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¿Lo mejor de PhotoEspaña? Las fotos de una costurera

Lillian Bassman (1917-2012)

Lillian Bassman (1917-2012)

Cuando la costurera Lillian Bassman tuvo la osadía de dar un consejo sobre iluminación durante una sesión de fotos de moda para la revista Harper’s Bazaar, el divo que llevaba la cámara encima y, por ende, gozaba del privilegio de considerarse artista y cobrar tal vez cien veces más que la costurera, despreció la sugerencia con malos modos de pequeño Hitler:

— Estás aquí para para coser botones, no para hacer arte.

Unos años después Bassman era quien mandaba en los sets de la publicación de referencia, en la que impuso un estilo de fotografía elegante y difuso que copiaron y aún copian centenares de advenedizos. Resulta imposible encontrar a alguien que desvele un episodio de mala baba, prepotencia o desprecio de la costurera convertida en fotógrafa.

Hasta poco antes de morir en 2012, a los 94 años, siguió haciendo fotos con similar discreción a la del roce de un hilo sobre la tela. La muerte le sobrevino con la misma llaneza: mientras dormía, acaso soñando con un mundo de alto contraste, sutil elegancia, contornos indefinidos y ni un solo pequeño Hitler dictando cátedra.

It’s a Cinch, Carmen, lingerie by Warner’s, 1951 (alternate version published in Harper's Bazzar, September 1951). Courtesy: Estate of Lillian Bassman © Estate of Lillian

It’s a Cinch, Carmen, lingerie by Warner’s, 1951 (alternate version published in Harper’s Bazzar, September 1951). Courtesy: Estate of Lillian Bassman © Estate of Lillian Bassman

Antítesis de artista sobrada, ajena a la sensación de estar de vuelta que aqueja últimamente a tantísimo indocumentado con aspiraciones fotográficas, convencida de que trazar un pespunte o hacer un retrato culminan en lo mismo, una conjetura de belleza invisible para el torpe ojo de los humanos, Bassman es la gran estrella  de la edición de este año de PhotoEspaña.

La exposición Pinceladas, una de las muchas de la sección oficial del festival, tiene un título que Bassman jamás hubiese consentido por prosopopéyico. El lugar de la muestra, la sala de la Fundación Loewe en la calle Serrano del Madrid más fatuo, es decir, merengue, tampoco ayuda.

Es factible olvidar ambos contratiempos si nos ceñimos a las fotos.

Blowing Kiss, Barbara Mullen, New York, c. 1958. Reinterpreted 1994. Courtesy: Estate of Lillian Bassman © Estate of Lillian Bassman

Blowing Kiss, Barbara Mullen, New York, c. 1958. Reinterpreted 1994. Courtesy: Estate of Lillian Bassman © Estate of Lillian Bassman

«Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada», escribió en uno de sus muchos descensos depresivos el poeta suicida Cesare Pavese.

Las fotos de Bassman, a las que nunca tendría el atrevimiento de llamar frívolas, de moda o, como dicen desde PhotoEspaña, productos fundados en una respuesta coyuntural («en una época en la que las prendas se mostraban rígidas sobre los cuerpos de las modelos, Bassman las retrató interactuando con la ropa de forma natural»), ofrecen sobradas razones para dejarlo todo, cámara y artificios, y matarse.

Report to Skeptics, Suzy Parker, 1952. Courtesy: Estate of Lillian Bassman © Estate of Lillian Bassman

Report to Skeptics, Suzy Parker, 1952. Courtesy: Estate of Lillian Bassman © Estate of Lillian Bassman

A partir de los años setenta el trabajo de Bassman quedó en el olvido mientras los negativos de los 40 años anteriores criaban polvo en los archivadores. La fotógrafa fue la primera en olvidar su obra: traspapeló una maleta con varios centenares de copias únicas hasta que un invitado a su casa la encontró en el desván.

A mediados de los noventa, diseñadores como John Galliano reivindicaron el estilo elegante, sugerente y basado en brochazos de luz y bellos desenfoques de Bassman, que también pintaba (su artista favorito era El Greco) y organizaba las jornadas de trabajo en el estudio basándose en el valor cromático y la composición. Las modelos que posaron para ella han recordado que se sentían «libres» con Bassman y tenían la sensación de que podían «volar».

La mujer que cambió la historia de la moda, la fotografía y la manera de ver a las mujeres, lo hizo sin estruendo, con la humildad de una costurera.

Ánxel Grove

En defensa de los fotógrafos octogenarios

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Cada jueves escribo en este blog sobre fotografía. Van 159 jueves consecutivos, una cifra que de ser meditada se convierte en un laberinto, y hoy, lo confieso, estoy cansado. El parte de daños —la artitris que asoma como un enjambre de navajas en rodillas y manos, la melancolía insistente, el pecho sometido a las mandíbulas del tigre… — quizá justifique la extenuación y la edad, qué demonios, da derecho a la queja.

Me he permitido tomar de la inmejorable bitácora Iconic Photos un reportaje de Vanity Fair publicado en enero de 2001. Cada uno de los diez pliegos —sí, jovenzuelos, hubo un tiempo en que las revistas consentían piezas de veinte páginas y los lectores las demandábamos así de largas, porque leer no es una ocupación de hormigas afanosas, multi task y egoístas sino de hombres—. Cada uno de los pliegos  está vinculado a un archivo de imagen en alta resolución que permite una cómoda lectura y, además, te asoma a la trama tipográfica, ese otro laberinto en el que algunos todavía deseamos perdernos. Si fuese posible, para siempre.

El reportaje, escrito por David Friend, reúne y muestra a 18 fotógrafos que en el momento de la publicación tenían más de 80 años. Casi todos han muerto desde entonces —de algunos he escrito obituarios en estas mismas páginas, por ejemplo de la costurera-fotógrafa Lillian Bassman— y de la nómina quedan vivos, si no me falla el recuento, solamente Phil Stern (1919) y Ralph Morse (1917), ambos a punto de ser centenarios.

Fotógrafos y vejez. Dicen que hay algo intrínseco entre el oficio y la longevidad porque usar la mirada como sentido primario logra que los latidos del corazón sean más distantes. El feroz Helmut Newton añadía que el contacto frecuente  con los baños químicos necesarios para el revelado de los negativos y las copias prolongaba la virilidad más allá de lo razonable. Newton, como su fotografía, era bastante fantasma, pero me subyuga la idea subsecuente de una tribu millonaria de fotógrafos digitales y, ya que no imponentes, impotentes.

Basta. Estoy cansado, repito. Lean, si les place, el reportaje sobre los viejos fotógrafos. Consideren después el panorama que nos rodea: como diría Peter Handke, el respeto «se fue al carajo» y «un tropel de muchachos y muchachas (…), que a lo largo y lo ancho del país han se­gregado una estirpe de gentecilla eternamen­te despierta como ellos, que incluso se ocu­pan de entrenar a sus nietos como ejército de gente que está al acecho».

Ánxel Grove

El fotógrafo que inventó a Brigitte Bardot

Mala actriz pero adorable criatura, Brigitte Bardot, aunque todavía reside entre nosotros —cumple 79 años en septiembre—, habita desde hace décadas en el panteón de la antropología social: fue uno de los mitos del siglo XX y uno de los símbolos sexuales más potentes de la contemporaneidad.

Pícara, perfecta, dulce pero con una señal de alto voltaje en los labios y las curvas, fue una de las gatitas más deseadas y su imagen —casi siempre en corsé u otras prendas de ropa interior— humedece la cultura popular: popularizó el biquini; escandalizó al mundo desde la pantalla con fuego de nivel intermedio —quemaba pero no ardía, prometía pero no regalaba—; los Beatles la tentaron para que actuase en sus películas porque la idolatraban unánimemente George Harrison, Paul McCartney y John Lennon —que la conocería en persona en 1968, aunque tuvo la ocurrencia de tomarse un LSD antes y se portó como un alelado zombie ante la diosa—; aparece citada en el cancionero de Bob Dylan —que  antes había compuesto su primera canción adolescente como declaración de amor a la actriz—; en Francia se vendían más postales de BB semidesnuda que de la Torre Eiffel…

Pese a sus últimas salidas de tono integristas —de la defensa animal como único norte espiritual ha pasado, sin pausa, a una no menos irracional islamofobia (ha sido multada cinco veces por incitar al odio racial)—, BB podría ser una quimera, una habitante con derecho pleno de la fábula colectiva en la que residimos.

El hombre que la construyó, quien hizo que la jovencilla aspirante a actriz y cantante se convirtiera en una bomba sensual, es el autor de las imágenes que abren esta entrada, Sam Lévin (1904-1992), un fotógrafo condenado al injusto olvido de quienes trabajan con fines promocionales, ajenos a la necedad de las pretensiones.

Nacido en Ucrania y emigrado a París cuando era niño, Lévin fue el creador de todas las estampas de la edad de oro del cine francés. Entre 1950 y 1970 retrató a unas seis mil personas en su estudio de la capital francesa. Eran fotos perfectas, iluminadas con maestría y de impacto inmediato. De eso se trataba: la mayoría de las imágenes se imprimían en tarjetas postales para regalar o poner a la venta: se trataba de productos sin otra pretensión que propagar la imagen de los actores y actrices, convertirlos en materia popular. Andy Warhol hizo lo mismo, y con bastante peor maña, y le llaman artista.

Las fotos de Lévin, que nunca se han expuesto en condiciones, son retratos comparables en elegancia a los de Cecil Beaton; en glamour, a los de de Lillian Bassman; en modernidad, a los de Norman Parkinson… Patentó un estilo chic de colores alborotados, sexualidad animal y cierto aire naíf que merece un destino distinto al coleccionismo de estampas.

Ánxel Grove