morir tras inyectarse heroína y beber mucho bourbon en la habitación de un desabrido hotelucho, Joplin había interpretado la canción en un show televisivo.

Así suena la grabación discográfica de Joplin:

No se puede negar la turbulencia de la interpretación y la desnudez emotiva de la cantante.

Quizá haya demasiado adorno dramático en detrimento de la elegancia y contención bluesy de la la canción, pero, ya se sabe, Janis cantaba con el mismo exceso con el que abusaba de los fulares y el terciopelo de colores no complementarios: deseaba demostrar en cada verso que nadie se rompía tanto como ella. Era un infinito grito en demanda de ayuda que, pese a las octavas y los alaridos, nadie escuchó.

Si se tratase de elegir, yo me quedo con la primera versión de Get It While You Can, grabada cinco años antes. Aquí está:

La voz que culebrea y se lamenta en medio del sofisticado arreglo es la de Howard Tate. Acaba de morir, hace unas semanas, en una residencia de ancianos tras varios años de leucemia. Tenía 72. No era un one hit wonder, pero murió con menos estruendo que si lo hubiese sido: no he encontrado ni un sólo obituario en la prensa española y hay muy pocos en la anglosajona. Ni siquiera ha merecido la gloria última de la celebrada sección de obituarios del Times, tan minuciosa y registral.

A mediados de los años sesenta, Tate era la mejor voz, la más expresiva, de Verve, uno de esos sellos discográficos con un catálogo que debería ser patrimonio de la humanidad (Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Billie Holiday, Oscar Peterson, Count Basie, Lester Young, Bill Evans, Tom Jobim, The Righteous Brothers, Frank Zappa and the The Mothers of Invention, The Velvet Underground, The Blues Project…).

Interpretando canciones escritas y producidas por el mago Ragovoy -pionero en la combinación de los arreglos vocales de aire góspel con bases instrumentales  sinfónicas-, Tate encadenó gloriosas canciones que hoy suenan ajenas al tiempo: Ain’t Nobody Home (1966), Look at Granny Run Run (1966), Baby I Love You (1967) o este Stop (1968):

Como declaraba en una de sus piezas, Tate aprendió a vivir a golpes: del éxito inicial, cuando compartía cartel con Marvin Gaye y era considerado el cantante más soul de los EE UU -con un tono que iba de las caricias del tenor al quejido del falsetto-, no sacó más que migajas (los contratos eran sanguinarios y tramposos con los intérpretes, sobre todo si eran negros) y en 1970, arruinado, tuvo que ponerse a trabajar como vendedor de seguros puerta a puerta.

Unos años más tarde, la tragedia arreció: su hija de 13 años murió en el incendio del hogar familiar. Tate se entregó al consumo inmoderado de cocaína durante casi diez años. Vivió como homeless en las calles de Camden (Nueva Jersey). Se ofrecía a cortar el cesped, lavar coches, limpiar fosas sépticas…

En 1994 logró limpiarse. En lo físico, dejó las drogas. En lo espiritual, se entregó a la prédica del cristianismo. Un DJ local se enteró de la peripecia y le empujó a cantar de nuevo. En 2003, Tate grabó un disco que produjo Ragovoy, Rediscovered.

La voz se mantenía intacta, como si hubiese seguido el el consejo de Get It While You Can: aprovecha lo que tienes cuando lo tienes.

Ánxel Grove

El músico que repartió su ADN por el mundo antes de morir

Conrad Schnitzler (1937-2011)

Conrad Schnitzler (1937-2011)

El periodista inglés y tecno-gurú Symon Reynolds sugiere que la música electrónica no es comunicación sino comunión y que el intérprete importa bien poco, casi nada, es un faceless sin rostro, alguien no visualizable.

Quizá sea así ahora, en tiempo de sobrevaloración de los instintos primarios. ¿Quién mejor que una máquina para construir nuestro paisaje sonoro cuando somos tweeteadores de lo que otros dicen, reduciendo la vida a un proceso frío?

¿Fue siempre así la música electrónica? ¿De placer superficial antes que intelectual, de piel antes que de profundidad?

Ayer se difundió la noticia de la muerte, el jueves pasado, por un cáncer de estómago, de Conrad Schnitzler. Tenía 77 años y había dedicado más de cuarenta a la música electrónica. Su discografía es casi inabarcable: un centenar de discos y un número superior de cintas de casete de distribución reducida.

Schnitzler era uno de los pilares de la electrónica alemana, fecundada en los años sesenta dentro del llamado krautrock, el estilo-fusión nacido del experimentalismo, el free jazz, las drogas psicodélicas y el anarquismo.

La libérrima concepción abierta de la música que secundaba el movimiento (Can, Amon Düül II, Ash Ra Tempel, Faust, Popol Vuh, Neu!…) influyó de modo notable en algunos de los géneros más radicales de las últimas décadas, desde la música industrial y el ambient hasta el punk y todas sus bastardías.

Nacido en Düsseldorf y alumno durante algunos años del escultor de la grasa y el fieltro, Joseph Beuys, que predicaba la democratización del arte desde un punto de vista biológico («todo ser humano es un artista y cada acción, una obra de arte efímera como la vida»), Schnitzler llegó a Berlín en el momento justo, 1967.

Junto con su amigo Hans-Joachim Roedelius, también ex alumno de Beuys, y aprovechando el ánimo colectivista de aquel tiempo dulce, se hizo con un local para montar sesiones musicales: el Zodiac Free Arts Labs, un sótano del distrito de Kreuzberg donde se ponía en práctica el aserto de que en el absurdo se cobijan casi todas las formas de arte.

Quienes vivieron las noches del Zodiac podrían contradecir con experiencias personales las afirmaciones teóricas de Simon Reynolds citadas al comienzo de esta entrada: la música electrónica era comunión y acción, tenía corazón y genealogía. En el club, frecuentado por la bohemia berlinesa, hacían ensayos abiertos, a veces de hasta cinco horas de duración, Tangerine Dream, el trío seminal del krautrock en el que Schnitzler tocaba el órgano y practicaba la teoría de la música encontrada al azar. Participó en el primer disco del grupo, Electronic Meditation, editado en 1970.

Incansable, Schnitzler tocó también (con Rodelius y Dieter Moebius) en Kluster (que con el tiempo se llamarían Cluster), un trío de música industrial que tuvo muy poca resonancia en su tiempo pero fue reivindicado como precursor años más tarde por Brian Eno y otros patriarcas de la música oblicua.

Carl Schnitzler - "Control"

Conrad Schnitzler - "Control" (1978-1981)

A partir de los años setenta se concentró en sus trabajos en solitario, en los que exploró texturas y frecuencias electrónicas.

Nunca cayó en los excesos  descriptivos de los grupos de techno-pop ingleses y siempre prefirió moverse por terrenos expresionistas y modulares. Le importaba más la textura que la melodía. Aquí puede escucharse en streaming un concierto que deja en claro su propuesta.

En su página web hay muchas muestras de la obra prolífica de este músico al que no le preocupaban demasiado las corrientes, tendencias o electrochoques mediáticos de la modernez.

En España apenas era conocido. Esa circunstancia, unida a su muerte, me aconsejan traerlo a Top Secret, la sección de este blog donde nos ocupamos de zonas en penumbra.

Cuando le diagnosticaron el cáncer, Schnitzler comenzó a trabajar con mayor ahinco. Cuatro días antes de morir terminó su último trabajo.

Desde hace meses había comenzado a enviar mechones de su pelo para que fuesen enterrados en distintas partes del mundo. Allá donde se lo pedían, mandaba un mechón. Llamó al proyecto Global Living (Vida global) y lo explicó de una forma inocente en un pequeño texto:

Desde hace tiempo me estoy globalizando
¿Por qué vivir en un sólo país?
¿Por qué dormir en un sólo país?
¿Por qué ser enterrado en un sólo país?
Ahora que vivimos y pensamos globalmente

Me gustaría residir en muchos bellos lugares del mundo
Sin tener que moverme del lugar en el que estoy
Envío mi ADN (my pelo) a esos lugares
Para estar en ellos
Estaré en muchos sitios pese a estar muerto
Que nadie venga a mi tumba en Berlín
Mis amigos pueden visitarme en el mundo entero

 

Laguna Verde, Lanzarote

Laguna Verde, Lanzarote

Hay ADN de Conrad Schnitzler en nueve emplazamientos. Uno de ellos es la Laguna Verde de Lanzarote, en el lugar señalado en la foto por la palabra Con -nombre de guerra del músico-.

También hay restos en un árbol camino del Fuji, en un parque de Liverpool, en una montaña y en una cresta sobre un fiordo en Noruega, cerca del Polo Norte, en un bosque alemán

Durante una época de su vida Schnitzler  solía pasear con dos reproductores de cinta y un altavoz colgados al cuello. Repartía sonidos.

El envío de células de su cuerpo a varios lugares del planeta completa el ciclo: la energía derramada al azar es una de las bases de la música electrónica.

¿Seres sin rosto? Al contrario: puedo imaginar la sonrisa de Schnitzler, amplia como el orden en el desorden de su obra musical y el mapa del ADN que ha repartido por el mundo.

Ánxel Grove

Ha muerto Jerome Liebling, fotógrafo cívico

Jerome Liebling - Butterfly Boy, NY, 1950

Jerome Liebling - Butterfly Boy, NY, 1950

En alguna ocasión hablaron de Jerome Liebling (1924-2011) como de un «fotógrafo cívico». Entiendo que se referían a su compromiso con el respeto ciudadano y la convivencia pública, esas dos ideas con tanta frecuencia sometidas a la manipulación y la interpretación libre o alocada de los políticos.

Quienes trabajaron con Liebling recuerdan que su presencia y actitud (un rigor suave y paciente) provocaban la saludable envidia de desear ser como él, salir a hacer fotos a su lado, poder arañar unas pocas muescas de la verdad que manejaba. Eso es también el civismo: ser ejemplar sin reclamar derechos ni sentirse superior.

En 1950 Liebling retrató a su milagroso niño mariposa neoyorquino. La foto, a la que se puede achacar que opte por el punto de vista del adulto, el picado que obliga al muchachito negro a elevar los ojos y dejarse dominar por la cámara, es uno de esos instantes prolongados que parecen conjugar todas las formas posibles del verbo ser: lo que fui, lo que soy, lo que seré, lo que podría ser…

El niño-mariposa muestra una camisa sucia, unos zapatos trajinados y unas rodillas manchadas de tanto jugar. La gorra de mezclilla y el abrigo a juego, desplegado como una improbable capa, abierto para ofrecernos la superficie velada, se enfrentan, en contrapunto, a la herida abierta de los ojos.

Jerome Liebling - Man and Knife, 1952

Jerome Liebling - Man and Knife, 1952

No fue la única gran foto de Liebling.

Junto con Walker Evans, Berenice Abbott, Helen Levitt y Gordon Parks, fue uno de aquellos fotógrafos que, en la década de los años treinta, decidió que en las calles había demasiados héroes sin narrador, ángeles sin pruebas documentales.

Aunque con menos impacto que sus compañeros de generación (quizá porque nunca pretendió venderse, quizá por el ya mencionado carácter paciente y suave de su forma de ser), Leibling retrató a matarifes, mineros, inmigrantes, pilluelos, ciudadanos…

También fue profesor de fotografía en la Universidad de Minessota, fundador del Hampshire College y productor de documentales cinematográficos.

Sus últimas fotos son desoladoras escenas en color de la grieta cotidiana. Son más lejanas y pictóricas que la del niño-mariposa, menos dadas a prolongar el momento.

Jerome Liebling - Morning, Monessen, Pennsylvania, 1983

Jerome Liebling - Morning, Monessen, Pennsylvania, 1983

La mujer del abrigo blanco nunca conjugaría todas las formas del verbo ser. Las ha olvidado y nadie parece dispuesto a ayudarla en la tarea del recuerdo.

Los límites de su nicho, que acaso sea el de todos nosotros, están enmarcados por un par de parquímetros y dos inmuebles pálidos.

Liebling murió el 27 de julio, a los 83 años. La prensa española no dedicó ni una línea al obituario.

El mismo silencio acompañó a la muerte, en enero, de otro fotógrafo cívico, Milton Rogovin.

Algo debe estar pasando para que los fotógrafos muertos ni siquiera merezcan el pasado simple del verbo ser.

Ánxel Grove

Demasiadas lágrimas inmerecidas por Amy, muy pocas por J Dilla

"A la mierda los alimentos. La música ya no es la misma. Te añoramos, RIP Dilla"

"A la mierda los alimentos. La música ya no es la misma. Te añoramos, RIP Dilla"

Subscribo el mensaje que sostiene en la cartulina el homeless de mirada intensa. Es uno de los escasos dogmas bajo los cuales estamparía mi rúbrica, caligrafiada, si fuese necesario, con sangre.

La música no es la misma desde que no está entre nosotros James Dewitt Yancey, alias Jay Dee y/o J Dilla.

Queda la tremenda obra, lo sé: abierta, valiente, de mente simple, corazón complejo y ánimo de tugurio, juguete y víbora escondida en el juguete, la granja de los dioses, el ladrido de un perro ciego y las pezuñas del mismo perro… Pero no es consuelo: falta la sorpresa.

Esta sección del blog, Top Secret, está dedicada a creadores poco conocidos, escasamente difundidos, ninguneados por el mainstream o víctimas de las dentelladas del lobo hambriento de la vulgaridad.

¿Merece J Dilla aparecer aquí? La respuesta es doble. No, desde luego, si avistamos la influencia y la calidad de su gran música. Sí, por desgracia, si sufrimos las veleidades mediáticas de estos días hacia la patética y desgraciada Amy Winehouse, cuyo legado se reduce  a dos buenas melodías (muy mal producidas: nunca hubo un Dilla en su vida) y un sinnúmero de apariciones en las secciones de afamados viciosos de los media.

J Dilla, James Yancey, Jay Dee (1974-2006)

J Dilla, James Yancey, Jay Dee (1974-2006)

Contra tanto exagerado redoble, desmemoria, ignorancia, levanto la bandera de un joven muerto al que casi nadie recordó hace cinco años en la miserable prensa generalista española cuando de obituarios de músicos se trata.

J Dilla murió el 10 de febrero de 2006. Tenía 32 años. Los consumió de manera entregada, inflamada, hermosa.

Falleció en un hospital de Los Angeles. Sufría lupus y una rarísima enfermedad de la sangre, púrpura trombocitopénica trombótica.

Era un freak plasmático, con el cuerpo y los fluidos peleados entre sí. Durante los últimos meses estaba tan delgado como un cable y sufrío varios colapsos hepáticos.

Aunque apenas conservaba el ocho por ciento de su capacidad pulmonar, se negó a ser conectado a un respirador mecánico. Nunca utilizó el dolor como justificación para la mediocridad. Nunca exhibió la enfermedad como la entronizada pelele trágica Amy.

Dilla dió una orden taxativa a los quince médicos que le atendían. Era una declaración digna de ser estampada en cada uno de nuestros corazones:

«Nada de tubos».

En la habitación esterilizada había mucho trasto ajeno a la medicina paliativa, puro material trascendente y luminoso: giradiscos, auriculares, un sampler, una caja de ritmos, una computadora y la materia prima sagrada, el verdadero recuento de leucocitos de J Dilla: montones y montones de discos.

Me consuela la imagen. El cuarto de un moribundo atestado con todas las formas del verbo ser conjugadas en placas de acetato de vinilo: sencillos y flexi discs de siete pulgadas; extended plays de siete, diez y doce; maxi singles de 12 y, los reyes del baile, long plays.

El hospital era el escenario de un retorno, un loop existencial.

El niño J Dilla

El niño J Dilla

Treinta y tantos años antes, en el sótano de la casa paterna de McDougall con East Nevada, en el gueto de Conant Gardens, en el Eastside de la intolerable Detroit, el niño J Dilla jugaba con una pletina de casete, grabando y regrabando los discos de la colección familiar (la madre cantaba ópera, el padre era bajista de jazz) y los que empezó a comprar con sus ahorros. Iba a la tienda, probaba y elegía. Nunca puso puertas al campo: el estilo era lo de menos, sólo importaba el beat.

Lo demás es leyenda: la tutela de Joseph Amp Fiddler, en cuyo estudio siguió enredando aunque con aparatos un poco más complejos; la producción convulsa y underground –bajo seudónimo, sin ego– para los mejores (A Tribe Called Quest, De La Soul, Pharcyde, Busta Rhymes…); las sesiones de 6 de la tarde a 6 de la madrugada en el sótano de McDougall con East Nevada para enseñar gratis a los niños que venían empujando –entre ellos uno que se llamaba Marshall Bruce Mathers–; la tormenta creativa de finales de los años noventa y siguientes, trabajando con Talib Kweli y el gran Common; la sociedad con Madlib

J Dilla: Behind the Beat (foto: Raph Rashid)

J Dilla: Behind the Beat (foto: Raph Rashid)

Siempre al margen, siempre jugando, con poco o ningún interés por los contratos, el satén de la fama y los paseos por las alfombras. Colgando en Internet sus discos y mezclas al alcance de cualquiera, colaborando por el gusto de colaborar, sin preocuparse de papeles y formalidades.

Cuando murió (con decenas de discos, centeneras de canciones, incontables mezclas y producciones) no tenía nada o casi nada. Su familia todavía está pagando los gastos médicos.

Nunca dejó de hacer música. En el hospital, su madre le tenía que dar masajes en los dedos para evitar dolorosos los punzantes calambres de J Dilla cuando hacía mezclas.

No sé qué me pasa con J Dilla. No soy negro, no debería sentir el apetito, no debería erizarme con las crónicas de esquina y auxilio social, no debería advertir la sacudida religiosa del ritmo inclemente…

No hay caricias en la música que dejó: un ronco y quebrado gemido lo mancha todo, sorpresas rítmicas insólitas, desvergüenza, rotura de códigos, sexualidad, una inmensa belleza, un salmo de piel, un cristal roto, la sal del trueno y la huella de la sed, la carne rezando, el tacto en la cara y el llanto en los pies, funk de caballos relinchando y soul de pañuelo empapado por la fiebre…

J Dilla, al mando

J Dilla, al mando

Pese a su progresiva trivialización y sumisión al reinado del satén y las producciones de alto coste, sostengo que el hip-hop es el género musical más importante de nuestros tiempos, el más valiente y sincero, el más arriesgado, el más licencioso, la oración de esta época de harapos morales.

Sé con certeza que si estuviésemos en 1955, Elvis Presley cantaría rap como remedio contra la palidez.

¿Cuántas veces he escuchado de mis amigos la sarta habitual de advertencias sobre los raperos: “demasiado jactanciosos”, “demasiado ególatras”, “demasiado vanidosos”…? ¿Cuántas veces me han intentado llevar al lugar común de los calibres balísticos, las cadenas de oro y los automóviles, casi siempre enunciados por quienes admiten idénticas veleidades en las rock stars de vidas licenciosas, hedonistas y de culto a la dominación de la masa en el estadio hitleriano? ¿Por qué los roquistas solamente son capaces de citar los nombres de Eminem y Kanye West si les pregunto a qué músicos de hip-hop han escuchado?

¿Racismo? Algo de eso hay. Constatación: en el best-seller El ruido eterno, donde abunda el sesudo análisis sobre medianías como Radiohead, el gurú trendy Alex Ross limita las referencias al hip-hop a media página de las casi 800 del libro. Lo hace para deducir que el estilo tiene su base en el minimalismo repetitivo de Steve Reich. Me gustaría estar presente para ser testigo de la agresión si alguna vez Ross expone su tesis de esnob con doctorado  en un gueto de Detroit.

J Dilla - "Donuts" (2006)

J Dilla - "Donuts" (2006)

Tres días antes de la muerte, Jay Dee celebró su último cumpleaños terminando los dos temas finales de Donuts (se reedita ahora en vinilo y con una cubierta diferente), un disco-testamento que justifica una vida y salva unas cuantas más, un disco sagrado y trepanante (“le puso ese título porque los donuts le encantaban, una semana antes de morir me pidió que le comprase una caja”, dice Mamá Yancey).

El disco es un tesoro de 31 piezas mezcladas por un niño. ¿En el sótano, en el hospital?, ¿qué importa?

Las lágrimas que no merece Amy las derramo cada vez que J Dilla entra en mi vida.

Ánxel Grove