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Francis Bacon, el pintor de la carne y el chillido

Bacon en 1952, retratado por el fotógrafo John Deakin

Bacon en 1952, retratado por el fotógrafo John Deakin

Gritos, pedazos de carne, mezclas amorfas de cuerpos en una confusa lucha. Las pinturas de Francis Bacon (1909-1992) son una cruda reflexión del significado de la vida y la muerte, un recordatorio de que no somos mucho más que carne, acercándose lentamente -pero de manera inevitable- a la putrefacción.

Sus escenas son opresivas y malvadas, viciosas y a la vez dolorosamente verdaderas. El chillido de un mono, un cuerpo retorcido en el cuarto de baño, un terrorífico hombre encorbatado que sonríe en una penumbra azul… Las feroces imágenes de Bacon contrastan con su aspecto de dandy de ropa discreta e impoluta.

Esta semana dedicamos la sección Cotilleando a… al pintor Francis Bacon. Lejos de limitarse a representar la angustia moderna del ser humano tras la II Guerra Mundial -como se suele afirmar con respecto a su obra- es fiel a su ansia por mostrar el cuerpo humano de manera extrema y difícilmente soportable.

'Autorretrato' (1971)

'Autorretrato' (1971)

1. De niño no se sintió querido. En su infancia Bacon sufría fuertes ataques de asma que lo dejaban agotado y provocaban que perdiera muchos días de colegio. Además, los constantes cambios de residencia de la familia tampoco ayudaban a que el niño se integrara en las nuevas escuelas. Sus padres no se preocupaban en absoluto del rendimiento escolar de Francis.

2. Su padre Eddye -un hombre duro, de educación militar- era entrenador de caballos de carreras y siempre intentó inculcar a su hijo el amor por la caza. Francis reaccionaba con ataques de asma al pelaje de la mayoría de los animales. Eddy consideraba a su hijo un ser débil y lo solía menospreciar.

3. Eddie pilló a su hijo en la adolescencia probándose la ropa interior de su madre. El suceso provocó que echaran a Francis, que se declaró homosexual, de la casa familiar y se fue a Londres a estudiar Arte, abandonando Dublín para no volver nunca más.

'Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion'

'Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion'

4. Estaba obsesionado con Velázquez, en concreto con el Retrato del Papa Inocencio X (1650), del que Bacon pintó unas 40 versiones en las que el Papa aparece con una expresión de horror que se acentúa hasta el histerismo. Bacon a veces incluso volatiliza la cabeza del modelo.

5. «La gente cree que vivo a lo grande, pero en realidad vivo en un basurero», solía decir de Reece Mews, que fue su estudio durante 30 años. Eran unas antiguas caballerizas victorianas rehabilitadas en South Kensigton. El artista no exageraba al asemejar su espacio creativo a un vertedero: sobre las mesas, las estanterías y las pilas de libros había manojos de pinceles inservibles con pintura reseca, trapos, platos con comida vieja, sartenes reutilizadas como paletas, cajas de champán Krug vacías, zapatos… El suelo, que cada día costaba más trabajo pisar, tenía una costra de papeles en el suelo: recortes de periódico con boxeadores, fotos de toreros, animales en movimiento, autorretratos, una foto de Mick Jagger, primeros planos de caras y extremidades… Bacon veía «un gatillo para ideas» en cada imagen de ese collage espontáneo.

'Painting' (1946)

'Painting' (1946)

6. Era un jugador empedernido. Le gustaba apostar a la ruleta «porque es el juego más estúpido al que puedes jugar». En una ocasión llegó a perder 40.000 libras (unos 47.000 euros) , que tardó muchos meses en pagar. Los casinos eran para Bacon un estudio más de la expresión humana: «Me gusta la atmósfera de los casinos. Vives la emoción de los que ganan y la desesperación de los que lo pierden todo. Todo eso tiene lugar en un espacio muy reducido».

7. El éxito y el reconocimiento artístico tardaron en llegar. Bacon tenía 35 años cuando comenzó a llamar la atención de la crítica con Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion (1944), un tríptico de fondos naranjas que muestra a tres bestias deformes, entre animales y humanas, tan perturbadoras que fueron difíciles de soportar para algunos asistentes.

8. Entre sus obras, una de sus preferidas era Painting (1946), descrita por el artista como «una serie de accidentes uno encima de otro» y vista por algunos críticos como la confluencia de la personalidad múltiple de Bacon. Un personaje bien vestido – algunos críticos apuntan a que es el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels– permanece sentado, con la cabeza cortada a la mitad y la mandíbula sangrante, en un círculo de carne de vacuno colgando a su alrededor. La pintura es una muestra de la visión que el pintor tenía de la vida: un accidente, un espasmo de brutalidad y sufrimiento que no puede ser explicada porque no tiene significado.

9. Se castigó con el exceso casi desde el inicio de su carrera. La vejez no cambió sus hábitos. Se levantaba a las seis de la mañana, pintaba hasta el mediodía, después comenzaba su ronda por los pubs y clubs del barrio londinense del Soho. Solía encontrarse con amigos a los que invitaba a comer en lugares extravagantes o pagaba las apuestas en clubs de jugadores. Casi al amanecer cogía un taxi a su estudio, dormía dos o tres horas y volvía a enfrentarse al lienzo sobre el que trabajaba. Era una rutina estricta. «Hay que ser disciplinado en todo, incluso en la frivolidad», dijo en una ocasión a su amigo Michael Peppiatt, «sobre todo en la frivolidad».

'Triptych' (1973)

'Triptych' (1973)

10. Tuvo romances tormentosos, sado-masoquistas y dulces con diferentes hombres, entre los que destaca George Dyer, al que retrató obsesivamente.

11. Dyer, 25 años más jóven que Bacon, se suicidó en 1971 con una sobredosis de barbitúricos. Lo encontraron en el cuarto de baño del hotel de París donde la pareja se hospedaba, dos días antes de que Bacon inaugurara una gran exposición en la capital francesa y a la que aún después de la tragedia asistió con estoicismo. El pintor creó dos años después un tríptico dedicado al momento de la muerte de su amante, tres descarnadas pinturas que muestran la escena del cadáver sentado en el retrete.

12. En sus últimos años de vida mantuvo un romance con un joven español de clase alta. La relación fue llevada con suma discreción y nada se sabe de la identidad del amante. En 1992, en contra de los consejos de su médico, Bacon viajó a Madrid. Poco después de llegar cayó enfermo y murió de un ataque al corazón. Sus restos fueron cremados en el Cementerio de La Almudena y trasladados a Irlanda. Su última pareja, el joven John Edwards, heredó la fortuna del artista.

Helena Celdrán

Fotomatón: nostalgia por el espejo automático

Walker Evans en un fotomatón, 1929

El fotógrafo Walker Evans en un fotomatón (1929)

Ningún artilugio construyó tanta memoria, guardó tanta micro historia, atesoró tanto autorretrato, es decir, fue tan espejo.

Todos hemos entrado en una de esas grandes cajas que instalaban en las calles, en las entradas de sórdidos aparcamientos o las esquinas inútiles nacidas del desorden urbano.

Podría dibujar un mapa con sus ubicaciones en las ciudades de mi infancia. Los fotomatones ennoblecían con una carga de promesa radiante cualquier territorio.

La cortina te exiliaba del mundo; la banqueta se adaptaba a tu altura (esa gran flecha con el sentido del giro era un paradigma de destino y entrega: «ven, yo te conduciré, conozco del camino»); el espejo lateral consentía el ensayo, el acicalamiento antes del encuentro, la última prueba de ti mismo antes de entregarte y ser otro…

Plantabas la mirada a la altura indicada (otra instrucción epifánica: los ojos siluetados frente a ti, en el lugar exacto: «ven, es aquí donde debes mirar, este eres tú»); dejabas caer unas pocas monedas en la ranura; esperabas durante la mínima cuenta atrás, con la sensación de que un nudo corredizo se adaptaba a tu alma; la luz, el flash violento, un fuego que abrasa los puentes que te unían al mundo…

Anatole Josepho, inventor del fotomatón, con una de sus máquinas, a finales de los años veinte

Anatole Josepho, inventor del fotomatón, con una de sus máquinas (finales de los años veinte)

Eres historia.

Hoy traigo a Xpo, la sección de fotografía de este blog, el libro Photobooth. The Art of the Automatic Portrait (Raynal Pellicer. Abrams Books, 285 páginas, Nueva York, 2010).

Mi consejo para los interesados es el de siempre: no lo intenten comprar en España, donde el holding de distribuidores y libreros entiende que los aficionados a los libros de fotografía pertenecemos al consejo de administración de Iberdrola.

En la sucursal inglesa de Amazon lo pueden encontrar desde 13,8 euros más gastos de envío (unos cinco euros más por correo ordinario).

Photobooth. The Art of the Automatic Portrait es un canto a la gloria del fotomatón, un recorrido por la historia de las máquinas de retratos automáticos, una antología de sus posibilidades foto-artísticas y, sobre todo, un suspiro de nostalgia por lo que seguimos arrinconando en el trastero mientras avanzamos por el camino nerdo que nos conduce a la pérdida de la emoción.

Sí, tenemos en el bolsillo un mini fotomatón de Nokia, Apple, Samsung o cualquier otro usurero tecnológico (el iPhone 4 de 16 GB tiene un precio de fábrica de 128 euros y ya ven ustedes lo que cuesta al consumidor a pie de calle), pero nos hemos quedado sin la sorpresa de la puerta abierta.

Photomatic coloreada (1940)

Photomatic coloreada (1940)

Nos han dejado sin las cajas mágicas en las que entrábamos, posábamos haciendo el ganso o intentando ser quienes deseábamos ser y, gracias a los prodigios escondidos de la mecánica y la química, nos convertíamos en crónica.

Como los sin papeles, los descuideros y los malotes, los últimos fotomatones -la palabreja tiene algo del orgullo del fuera de la ley- residen en las comisarias de Policía, esperando a los despistados que siempre dejamos para el último momento la foto del pasaporte. Han dejado de ser instrumental de juego y ensueño para convertirse en apéndices administrativos del Estado vigilante.

El libro de Pellicer -quizá la antología final de fotos automáticas antes de que los fotomatones dejen de existir- relata la historia del invento, patentado en la forma en que lo conocemos  en 1926 por Anatol Josepho, un emigrante ruso establecido en Nueva York. Instaló en la calle Brodway una primera máquina (ocho fotos en ocho minutos por 25 céntimos) y, dado el éxito, vendió el invento a un grupo de inversores por un millón de dólares.

Fotomatones de Elvis Presley tomados en 1954 y 1955 en una máquina en Memphis

Fotomatones de Elvis Presley tomados en 1954 y 1955 en una máquina en Memphis

Las capacidades expansivas de la máquina quedan patentes en los retratos de Elvis Presley, todavía un naciente intérprete de country acelerado en espera de poder escapar del trabajo de mala muerte como camionero y ganar suficiente dinero para comprarle una casa a mamá Gladys.

En el terreno de los sueños de la cabina, Elvis, un chico tímido y de pocas luces, se convierte en fiera: ensaya la mirada lúbrica, el gesto de raptor emocional, la exacta arquitectura del cuello de la camisa…

En la segunda foto, la mejor, la definitiva (quizá porque es la única sin pose, la única en la cual la máquina toma las riendas de la sesión), Elvis reside en el futuro, podría estar cantando la mejor canción de todos los tiempos, Heartbreak Hotel, obligando al mundo entero a abrir los ojos y tragar saliva.

No es el único notable que aparece en Photobooth. The Art of the Automatic Portrait.

El embrujo del fotomatón también fascinó a los surrealistas, que lo utilizaron como extensión fotográfica del automatismo abierto al que pretendían reducir la literatura, y a creadores mucho más inflexibles, como el pintor-carnicero Francis Bacon, subyugado por las metamorfosis del cuerpo como representaciones de los tormentos del espíritu.

Bacon se hizo centenares de fotos automáticas. También obligó a sus amantes y amigos a entrar en la cabina y dejarse sorprender por las mutaciones.

El pintor usaba las fotos como apuntes previos para sus cuadros. La presencia humana en el estudio le inhibía, no era capaz de desollar a sus modelos si estaban presentes.

Fotomatones de Francis Bacon (izquierda) y dos de sus amigos (1966-1967)

Fotomatones de Francis Bacon (izquierda) y dos de sus amigos (1966-1967)

La máquina hacía el trabajo sucio por Bacon. También por cualquiera que entrase en aquel sagrario equipado para convertirte, revelarte, exponerte.

El cineasta Jean-Luc Godard se equivocaba cuando afirmaba que la fotografía «es la verdad».

Tenía bastante más razón el fotógrafo Walker Evans (amigo de los fotomatones) al señalar que el fotógrafo es un «sensualista del gozo» porque «trafica con sentimientos, no con pensamientos».

Tiene bastante gracia (y dice bastante de nuestra condición) que una máquina sea capaz de traficar con tanta sensibilidad con el mismo material.

Ánxel Grove