He tenido la fortuna de ver mi último año bendecido por las lectura de las obras literarias de Emmanuel Carrère (París, 1957). Llegué tarde, como a tantas otras citas, al encuentro con el autor francés, pero el retraso me sirvió para eliminar las esperas editoriales y someterme a una sobredosis sin interrupciones, a una intoxicación letal por ininterrumpida, gozosa por deseada.
A estas alturas es un escritor indiscutible —acumula premios y sus libros son esperados con la convicción del best seller— e incluso ha tonteado con la farándula —fue miembro del jurado del Festival de Cannes dada su condición paralela de guionista de películas y documentales—, pero, atención, no estamos ante un garrulo tarantinesco que sigue mamando de las palabras gruesas para espantar a los burgueses como su compañero de generación y nacionalidad Michel Houellebecq. Si a este le interesa la descripción de las heces, a Carrère le importan los ruidos interiores de la digestión.