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Steve Spazuk o el arte de pintar con fuego

Enciende una vela o una pequeña tea metálica y pasa la llama con suavidad sobre un cartón blanco que eleva sobre su cabeza. Los movimientos de Steve Spazuk parecen los de un pintor manejando el pincel mojado en pintura, pero el único pigmento es el hollín, que colorea caprichoso la superficie formando una mancha con sombras grisáceas y diferentes intensidades de negro.

Después del azar, llegan los retoques. Con herramientas que varían del alfiler al pincel construido con una pluma de ave, el artista canadiense da forma a la obra sin renunciar a detalles, construye visiones vaporosas y enroscadas de cuerpos humanos desnudos, rostros, pequeñas aves, vestidos con vuelo…

Steve Spazuk

Steve Spazuk

Utiliza y perfecciona desde hace ya 14 años el procedimiento del fumage (ahumado), que ya empleaban los artistas surrealistas, siempre ávidos de explotar el lado fantástico e irracional de la realidad. Lo ideó en 1937 el artista y teórico vienés Wolfgang Paalen (1905-1959), que entendió la trayectoria aleatoria del humo como una valiosa fuente de inspiración similar a la escritura automática. La técnica hizo las delicias de Salvador Dalí, que la llamaba sfumato y le sirvió como base de algunos de sus óleos.

Spazuk onfiesa en una entrevista que la mayoría de las veces no sabe lo que saldrá de las manchas de hollín, que no puede controlarlas, pero que la incertidumbre también resulta satisfactoria. El dibujo aparece frente a él a partir de esa superficie ennegrecida, al principio parece abstracto, pero pronto la forma se revela.

Cuenta que la inspiración le llegó en 2001 por un sueño. En él se veía a sí mismo en una galería de arte contemplando un paisaje en blanco y negro hecho con hollín. A la mañana siguiente estaba ansioso por comprobar si él era capaz de llevar el procedimiento a la realidad y quemó sus primeros intentos, hasta que se dio cuenta de que debía usar cartón. Aquellos días sellaron la relación del artista con el fuego y desde entonces no se ha separado de él.

Helena Celdrán

Steve Spazuk

Steve Spazuk

 

«Chatterton», el poemario de fuego de Elena Medel

"Chatterton" - Elena Medel (Visor Libros, 2014)

«Chatterton» – Elena Medel (Visor Libros, 2014)

Cada centuria un cometa siembra la noche de esquirlas de roca candente que admiramos encogidos desde la tierra angosta donde el fuego sólo nos es dado como sueño, fantasía, anhelo o remota posibilidad de redención.

El poemario de Chatterton de Elena Medel (Córdoba, 1985) parece narrado por la voz de  alguien que contempla, con los ojos inyectados por brasa impalpable, el paso  del cometa:

Madurar
era esto:
no caer al suelo, chocar cntra el suelo, contemplar el
pudrirse de la piel
igual que un fruto antiguo.

Con estos versos dolidos, un despertar de adulta despellejada, inicia la escritora el breve libro —no requiere extensión el desmoronamiento: cuando caes llegas al suelo y de ahí no pasas— con el que Medel ha ganado con enorme justicia el Premio Fundación Loewe a la Creación Joven de 2014.

Pensé en mi edad y pensé en vosotros y pensé
que nadie me avisó de madurar así, junto a la vida y el frío
en el cajón
de la fruta que se pudre.

Elena Medel

Elena Medel

Conocí fugazmente a la poeta cuando hace unos años ella escribía reseñas de libros, mal pagadas pero amorosamente tejidas, en la ya muerta revista Calle 20. Me tocaba a mí, desde la mesa de edición, acomodar las piezas en la maqueta, recortar mínimas rebañaduras de los textos —Medel era una de esas colaboradoras que conoce la dimensión exacta de las matrices tipográficas y la importancia de ceñirse a ese corsé de sometimiento consentido— y releerlas con atención: no buscando erratas —no había ni una, nunca—, sino indicios de un breviario, porque todo poeta de sangre —y Medel ya lo era (publicó su debut, Mi primer bikini, en 2001)— esconde versos en las fisuras.

Porque cuando todo va bien
algo se marchita
(…)
Mientras tanto, en la casa, el hombre duerme.
La mujer
no.

Tiene Chatterton —referido desde el título al poeta inglés del XVIII Thomas Chatterton, pálido suicida adolescente de opio y arsénico—, un tímido golpear, como si los puños de la paliza llegasen envueltos en la gamuza remota del crecer, la apolillada ley de hacerse mayor, ausentarse, dejar de lado el asco y afrontar la diaria mortandad que aflige a la narradora de Canción de los adultos con responbsabilidades:

Todos los sabíamos, todos lo tendríamos, todo lo que se espera:
asumir a estas alturas el tacto de otro en el tacto nuestro, mismo,
el sonido que despierta del sueño —aunque te falte—,
la fea ceremonia de los cuerpos pequeños, de las bocas abiertas.

Estamos ante el derrame de una generación contado en voz no por queda menos apartada de esto que ellos y nosotros padecemos, la microbiología de la realidad. En Mensaje a los autoestopistas, Medel, que se dice propietaria de un dolor de dieciocho años, se alza como portavoz por primera y única vez en el librito:

Pero aquí ya no hay peligro. Aquí no hay más peligro
que vosotros.

He apagado las luces para no detenerme.

Cada tres o cuatro generaciones una voz ablanda el tiempo para convertirlo en la cola de un cometa repartiendo entre los de abajo la generosa comunión del fuego. El poemario Chatteron —cotidiano, sin arabescos, más preñado de sustantivos que de adjetivos (te estoy hablando del fracaso, dice la autora, en voz callada, a una antigua compañera de clase que no la reconoce en el autobús), consumido con el estallido pálido de pisos compartidos, derrumbes emocionales, estaciones de tren, mudanzas no deseadas, huecos en el esternón, vagones de metro que conducen a calles llamadas, por ejemplo, Misterios...— participa de la desconcertante rareza de los cometas.

Como los viajeros celestes Medel araña la piel negra del espacio y nos deja mirar adentro. Allá adentro.

Ánxel Grove