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Muere Charlie Haden, músico de jazz y ‘brigadista’

Charlie Haden (1937 –  2014)

Charlie Haden (1937 – 2014)

Charlie Haden, que murió hace unos días a los 76 años por complicaciones derivadas de la poliomelitis que sufrió cuando era un crío, era poderoso y valiente. Del primer adjetivo dan fe las docenas de discos y centenares de conciertos con los que sembró su paso por el mundo. Del segundo, la bravura temeraria con que afrontaba la denuncia de lo injusto: en 1971, en el Portugal de la dictadura de Caetano, se atrevió a dedicar Song For Ché (Canción para el Ché) a los movimientos de liberación colonial de Mozambique y Angola. Tuvo que lidiar con una detención de la PIDE, la temible policía secreta.

La carrera de este bajista de enorme influencia está cimentada en varias paradojas. La primera, su formación como músico de country en la granja familiar de Shenandoah-Iowa (EE UU), donde todos, porque la tierra siempre merece un canto, tocaban este o aquel instrumento. Charlie, que cantaba mejor que ninguno de los hermanos, contrajo a los 14 años una forma del polio que le atrofió parcialmente la cara y la garganta y le impidió modular el tono vocal. Acaso por la limitación empezó a tocar el bajo de manera desatada, libre de las formas tradicionales del country, al que nunca abandonó del todo y siguió considerando la «raíz de todas las músicas».

Además de esta anomalía —un músico procedente de la escuela secular del folk que haría carrera en el free jazz— y quizá a consecuencia de ella, Haden jamás renunció a buscar sendas de libertad, terrenos abiertos donde lo académico deja de tener sentido, y a enrolarse en una carrera proteica de casi 60 años de dedicación a los oprimidos, dando origen así a una segunda paradoja: la de un músico de jazz de protesta, un subgénero que puede parecer carente de sentido dada la fiereza libertaria e indomable, es decir, no verbalizada, de los grandes renovadores del estilo —Parker, Miles, Coltrane, Ayler, Mingus…— .

Entre otro muchos proyectos, Haden fue el impulsor principal de la Liberation Music Orchestra, una formación cambiante que debutó en 1969 con un disco sin complejos que incluía este maratoniano puzle de canciones de la Brigada Lincoln de la Guerra Civil española. El álbum, como puede sospecharse, fue prohibido en España por la censura franquista y sólo se pudo conseguir en posteriores y muy tardías reediciones digitales.

Haden tocó también con otros espíritus libres del jazz: fue durante casi una década acompañante del pianista Keith Jarrett, experimentó cruces de caminos musicales con el brasileño Egberto Gismonti y el cubano Gonzalo Rubalcaba, se entendió con el guitarrista Pat Metheny

No es casual que Haden haya comenzado su carrera en 1959 como veinteañero prodigio y único músico de piel blanca en el disco fundacional del free-jazz,The Shape of Jazz to Come, de Ornette Coleman. Tampoco que haya muerto sin culminar su disco soñado: una colaboración con Paco de Lucía.

Ánxel Grove


La muerte del ‘cantautor de cantautores’ Jesse Winchester, prófugo de Vietnam

Jesse Winchester (1944-2014)

Jesse Winchester (1944-2014)

A Jesse Winchester, el gran cantautor muerto a los 69 años tras varios de batalla con el cáncer, le cambió la vida, como a tantos otros, la Guerra de Vietnam. En 1967, cuando a los 23 años fue llamado a filas por el Gobierno de los EE UU —no era estudiante universitario, circunstancia que te ponía a salvo de la conscripción—, no se lo pensó dos veces y se largó a Canadá. Para la administración militar estadounidense paso a ser un prófugo culpable de un delito grave. «Ningún país puede obligarme a participar en una guerra», declararía con el tiempo y sin grandilocuencia el músico.

Dotado de un don natural para componer canciones melancólicas y de tono íntimo, vivió apartado de la fama que merecía: residía fuera de los circuitos comerciales y alejado del ávido público de los años sesenta y setenta y apenas se le conocía en su país, donde algunas crónicas incluso le presentaban como nacido en Canadá. Aunque logró que sus canciones fuesen grabadas por otros y consiguió cobrar derechos de autor y renombre como cantautor de cantautores —le versionaron desde Fairport Convention y Tim Hardin hasta Emmylou Harris y Joan Baez y fue una pieza clave en las carreras de cantantes confesionales como James Taylor—, su obra nunca pasó del segundo plano.

Hace unos años, cuando se hizo público que padecía cáncer de esófago —fue tratado médicamente y la enfermedad pareció remitir en un primer momento—, algunos de sus admiradores grabaron el disco de homenaje Quiet About It, con intervenciones de primeras figuras como Elvis Costello, Lucinda Williams y Neko Case. En un especial de televisión Winchester se reunió con sus adeptos. Eriza la piel y corta la respiración ver como el cantautor interpreta Sham-A-Ling-Dong-Ding mientras Costello permanece casi consternado por tanta emoción y a Case le atraviesan las mejillas notables lagrimones.

Pese a la amnistía dictada en 1976 que liberada de delitos a los prófugos y objetores de Vietnam, Winchester ya había adquirido la nacionalidad canadiense y sólo regreso a vivir en los EE UU en 2002. Se estableció en el sur del país, la tierra en la que había crecido (en Memphis, la ciudad donde hasta el agua potable canta canciones tristes y lánguidas) y siguió apartado de los grandes circuitos, tocando esporádicamente y grabando muy de vez en cuando.

Con una discografía de una quincena de álbumes —según Bob Dylan, otro admirador confeso, «imposible de evadir si se trata de conocer a los grandes cantautores»—,  las canciones de Winchester son con frecuencia melancólicas, cantadas desde la ansiedad incurable de quien no podía regresar a casa. Son destacables, entre otras, Yankee Lady, The Brand New Tennessee Waltz, Mississippi You’re on My Mind, A Showman’s Life y Biloxi.

"Jesse Winchester", 1970

«Jesse Winchester», 1970

El mejor de sus discos es el primero, editado en 1970 y producido por Robbie Roberston, el líder de The Band, que también aporta su inimitable guitarra telegráfica mientras de la batería se encarga otro miembro del grupo, Levon Helm, fallecido en 2012, también de cáncer.

Presidido por un retrato en el que Winchester parece un forajido, se trata de una evidente obra de exilio, donde el cantautor, que nunca hizo bandera clientelar de su objeción a la guerra, añora las raíces que dejó atrás en baladas y medios tiempos elegantes y con sabor campestre. El disco ha sido reeditado en numerosas ocasiones, la última en 2005 por la discográfica independiente Wounded Bird.

«La gente me dice: ‘Escapar a Canadá debió ser una decisión dura’, pero esa fue la parte fácil de la historia. La parte realmente dura es intentar ganarte la vida habiendo tomado la decisión. Eso es lo complicado», declaró en una entrevista el cantante, obligado durante muchos años a tocar como músico de acompañamiento en bares y locales de Toronto donde los asistentes están más preocupados por la ingesta que por las canciones.

La muerte de Winchester ha merecido el mismo interés que su gran obra: solamente ha sido llorada por sus colegas cantautores y media docena de medios especializados. Al cantator no le hubiera importado este suave impacto. «Nunca quise ser el mejor ni ninguna mierda parecida. Sólo quiero pasarlo bien haciendo música lenta y consistente«, dijo en la misma entrevista. Consiguió ese noble objetivo.

Ánxel Grove

La silenciosa muerte del escritor Peter Matthiessen

Peter Matthiessen (1927-2014) Foto: Riverside Books

Peter Matthiessen (1927-2014) Foto: Riverhead Books

Pocos días antes del reguero planetario de lágrimas provocado por la muerte de Gabriel García Márquez, otro gran escritor octogenario había fallecido de la misma enfermedad y en una población tan literaria como la capital mexicana donde el Nobel colombiano sucumbió al cáncer. Peter Matthiessen (1927-2014) murió en Sagaponack, una villa atlántica del noreste estadounidense, una zona de luz boreal donde los indios algonquinos cultivaban patatas mucho antes de la llegada de los bárbaros occidentales.

Truman Capote, Kurt Vonnegut y E.L. Doctorov, tres narradores que bastarían para armar una biblioteca autárquica, también eligieron el pueblo como refugio. Maththiesen —que había sido informante de la CIA a los veintitantos, maestro zen desde los cincuenta y en décadas recientes enemigo público de los EE UU por rebelde según el FBI— combatió en una casa frente el océano la leucemia que lo derrotó antes de que viese publicada la novela que había entregado a la imprenta hace unos meses, In Paradise [Riverhead Books], la narración del retiro de búsqueda y oración de un centenar de personas encerradas en los barracones que ocupaban los soldados nazis en un campo de exterminio para meditar sobre las razones de la maldad y los modos blandos de combatirla.

Siento la muerte de Matthiessen —percibida con sordina en España— con la misma intensidad que la de García Márquez. Reconozco que no hay comparación posible en lo literario, aunque la preocupación por el ser humano y la justicia social del colombiano en los foros públicos fuese mejor aplicada y con más coherencia, aunque menor impacto mediático, por el estadounidense, un activista incansable en favor de los pueblos indígenas, el medio ambiente y la sabiduría ancestral. No tengo noticia, aunque quizá alguien pueda sacarme del posible error, de que el autor de Crónica de una muerte anunciada haya pisado de África y Asia, por ejemplo, paisajes distintos a los lobbies de unos cuantos hoteles de lujo, los salones de dos o tres embajadas o algunos rectorados universitarios donde sirven cócteles para que la intelligentsia y la política se arrimen y mariden. Mientras tanto, su coetáneo estadounidense se dejó el alma, la salud y las botas surcando a pie las amplias tierras de los desclasados.

"País de sombras"

«País de sombras»

Hablar de escritura comprometida es un absurdo porque el compromiso, como dejó claro Dostoievski, es inherente a la vida: «Si podemos formularnos la pregunta: ‘¿soy o no responsable de mis actos?’, significa que sí lo somos». Mathiessen, autor de una treintena de libros, ejerció esa certeza con irreprochable honestidad. No se puede decir lo mismo de algunos escritores laureados por las academias y celebrados por el público a través del corazón y las billeteras.

La cota más alta de la producción literaria de ficción de Matthiessen es País de sombras [Seix Barral, 2010], novela epopéyica —surge de la reescritura de tres obras anteriores— que ganó el National Book Award en 2008, donde el escritor demostró, con una saga en los pantanos de Florida, un territorio donde, como escribí en una crítica, «la inteligencia es animal; la cultura, intuitiva; el corazón, frío; la determinación, nihilista; la vida, aparatosa…», que era el mejor de su generación en la crónica de la vida salvaje y las no siempre cándidas o mágicas leyes de la naturaleza y la sangre .

Nunca podré separar al literato muerto de otro de sus libros, una obra confesional y doliente: El leopardo de las nieves. Fue publicado en inglés en 1978 y traducido al español, sin que casi nadie se diese por enterado, en 1993 por Siruela. Cuando los editores lo pusieron en el mercado en tapa blanda en 2008, la crítica española descubrió tardíamente a Matthiessen, de quien había sobrada bibliografía en el mercado nacional, por ejemplo la novela Jugando en los campos del Señor (Siruela, 1992), la espléndida y bárbara colección de cuentos En la laguna Estigia y otros relatos (Siruela, 1993) y algunos excelentes ensayos que publicó Olañeta como El árbol en que nació el hombre (1998) y En el espíritu de Caballo Loco (2001). Todos están hoy descatalogados.

"El lepardo de las nieves" (reedición de 2008)

«El leopardo de las nieves» (reedición de 2008)

Han despachado arbitrariedades que rozan la indocumentación sobre El leopardo de las nieves. La primera y crucial es situar esta obra místico-religiosa en el subgénero de los libros de viajes y afirmar que, como tal, puede ser comparado con los productos canónicos de Theroux, Thubron, Robert Byron y Chatwin.

Si bien es cierto que se trata de la crónica de un desplazamiento —en 1973 y al prohibido Dolpo, en el occidente himaláyico de Nepal, en compañía del biólogo George Schaller— y con un fin preciso —la visión en libertad de ejemplares del esquivo felino conocido como leopardo de las nieves (Panthera uncia), que vive como un milagro a 6.000 metros de altura—, el desplazamiento de Matthiessen es de purificación —su mujer había muerto de cáncer meses antes— e importan poco el escenario y la ruta.

«Seguir adelante como si no supieras nada, ni tu edad, ni tu sexo, ni el aspecto que tienes», escribe Matthiessen en este dietario en pos de la luz mansa e intachable que emana de los ojos del Buda. «Seguir adelante como si estuvieras hecho de gasa…, una niebla que pasa a través y por la que se pasa a través sin que pierda su forma. Una niebla que pierde su forma sin dejar por ello de ser. Una niebla que finalmente se disuelve, desperdigando sus partículas al sol».

He leído media docena de veces El leopardo de las nieves —empecé con la primera edición de Siruela, porque el libro fue uno de esos que me llamaron desde los estantes, abrí al azar y convinimos en mantener una mútua cautividad—. Está entre los diez libros de mi vida, colocado al abrigo de dos obras que completan la búsqueda de la impermanencia y el equilibrio: el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y los Diarios de John Cheever. No hay en este kit de urgente salvamento literario ninguna obra de García Márquez, al que adoré por otras razones: sabía contar cuentos mejor que nadie, con música de orquestina y colores de almanaque, pero, a diferencia de Matthiessen, no tenía nada que enseñarme sobre el silencioso arte de sobrellevar la tragedia de vivir y la necesidad de subir a las montañas para encontrar la verdad.

Les dejo con tres citas —porque creo que bastan para entender qué le importaba al bendito Mattiessen— de El leopardo de las nieves:

«Sobre el camino, sobre el brillo de la mica y de extrañas piedras resplandecientes, yace la pluma amarilla y gris azulada de un pájaro desconocido. Y acto seguido llega una intuición penetrante, en modo alguno entendida, de que esta pluma sobre la senda plateada, en este ritmo de sonidos de madera y cuero, respiración, sol y viento e ímpetu de río, en este paisaje sin tiempo pasado o futuro, en este instante, en todos los instantes, transitoriedad y eternidad, muerte y vida son una y la misma cosa».

«El secreto de las montañas es que existen, igual que yo, pero se limitan a existir, cosa que yo no hago. Las montañas no tienen significado, son significado; las montañas son. El sol es redondo. Yo vibro con la vida y las montañas vibran y, si soy capaz de oírlas, hay una vibración que compartimos. Entiendo todo esto, no con la cabeza sino con el corazón, sabiendo cuán absurdo es tratar de captar lo que no se puede expresar, sabiendo que otro día, cuando vuelva a leer esto, sólo quedarán las palabras».

«Quizá ese miedo a la impermanencia explica el ansia con que consumimos los pocos bocados de experiencia, en carne viva, que nos ofrece la vida moderna, por qué la violencia es libidinosa, por qué la lujuria nos devora, por qué los soldados eligen no olvidar sus días de horror: nos aferramos a esos momentos extremos en los que parece que morimos y en los que, por el contrario, renacemos. En el abandono sexual, al igual que en el peligro, nos vemos empujados, por muy brevemente que sea, a ese presente vital en el que no permanecemos al margen de la vida, sino que somos vida, nuestro ser nos llena; en el éxtasis con otro ser, la soledad desaparece en la eternidad».

Ánxel Grove

Un adiós demasiado veloz para Alain Resnais

Se me ocurren algunas razones para explicar la sordina o el desinterés con que fue tratada por los medios la reciente muerte, a los 91 años, de Alain Resnais, uno de últimos cineastas a los que podías llamar artista sin caer el disparate o la incongruencia fanática: era dispar en el sentido formulado por Eisntein («es extraño: ser conocido universalmente y al mismo tiempo sentirse solo»), hacía películas atonales que nada tienen que ver con el furioso ruido que manda en el cine de las últimas décadas, introducía esquemas literarios que tampoco se llevan (capa sobre capa: la muerte, el sexo y la afasia obligada por la ineptitud del lenguaje como forma de comunicación) y estaba convencido de que el presente y el pasado coexisten y, por tanto, es absurda la noción de flashback. Era, en suma, un cineasta de películas difíciles. «Sé que son complicadas, pero no lo hago a propósito, me salen así», decía con humor.

Los obituarios del fallecimiento fueron, por resumir el desatino en un sólo adjetivo, escuetos. Incluso en medios de referencia como The Guardian y The New York Times abundaba el lugar común: el incorformismo, la ruptura de convenciones, la influencia de Resnais sobre los jóvenes de la nouvelle vague…, dejando el análisis reducido a la enumeración de los muchos premios que cosechó el fallecido. El siempre indecoroso teletipo de la agencia EFE, dado que el muerto formaba parte de la tribu de los raros, se sacudía el bulto hablando de una carrera «abrumadora», es decir, vamos a dejarlo así que el abuelo era demasiado complejo para la media de nuestros subscriptores —exagero, la razón última es: hace años que despedimos a los redactores expertos en cine, música y literatura, pero cubrimos cualquier expediente con una nota de microempleado—.

El veloz adiós al autor de Hiroshima mon amour (1959), El año pasado en Marienbad (1961), Muriel (1963), Te amo, te amo (1968), Providence (1977) y otras varias docenas de películas que podrían ser contempladas como una placa de rayos equis que diagnosticaba la maldad y la deseperada tristeza del siglo XX es más chocante en España, país adorado por el cineasta y por cuya tragedia histórica se sentía conmovido. En 1966 firmó, con guión de Jorge Semprún, La guerra ha terminado, uno de sus escasos films lineales, sobre la peripecia de Diego (Yves Montand), un dirigente del Partido Comunista de España encargado de una misión clandestina en el Madrid franquista, y en 1950 había codirigió, el cortometraje Guernica, una fúnebre alegoría sobre el bombardeo a la población vasca montada con imágenes especulares del cuadro de Picasso y del ataque de los aviones de la Legión Cóndor nazi sobre la población civil.

Quizá el fondo interrogativo de los grandes largometrajes-acertijo de Resnais y la belleza que deja sin aliento de cada uno de los planos que componía —como los tres que abren esta entrada, todos de El año pasado en Marienbad, la obra maestra sobre la irracionalidad inútil de los códigos sociales—, hayan relegado los cortos que dirigió desde que era un joven antinazi en el París ocupado —con gran valentía se jugó la vida escondiendo al periodista judío Frédéric de Towarnicki, que más tarde sería guionista de alguna de las películas del cineasta—.

El más hermoso —la condición del más descarnado es para Noche y niebla (1955), un documental crudísimo sobre los campos de concentración— es, en mi opinión, Toute la mémoire du monde (1956), que el canal de YouTube de Criterion acaba de colgar, en una versión restaurada, en memoria de Resnais. El corto, un viaje a las entrañas de la Bibliothèque Nationale francesa, es el poema visual más emotivo de Resnais y un canto a la libertad extrema de las bibliotecas, uno de los pocos terrenos donde la utopía sigue siendo posible.

Ánxel Grove

Los pecados del camarada Seeger

Pete Seeger en 1955

Pete Seeger en 1955

Hace una semana, sólo unas horas después de la muerte de Pete Seeger a los 94 años en un hospital presbiteriano de Nueva York, dos personajes de gran empaque pop abrieron la boca para hablar del fallecido. Barack Obama dijo: «A lo largo de los años Pete usó su voz y su martillo para golpear por los derechos civiles y de los trabajadores, por la paz mundial y la conservación del medio ambiente». Bruce Sprigteen añadió que Seeger «era el padre de la música folk estadounidense» y «un héroe».

Primero: les juro que el presidente de los EE UU y de Guantánamo usó la palabra «martillo», lo que demuestra que conoce lo básico del cancionero de Seeger —If I Had a Hammer (Si tuviera un martillo), una especie de nana progresista— y que la topología semántica de Lacan (somos y tememos lo que decimos) sigue siendo instrumentalmente válida. Obama, víctima de un episodio lacaniano de estadio del espejo, realmente no dijo «su voz y su martillo», sino «su hoz y su martillo», lo cual es históricamente adecuado para referirse a un personaje como Seeger, que no renegó del estalinismo hasta 1982, cuando tenía 63 años, los muchos millones de cadáveres del gran terror de Stalin se habían simbiotizado con la tierra décadas antes y el mundo entero sabía, desde 1953 (por medio del camarada Kruschev), que el trigo del paraíso de los trabajadores estaba abonado con cadáveres.

Segundo: les juro que el Boss dijo «padre» del folk cuando consta que Springsteen, un tipo educado en lo musical, sabe de la existencia de Woody Guthrie, la Carter Family y Hank Williams, a quienes, dada la inmensidad de sus obras, resulta tan criminal como los gulags de Stalin colocar por debajo de la supuesta paternidad de Seeger, cuyo mayor aporte al folk fue comercializar un muy exitoso curso para aprender a tocar el banjo y cantar canciones que habían compuesto y cantaban mejor otros. Seré justo: con dos o tres excepciones, una de las cuales, Turn! Turn! Turn!, por cierto, es una adaptación (léase copia) del Eclesiastés bíblico, y otra, We Shall Overcome, una reinterpretación de un espiritual que cantaban los negros en las capillas. Es muy digno de otro estadio del espejo la insistencia de los comunistas en reconocer las bondades literarias de las expresiones de la fé católica.

Bob Dylan y Pete Seeger en el Festival de Newport de 1963

Bob Dylan y Pete Seeger en el Festival de Newport de 1963

¿Héroe? El adjetivo se vende barato, es cierto, pero es un desatino aplicarlo al empresario y organizador de los festivales de Newport, pensados para la izquierda exquisita, universitaria y adinerada que veraneaba en la costa del pueblo de Rhode Island y deseaba ventilarse escuchando, entre un gin fizz y el siguiente, algo de música del pueblo pero, por favor, sin olor a estiercol y debidamente tamizada y corregida para evitar incorreciones como el machismo de los bluesmen jactándose de maltratar a sus mujeres, tema recurrente en el cancionero negro del sur profundo de los EE UU, o el parafascismo de los hillbilies, los primeros en practicar el supremacismo ario.

Seeger transitó por el mundo llamándose comunista: militó, tuvo carnet y fue víctima de la caza de brujas del maccarthismo aunque salió muy bien parado de la investigación (no pisó la cárcel) porque era indiscutible su devoción patria por los EE UU y su vernacular estilo no tenía nada de bolchevique. El suyo era un comunismo estético que recuerda a esos que proclaman sin que venga a cuento su ateismo mientras beben una cerveza y, sin solución de continuidad, una vez establecido el estatus de ahora-ya-sabes-lo-que-molo-muchacha, pasan a loar el buen cine de San Tarantino, que es a las películas lo que Seeger a la música: un masticador-deglutidor de los hallazgos de otros.

Con mucha posterioridad a Pol Pot, Mao, Castro y otros gestores del comunismo con las manos teñidas de sangre (y no se puede olvidar en este punto que el pseudo padre del folk defendió en todas las tribunas el pacto diabólico Hitler-Stalin de 1939), Seeger aún seguía afirmando que el sistema comunista era el mejor. En una entrevista en 1995 dijo: «Todavía me considero un comunista, porque el comunismo tiene tanto que ver con Rusia como el cristianismo con la Iglesia», olvidando que la esencia del marxismo leninismo, sea cual sea su forma, es la eliminación del individuo en el vientre voraz del Estado y el partido del que sólo emergen, como heces idénticas, individuos planos y sin  nombre. En 2007, acaso en un examen de conciencia premorturio, el cantante manifestó sus errores: «Quizá debí haber visitado los gulags cuando estuve en la URSS en 1965″, declaró en un mea culpa formulado muy a destiempo.

Bob Dylan en Newport-1965, eléctrico por primera vez

Bob Dylan en Newport en 1965, tocando en directo por primera vez con un grupo eléctrico

Quiero regresar a la heroicidad de Seeger mencionada por Springsteen, enlazándola con la actuación pública que mejor dibuja el talante del personaje: el tantas veces recordado incidente del 24 de julio de 1965 en el Festival de Newport, cuando Seeger quiso cortar el sonido de la primera actuación eléctrica de Bob Dylan, quien, acompañado por la Paul Butterfield Blues Band, indicaba a los asistentes que le habían venerado en las ediciones anteriores del evento (Seeger entre ellos, siempre dispuesto a presentarse como «descubridor» del cantautor cuando en realidad se enteró a toro pasado de su poderío) que ahora sí, los tiempos estaban cambiando, y convenía tocar rock and roll otra vez en vez de folk de pub cervecero irlandés.

Aunque se ha escrito que Seeger pretendió dirigirse a la mesa de sonido y cortar los cables con un hacha —imagen muy soviet— para interrumpir el sacrilegio burgués que Dylan cometía: decibelios, letras simbolista-surrealistas y la mente acelerada por la bencedrina, lo cierto es que sólo mencionó literalmente la posibildad. «¡Si tuviera a mano un hacha me encargaba personalmente de acabar con esto!», dijo el «héroe» de Springsteen, a quien Seeger también hubiera atacado con un hacha de ser el Boss quien ocupase en el lugar de Dylan en aquella tarde de 1965.

La explosión de ira del camarada Seeger, que nunca negó y no es, como sostienen algunos exegetas, un invento (hay testimomios de testigos presentes en Bob Dylan. Behind the Shades, la muy seria biografía oral escrita por Clinton Heylin), situó al folklorista en el lugar reaccionario que merece. Tenía miedo de perder a las nuevas generaciones inconformistas que estaban regresando a la esencia voluptuosa del rock, consumían drogas y entendían que, de existir algún camino de liberación, pasaba por el ni dios ni amo anarquista y no por las consideración de catecismo de las obras completas de Marx. El sexo, la sustancias intoxicantes y la negación del poder central fueron y aún son las peores pesadillas de cualquier comunista. Seeger lo demostró en Newport en 1965 con su histórica pataleta de caudillo político.

"Songs of the Spanish Civil War, Vol. 1: Songs of the Lincoln Brigade, Six Songs for Democracy" (Folkways Records)

«Songs of the Spanish Civil War, Vol. 1: Songs of the Lincoln Brigade, Six Songs for Democracy» (Folkways Records)

Un apunte final que imbrica a Seeger con España. En 1940 grabó una serie de canciones, versiones de temas de los combatientes republicanos en la Guerra Civil, para loar la participación en la contienda de la Brigada Lincoln, donde combatieron 500 voluntarios estadounidenses para defender la legalidad democrática frente al golpe de estado bélico de los franquistas.

Durante toda su vida, Seeger se presentó como paladín del antifascismo en España, país al que no acudió durante la Guerra Civil —pudo hacerlo: en aquella época se dedicaba a la vida social de los activistas de salón en los EE UU—, sin citar ni una sola vez que el valiente y admirable idealismo de la Brigada Lincoln fue tan admirable como ciego: los voluntarios fueron empleados como carne de cañón en misiones suicidas ordenadas por los comisarios políticos János Gálicz (húngaro-ruso) y Harry Haywood (estadounidense), ambos militantes del Partido Comunista de la URSS que únicamente obedecían órdenes de Stalin y no del Gobierno de la República y enviaron a los brigadistas a la matanza.

No sé si en el funeral de Seeger colocaron un banjo como símbolo póstumo del folklorista. Lo justo hubiera sido añadir una hoz, un martillo y un hacha.

Ánxel Grove

Muere Junior Murvin, el cantante reggae de «Policías y ladrones»

Aunque no sean ustedes capaces de alcanzar ese falseto que suena a voz de arcángel, hagan el favor de intentar acompañar la plegaria del cantante:

Police and thieves in the streets
Fighting the nation with their guns and ammunition
Police and thieves in the streets
Scaring the nation with their guns and ammunition

From Genesis to Revelations,
What the next generation will be, hear me

All the crimes committed, day by day
No-one tries to stop it in any way
All the peace makers turned war officers
Hear when I say

La canción es de 1976, pero sigue latiendo y bombeando justa rabia como una crónica en presente de indicativo de la creciente y bárbara realidad de la todos somos testigos:

Policías y ladrones en las calles
Luchando contra el pueblo con sus armas y munición
Policías y ladrones en las calles
Asustando al pueblo con sus armas y munición

Desde el Génesis a las Revelaciones,
Así sucederá en la próxima generación, escucha

Cada uno de los crimenes que se cometen día tras día
Nadie hace nada por detenerlos
Todos los pacifistas se han convertido en guerreros
Escucha lo que te digo

Junior Murvin (1946-2013)

Junior Murvin (1946-2013)

Junior Murvin, el cantante y cocompositor de Police and Thieves, acaba de morir a los 67 años en un hospital de Port Antonio, la villa de la costa noroeste de Jamaica donde había crecido. Cuando de adolescente escuchaba por la radio la voz de Curtis Mayfield —otro falseto caído del cielo— soñaba con escenarios y micrófonos, pero el pragmatismo le empujó a estudiar mecánica para intentar ganarse la vida.

El momento milagroso llegó en 1976, cuando Murvin fue admitido bajo la tutela del más sideral de los músicos de la isla caribeña, Lee Scratch Perry. En una tarde de marihuana y juegos de dub en el estudio, la pieza quedó lista para ser prensada. Fue editada como maxisingle y arrasó en todos los garitos de baile interminable de Jamaica, sensibles a la atroz guerra de pandillas y policías corruptos y de gatillo fácil que asolaba el país en aquel momento.

En 1977, un grupo blancos, The Clash, tuvo el atrevimiento de versionar Police and Thieves en su álbum de debut. No les quedó mal del todo y demostró que en el ambiente racista del punk británico —supremacistas sajones hasta el tuétano— también había modestia y ganas de abrirse hacia sensibilidades lejanas.

Murvin siguió grabando canciones llenas de elocuencia y belleza. Nunca llegó a ser un primera fila del terreno preñado de genios del reggae, pero tampoco merecía tanto olvido. Su muerte, derivada de complicaciones de la diabetes que padecía, apenas ha merecido media docena de obituari0s en los medios.

Dejo abajo algunos temas más del cantante del falseto celeste que describió, con tanta precisión como Karl Marx, la binaria división del mundo en que nos han colocado los policías y los ladrones.

Ánxel Grove


 

 

 

Segun Lazcano, la muerte a los 54 años de un fotógrafo fronterizo

© Según Lazcano

© Segun Lazcano

«Más vale estar entre los perseguidos que entre los perseguidores». El escritor yugoslavo Danilo Kis, que congregaba en su voz los crujidos de ceniza de Kafka y las infinitas arenas desérticas de Borges, terminó una de sus novelas con este aviso que merecería ser un himno para los indomables. Kis escribió poco pero dijo mucho porque sabía, como los viejos ascetas de las cuevas del desierto, que quien sabe no habla, y vivió con la misma frugalidad, alimentándose de la duda y alejado de los príncipes. Cuando murió, en París en 1989, tenía 54 años.

En una localidad mucho menos literaria que la pomposa capital francesa —y por ello más legítima, la vizcaina Elorrio (que en lengua vasca es la misma palabra que nombra a la baya roja del espino)— acaban de enterrar, a la misma edad de 54, groseramente temprana para la cita con la muerte, a Segun Lazcano. Era mi amigo pese a que la danza de la vida nos impidió el encuentro físico. Nunca logramos abrazarnos o, mejor, porque le sospecho tan retraído y poco dado al artificio como yo, darnos tímidamente la mano. El desencuentro hizo más lacerante la noticia de la muerte: cuando la recibí sentí que un perro me mordía los ojos.

Creo que Segun anotaría en alguna libreta la frase inicial de Danilo Kis que abre este torpe obituario y pensaría con cierto orgullo de baja fidelidad que otros, como él mismo, pertenecen a la estirpe de la gente de la frontera, el territorio patrio de los que nunca nos sentiremos cómodos entre salvas de artillería, próceres, managers de conciencias, pequeños hitlers con titulación académica o aspirantes a Napoleón. Como Kis, Segun sabía que el único armamento necesario es la duda porque evita el cinismo y la egolatría de quienes se creen profetas.

Segun Lazcano

Segun Lazcano

Es tiempo de anotar que Segun era fotógrafo, sea lo que sea esa vocación en estos años de falaz comunismo digital. Sus páginas en Flickr y Tumblr siguen activas, proyectando la sombra fantasmática de un muerto. Nos conocimos en la primera plataforma, cuando aquello era una pequeña sala de estar y no la asamblea de egos en que la han convertido. Después, con una devoción que no merezco, Segun me persiguió con la mano abierta y las retinas dispuestas a compartir distancias focales. Siguió los blogs que publico por placer, las páginas en las que colaboro por oficio, los lugares que comparto desde esas formas bastardas de amistad de las redes sociales…

Esta bitácora, por ejemplo, está llena de comentarios de Segun. Escuetos, simples y cariñosos como las bayas de los espinos. Me estimaba tanto y de tal manera que había pensado en mí, lo he sabido demasiado tarde para corresponder al honor, para escribir el prólogo del proyecto Noctis

Ahora me duele no haber retribuido al amigo muerto con la misma humilde elegancia, no haber seguido sus fotos con algo más que mi maldita mirada silenciosa, no haber dejado en nuestro rastro común algo más hondo que las muchas respuestas que se limitaban a las permutaciones de las palabras que componen la fórmula «gracias, Segun, amigo». El silencio regresa, en el rodar imperturbable del karma, para despertarte del letargo de creerte distinto o especial o con derecho a la altanería.

Las fotos de Según habían cambiado mucho durante los últimos años. Ya no eran los delicados eufemismos del comienzo, una garra las había desmembrado para que fuesen también placas de un escáner clínico, mantequilla extendida por la rebanada abierta del día, desfiles de seres cincelados que atraviesan los canales de lava de  calles iluminadas por el haz de una linterna milagrosa, vistas del agua estancada al fondo de la botella, canciones suspendidas de clavos, ojos troquelados, paisajes urbanos raspados con una esponja de metal…

Uno de los amigos cercanos del fotógrafo, Jesús Mari Arrubarrena, a quien acudí en busca de los datos personales que nunca supe y el procaz ejercicio del periodismo me obliga a saber, dice sobre la mutación de estilo de Segun: «Durante muchos años hizo fotografía de reportaje o documental. Estos últimos años me ha dicho más de una vez que estaba más cerca de la pintura que de aquel tipo de trabajos objetivos. De hecho, tiene fotos muy buenas que ha preferido no enseñar. Ha preferido decantarse por una fotografía más difícil, más personal y más autentica (en el sentido de que habla de sí mismo)».

© Según Lazcano

© Según Lazcano

Con la mediación de Jesús Mari he sabido alguna otra circunstancia: la pareja de Segun se llama Maritxi: los hijos preadolescentes y ahora huérfanos de padre, Pello y Xabier; el fotolibro Ero estaba a punto de ser publicado y ahora será póstumo; Segun vivió las últimas etapas de la enfermedad con entereza y sonrisas…

Me consuela trazar mapas con los nombres, situar las circunstancias en el arcón de la memoria, encajar todos los pormenores en el pecho hambriento de imposibles oraciones.

La muerte de Segun —fotógrafo del hambre, trapero de los desolados, hombre comprometido con la lengua y la cultura de una villa con nombre de baya de espino— me duele como la de un hermano.

Dejo aquí escrito un juramento: si la muerte no llega antes iré a Elorrio, haré fotos en soledad en las calles, repitiendo en silencio, con la cadencia de un manta, una frase de Georges Bataille: «La verdad tiene sólo una cara: la de la contradicción violenta». Sé que seremos dos las voces de esa canción.

Ánxel Grove

Muere Bill Epperidge, el fotógrafo del asesinato de RFK

Bill Eppridge - Robert Kennedy muriendo, 6 de junio de1968

Bill Eppridge – Robert Kennedy muriendo, 5 de junio de1968

Cocina del  Hotel Ambassador de Los Ángeles, noche del 5 de junio de 1968. El hombre que yace en el suelo con los ojos abiertos acaba de recibir tres balazos disparados por un revolver del calibre 22. Un par de ellos, uno en la cabeza y otro en el cuello, letales. El hombre, que tenía 43 años, moriría unas horas después en el hospital. Extendieron un parte de defunción a nombre de Robert Francis Kennedy.

A John Fitzgerald Kennedy, hermano de la víctima, también lo habían matado a tiros unos cinco años antes.

El muchacho arrodillado que sostiene al herido también tiene los ojos abiertos en una dimensión desquiciada. Se llama Juan Antonio Romero, había nacido 17 años antes en el estado mexicano de Nayarit —un lugar cuya existencia desconoce el 99% de los habitantes del área metropolitana de Los Angeles— y trabaja como ayudante de camarero en el hotel. Había atendido la suite de RFK varias veces durante el día y había sacado 15 dólares en propinas. Es mucho dinero en 1969, pero Juan Antonio está acostumbrado a la dádiva de los elegidos —en el Ambassador se hospedaban estrellas de cine— y le gusta, sobre todo, saber que ha dado la mano a un senador.

El fotógrafo que hace la instantánea está trabajando para le revista Life, que le había encargado no separarse de RFK, en la carrera electoral hacia la Casa Blanca. Tienen 30 años, se llama Guillermo Alfredo Eduardo Eppridge y había nacido en Buenos Aires, donde su padre trabajaba para una multinacional estadounidense. Cuando la familia regresó a Delaware deciden olvidarse del capricho austral del nombre de pila hispano y compuesto. Desde los 10 años el niño es simplemente Bill Eppridge.

El fotógrafo de quien nadie se acuerda que nació en Argentina acaba de morir, a los 75 años, de una sepsis infecciosa.

La Nikkormat FT con la que Eppridge hizo la foto (Christopher T. Assaf/Baltimore Sun)

La Nikkormat FT con la que Eppridge hizo la foto (Christopher T. Assaf / Baltimore Sun)

Eppridge relató muchas veces los pormenores que concluyeron en la foto de su vida. Acaso modificó sin malicia la historia para añadir las claves dramáticas que le exigían al pedirle algo extra a la coreografía bárbara del senador y el muchacho de Nayarit sobre el suelo rugoso y húmedo de la cocina, acaso se perdió en el curso del drama como cualquiera se perdería, acaso hizo las fotos sin saber con precisión qué estaba haciendo, también él tan desquiciado como Juan Antonio Romero en un momento en que el único ser humano tranquilo parece el moribundo.

La imagen es perfecta como toda foto accidental: el desenfoque al límite; el ars dramática del grano; el baile preciso entre espacios negros y luces; la chaquetilla blanca como un sudario de Romero; el brazo derecho extendido, levemente en suspenso y con el puño cerrado de la víctima; las piernas desencajadas y sin urbanidad que anuncian, sin género alguno de duda, la muerte; las manchas del pavimento, abiertas a la imaginación gracias a la perfección del blanco y negro; la propia textura del pavimento, ruda y pobre, más adecuada para Nayarit que para el Wilshire Boulevard…

Bill Eppridge - Ethel Kennedy habla con su esposo moribundohusband Robert 1968

Bill Eppridge – Ethel Kennedy habla con su esposo moribundo

Eppridge hace más fotos del momento de desordenado pánico. En la más sobrecogedora, Ethel, la esposa del senador, habla por última vez con su marido. «No me gustó hacer esa foto, ella movía los labios, musitaba ante la cara de su esposo moribundo, pero tuve que hacerla. Estaba trabajando, era mi deber«, declararía más tarde el fotógrafo, que, sin embargo, no logró retratar, como también era su deber, al pistolero homicida, Sirhan Sirhan, quizá un antisionista vengador contra el apoyo de los Kennedy a Israel en la Guerra de los Seis Días, sin duda un lunático 0, de acuerdo con las teorías de la conspiración universal, un pelele en trance hipnótico sometido al programa de control mental MK Ultra de la CIA.

El fotógrafo Eppridge trabajó muchos años más. Además del crimen de RFK, dejó para la historia al menos dos grandes reportajes: uno sobre heroinómanos en Nueva York y otro en el que acompañó durante el luto a la familia del activista antisegregación racial James Chaney, asesinado por el Klu Klux Klan.

El Hotel Ambassador fue cerrado en 1989, pero siguió siendo utilizado como set de filmación de películas, entre ellas Forrest Gump, una epifanía sobre los años sesenta. En 2005 el edificio fue demolido. En el solar han construido un complejo escolar bautizado como Robert F. Kennedy Community Schools.

El ayudante de camarero Juan Antonio Romero se sintió culpable toda su vida por no haber podido hacer algo más para salvar la vida del político, cuya tumba visitó hace unos meses. Reveló a los periodistas que las últimas palabras que dijo RFK durante la agonía fueron: «Todo va a salir bien ¿Están todos a salvo?».

Bill Eppridge retratado por Tom Mantoani

Bill Eppridge retratado por Tom Mantoani

La foto quemada

La foto quemada

A Epperidge lo retrataron en 2012 para el libro Behind Photographs: Archiving Photographic Legends (Tras las fotografías: archivando a leyendas fotográficas). Sostiene una copia de la foto de su vida ante la cámara Polaroid de otro fotógrafo. Contó entonces que la imagen le persiguió en sueños, que no podía olvidarla pese a que apenas recuerda cómo la hizo, qué impulso le llevó a no ponerse a llorar.

Dijo también que, años más tarde, tras un incendio en su casa perdió gran cantidad de copias de sus trabajos. Al revisar el lugar incinerado y empapado por el agua de los bomberos encontró, tras un sofá, una copia en pasmoso buen estado y con los bordes quemados añadiendo un marco de luctuosa perfección.

La mejor definición de la foto del moribundo RFK y el muchachito mexicano de chaquetilla blanca la dio el fotógrafo Epperidge: «Es la foto de una crucifixión».

Ánxel Grove

Ya no eras la ganzúa, Mr. Reed

Lou Reed, 1974 - Foto: Mick Rock

Lou Reed, 1974 – Foto: Mick Rock

Hola Lou,

El New York Times utiliza la correctísima expresión Mr. Reed para dar cuenta de tu muerte, del fallo hepático, del inútil hígado de reemplazo que tú pudiste pagar —al contrario que el pobre Bolaño, porque no es lo mismo vivir en España que en el gran zoco de Babilonia donde todo se compra si eres bienamado—, de la influencia, de la hostilidad verbal, de tu pedante mujer artista, de tus contradicciones…

Creo que estarías de acuerdo con el tratamiento: Mr. Reed. A tanta altura canónica había llegado la situación. Doctor togado in honoris, escritor, poeta, habitual en cada verbena del Bulevar de la Suciedad, como dirías tú mismo.

Tocaste en el jubileo de Juan Pablo II; escribiste un poema de taller literario para millonarios tras el 11-S (las aves están en llamas / el cielo brilla…); le robaste  para una portada un dibujo a Nazario porque tú lo vales y Nazario era un españolito que te admiraba y no iba a levantar la voz; tuviste la indecencia de volver a tocar con Maureen Tucker —la batería-máquina de la Velvet Underground— cuando ella se había destapado como afín al Tea Party («estoy furiosa por ver cómo nos llevan hacia el socialismo», dijo; «no veo razón para que todos tengamos de todo», precisó —¿ni siquiera un hígado cuando el original se funde?—); desde 1978, con Street Hassle, no editaste nada que hiciese honor a la leyenda; escribías críticas de discos de otros (por ejemplo, de Kanye West) utilizándote de espejo, presentándote como precursor, anda, no jodas, del hip-hop; montaste la de dios —es decir, llamaste al bufete y lo pusiste a ganarse el pan— porque un grupete francés de semiaficionados quería usar un sample de uno de tus temas para rendirte homenaje; dado que la inspiración musical andaba peor que la salud, cometiste el mismo pecado que Patti Smith: te hiciste pasar, para humillación de la fotografía,  por fotógrafo; nos intentaste vender, como cualquier celebridad pringosa, scooters de Honda… Y, finalmente, ¿a quién demonios le importaba que hicieras tai-chi, Mr. Reed?

Lou Reed, 1975 - Foto: Mick Rock

Lou Reed, 1975 – Foto: Mick Rock

Te perdono todo, la traición, el maquiavelismo, la petulancia, el pecado antinatura que cometiste, niñato engreído, contra Edgar Allan Poe, los dineros que pagué para verte haciendo el ridículo intentando parodiar a quien fuiste… Incluso te perdono, Mr. Reed, el pacto con los sinvergüenzas de Metallica.

Te ofrezco tabula rasa y olvido a cambio de seis años de tu vida, Mr. Reed, de 1967 a 1973. Podrías ser el mismísimo Adolf Hitler. Te perdonaría también.

Ese tiempo (tu ofrenda, mi epifanía) me segó como una navaja ayer cuando llegó la noticia de tu muerte y el rosario de adjetivos que le pusieron el inmediato prólogo de estos tiempos de chispazos que han de ser rápidos antes que justos:  «salvaje», «callejero», «provocador», «venenoso», «oscuro» y otras credenciales  que le cuadran mal a Mr. Reed pero eran analogías de precisión mecánica para Lou Reed, exvíctima de terapia electroconvulsiva por mandato paterno para curar la bisexualidad, estudiante de todo y nada (periodismo, bellas artes, escritura creativa, cinematografía), amigo y discípulo del poeta Delmore Schwartz —aunque no tan amigo como para acercarse a la morge de Nueva York, donde el cadáver del escritor, muerto en soledad a los 52, estuvo dos días esperando identificación—, autor en 1964 de un single suicida —The Ostrich— y, sobre todo, director musical del frente sonoro más psicópata de la historia, The Velvet Underground, el grupo que asustó a los hippies de San Francisco («mal rollo, dude«) cuando agriaron a latigazos la sacarina del verano del amor.

Lou Reed, 1975 - Foto: Mick Rock

Lou Reed, 1975 – Foto: Mick Rock

Durante esos seis años nos hiciste cómplices del homicidio en defensa propia al que se reduce el rock and roll —de eso se trataba, ¿no?, de matar al padre—, nos llevaste de la mano para utilizar todos los combustibles (la nariz, y la lengua, y el ojo, y la piel, y el oído, y el entendimiento, y la mente) y todas las armas (cuchillos, tenazas, martillos,  punzones, barrenas, garlopas, serruchos, hachas, limas, destornilladores, escoplos, formones, gubias, berbiquís y mazos; sobre todo, mazos) para abrigarnos en la noche oscura y mantener la senda con nuestros ojos de fuego.

Nos amabas con truenos, nos ahogabas con feedback, eras dueño de la blanquísima pereza de un ángel yonqui que arrastraba los pies antes de besarnos con una lengua que ni siquiera era bífida, como esperábamos, sino rota, quemada como la chimenea de una refinería. Las canciones que nos regalaste en los seis años en que fuiste la ganzúa y el sapo, la mandíbula enérgica y el joyero pérfido, eran oraciones torcidas que sembraban fiebre en nuestras carnes.

Lou Reed ejerció el ciclo mítico del rock: vivió deprisa, fue perverso, montó jaleo y murió en 1973, a los 31 años. Agraciado por los dioses de la decencia, Mr. Reed, viviste convertido en una cosita insípida 40 años más. Lo dice el New York Times.

Ánxel Grove

Muere Jerry Berndt, un fotógrafo «con demasiado grano»

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

«Las fotos no están mal, pero tienen demasiado grano».  Jerry Berndt, que acaba de morir en París a los 69 años, escuchó tantas veces el mismo reproche de los editores gráficos que incluso se adelantaba y no les otorgaba la oportunidad de ser imbéciles e imitativos. «Te traigo fotos con demasiado grano», decía.

La vida tiene grano, se expande en pequeñas detonaciones que, una a una, no hacen daño, pero todas juntas terminan matándote demasiado pronto. Jerry Berndt nació para artificiero de los callejones. Su cadáver lo encontraron los bomberos en el pequeño apartamento que compartía con su novia, a la que había conocido en Haití, un lugar al que sólo viajas cuando sabes que en el mundo hay mucho grano.

Dicen que el fotógrafo murió de un ataque al corazón y precisan que «abusaba de sustancias».

Cuando era pequeño mi abuela solía hacerme siempre la misma pregunta cuando quería saber mi opinión sobre la carne asada con patatas que cocinaba para mí. «¿Tiene sustancia?». Como a mi abuela Vicenta, la mejor cocinera de la historia, me gustan las sustancias y la gente que abusa de ellas. Es una repelencia comer tofu, no fumar, renegar del whisky y la santidad de los tóxicos y considerar que dios nos trajo al mundo al mundo para tener un muro de Facebook con más chinches que amigos.

Jerry Berndt, 1983. Foto: © Eugene Richards

Jerry Berndt, 1983. Foto: © Eugene Richards

Berndt tenía una brecha en el cuero cabelludo, una cicatriz larga que de vez en cuando palpitaba en una arritmia digna de hot bop. No se la hicieron los machetes de Haití, El Salvador o Ruanda, lugares a los que decidió largarse para apadrinar seres humanos en vez de perritos falderos (se consideraba padrino de cada uno de los parias que retrataba, esos que no tienen muro de Facebook ni mayor futuro que el minuto siguiente).

La cabeza se la había abierto al fotógrafo la civilizada porra de un policía de los EE UU en una protesta contra la guerra de Vietnam, que Berndt combatió organizando acciones más o menos violentas y casi siempre necesarias. Estuvo tres meses en la cárcel y tuvo que vivir clandestinamente porque el FBI le pisaba los talones por subversivo.

«¿Sabes cuál es mi mayor influencia fotográfica?», preguntaba cuando quería quedarse contigo. Esperabas que contestara lo mismo que contestarías tú conociendo la hondura de las imágenes, los ojos de saltimbamqui y los cigarrillos fumados en un continuo, royendo la red de seguridad contra la muerte: «¿Frank? ¿Arbus? ¿Winogrand?…». «No, te equivocas. Mi mayor influencia es el disco Charlie Parker and Dizzy Gillespie, volume 4«.

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

The Combat Zone: Prostitute, Boston, 1968 © Jerry Berndt

Menudo, nervioso, hijo de granjeros, fotógrafo sin pasar por aula alguna y gracias a la práctica incesante de cargar con la cámara durante largas noches insomnes tras trabajar diez horas de friegaplatos, Berndt vivió en Detroit —durmiendo en el cuartucho donde también revelaba— y luego en la estirada Boston.

Era inevitable que optase por retratar el escenario con más grano de la ciudad de los patricios yanquis y optó por la zona rosa, llamada de modo muy elocuente Combat Zone (Zona de Combate).

El reportaje, datado en 1968, llamó la atención por la solidaria humanidad de las fotos de putas y clientes en la boca de lobo de la noche. Algunos editores de revistas y diarios llamaron a Berndt para comprarle copias.

No hace falta que les repita qué le dijeron: «No están mal, pero tienen mucho grano».

Ánxel Grove

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt

© Jerry Berndt