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Esta radiografía craneal es un disco pirata de Elvis de la URSS

Placa de rayos x convertida en disco

Placa de rayos equis convertida en disco

Es la radiografía craneal de un ciudadano sin nombre, pero también, como demuestran la etiqueta, el orifio central y los surcos, se trata de un disco. En la URSS, de donde procede el ejemplar, llamaban a estos artefactos, las grabaciones sonoras sobre placas de rayos equis, discos-costilla o discos-hueso.

Proliferaron en los años cincuenta, cuando en la URSS encontrar vinilo era tan difícil como ejercer la libertad de pensamiento. Si lo que deseabas, además, era una canción de Elvis Presley o de cualquier otro defensor del capitalismo o enemigo de los soviets la cuestión se convertía en un asunto peliagudo que te podía costar una condena de cárcel por secundar y difundir las proclamas del Rey del Rock.

'Disco-costilla' soviético de los años cincuenta

‘Disco-costilla’ soviético de los años cincuenta

Según el excelente y divertido reportaje Cómo las cocinas soviéticas se convirtieron en caldos de cultivo de la disidencia y y la cultura , publicado [sólo en inglés] por la NPR —la organización mediática semipública de los EE UU—, los discos grabados sobre radiografías usadas eran habituales instrumentos de diversión colectiva y oculta en las reuniones que los sometidos habitantes de la URSS celebraban en las khrushchevkas, edificios comunales prefabricados y con servicios comunes donde eran obligados a vivir los desclasados, que eran todos con la excepción de los jerarcas del partido único.

Hasta siete familias compartían una cocina y los aseos. En una bella proyección de la justicia que emana de la injusticia, la política habitacional socializante de los dirigentes de la URSS creó espacios de comunión y debate que eran muy magros en metros cuadrados pero de superficie infinita en sueños.

En los cenáculos de los largos inviernos, los soviéticos hablaban, se tomaban con humor y vodka la vida, leían samizdat —recopilaciones copiadas a máquina de autores prohibidos o letras de canciones del actor y cantante Vladimir Vysotsky (1938-1980), el Bob Dylan de Rusia, quien opinaba que la URSS era «un gran campo de concentración»—, oían las radios extranejras cuando disponían de un prohibido aparato de onda corta o escuchaban magnitizdat, discos clandestinos copiados con alguna de las muy escasas grabadoras de bobinas que lograban entrar en el país, donde tampoco estaban permitidas.

'Disco-costilla' soviético de los años cincuenta

‘Disco-costilla’ soviético de los años cincuenta

Los discos-costilla eran producidos con las máquinas portrátiles de grabación que permitían prensar una postal sonora con un mensaje o una cancioncilla —como las Voice-O-Graph de los EE UU que intentan poner de moda ahora con el último disco de Neil Young en la cabina comercializada por Jack White—. En la URSS eran comunes en los salones de fotografía donde los encargados, a cambio de cierta cantidad de dinero, viandas o licor, hacían un pequeño negocio a espaldas del sistema traficando con música y canciones de los muchos estilos reprimidos por el régimen: desde el jazz hasta el rock and roll.

Como era casi imposible encontrar vinilos o discos de laca vírgenes, pronto dieron con soportes alternativos. Las radiografías usadas, que se podían trocar en los hospitales mediante algún contacto entre los empleados sanitarios, era baratas y perfectas. Adolecían, como los flexidiscos, de falta de rigidez, pero no se escuchaban del todo mal. Hasta la invención del casete, fácil de camuflar y transportar y de coste barato, resultaban una opción posible para driblar a la maquinaria censora estatal.

En el libro Back in the USSR: The True Story of Rock in Russia (1987), Artemy Troitsky explica con sencillez la elección: «Encontrabas radiografías con los pulmones, la médula espinal o fracturas de huesos, redondeadas con tijeras, con un agujero en el centro y los surcos apenas visibles (…) La calidad era horrible, pero el precio era bajo, un rublo o rublo y medio«.

En el polimórfico y con frecuencia absurdo mundo de las grabaciones discográficas —la entrada de la Wikipedia sobre tipos inusuales de discos cita desde un paquete de chow mein sonoro hasta sellos postales de Bután que son a la vez jingles publicitarios sobre el país— no deja de tener sentido que una música de electrochoque como la de Elvis Presley llegue, en forma de grabación pirata, dentro de una radiografía craneal.

Ánxel Grove

Algunos tesoros semiescondidos de The Black Keys

Discografía de los Black Keys (2002-2014)

Discografía de los Black Keys (2002-2014)

Pese a que no alcanzaron los dudosos galones de la aceptación masiva hasta 2010 cuando su sexto álbum, el siempre socorrido para animar todo tipo verbenas y colmar palacios de deportes Brothers —donde las trifulcas personales de los dos llaves negras, las domésticas con sus parejas, los consiguientes divorcios, el alcoholismo, la rugosa producción del mago Danger Mouse, la grabación en un galpón con poder de sagrario (los estudios Muscle Schoals de Alabama, puestos a funcionar para la ocasión tras 30 años de parón) y, sobre todo, la docena y pico de soberbias canciones nacidas del blues 100% fuzz y la psicodelia de garaje cocinaron un brebaje tóxico—, The Black Keys no son unos niñatos recién llegados a la fiesta sin invitación.

En 2002

En 2002

Dan Auerbach, el guitarrista-cantante-compositor-aquí-mando-yo, tiene 34 años, y su colega Peter Carney, batería-compositor-lo-que-tú-digas-Dan, uno menos. La historia es de fábula: amigos desde la infancia, nacidos en Akron (Ohio) —ese lugar donde algo deben añadir al agua del sistema municipal de abastecimiento que fomenta el rock y la demencia (200.00 habitantes y, entre ellos, Devo, Chrissie Hynde, David Allan Coe y The Black Keys)—.

Hijos de familias acomodadas (los padres del primero son una profesora de francés y un marchante antigüedades y los del segundo, periodistas), montaron el dúo en 2001. Es fácil imaginar el panorama natal: el garaje paterno, los watios ensordeciendo al vecindario suburbano, la luz de la cerveza como faro y el humo de la marihuana trenzando volutas espaciales. Los «pringados del instituto», como ellos mismos se definen recordando aquel tiempo, eran los reyes del mundo allí dentro.

No voy a proseguir con los detalles de la historia. The Black Keys me gustaron desde el primer disco y siempre los antepuse, en la infértil encuesta sobre cuál es el mejor dúo del rock and roll contemporáneo, a The White Stripes, que me parecían en exceso pendientes de la pose arty de portada de dominical y de enamorar a los modernos con el corte del vestuario. Donde los primeros ofrecían sudor, los segundos ponían diseño y el rock siempre ha preferido a la gente que se deja la piel antes que a la gente preocupada por las pieles.

Ahora que sale a la venta Turn Blue, el octavo álbum de Auerbach y Carney, con Danger Mouse otra vez a los mandos —sólo he escuchado el single Fever— me parece un buen momento para recordar algunas obras semiescondidas de la pareja.

"Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough", 2006

«Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough», 2006

Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough
The Black Keys, 2006
Siete versiones en extremo respetuosas, casi siguiendo el canon del blues más profundo, en un extended play editado en 2006 como homenaje a uno de los grandes héroes del dúo, Junior Kimbrough (1930-1998), un bluesman canalla y de vida torrencial: cuando murió, a los 67 años, tenía 36 hijos de varias mujeres y regentaba el tugurio Junior’s Place, en Chulahoma, una localidad rural del norte de Misisipi con una importancia musical no acorde con su tamaño —el local lo regentaron algunos de los muchos herederos del propietario pero ardió hasta los cimientos en un incendio en 2000—.

Los Black Keys ya habían versionado canciones de Kimbrough, cuyo estilo sincopado y profundo (no muy diferente al de John Lee Hooker) es una notable influencia en el sonido del dúo, en discos anteriores —Do the Rump en el primer álbum y Everywhere I Go en el segundoy en 2005 participaron en el homenaje Sunday Nights: The Songs of Junior Kimbrough con My Mind is Ramblin.

Grabado en directo en el local de ensayo de la banda, un sótano de Akron, fue el último disco que publicaron con su primera discográfica, la independiente Fat Possum Records, muy poco antes de firmar con la major Nonesuch que les llevó a la fama universal.

"Keep It Hid", 2009

«Keep It Hid», 2009

Keep It Hid
Dan Auerbach, 2009

El primer y único disco en solitario del inquieto Auerbach es una consecuencia de una muy mala racha. El guitarrista no se hablaba con Carney porque no soportaba a la esposa de éste («la odié desde el primer momento, no quería tener nada que ver con ella») y la estabilidad del grupo estaba en peligro.

Auerbach decidió poner distancia para tratar de enfriar las diferencias, montó un estudio propio en Akron y lo estrenó grabando esta magnífica colección de canciones, que son, al tiempo, similares en estructura a las de The Black Keys pero diferentes. La falta de la pegada terrorífica del batería es aprovechada con inteligencia por el guitarrista-cantante para dar espacio a los temas, moverlos con menos ímpetu y abrir el abanico de estilos hacia el pop y la psicodelia.

Cuando Carney se enteró de la grabación, de la que no fue avisado, pilló un mosqueo de mil demonios y, como consecuencia, decidió montar también un proyecto paralelo.

"Feel Good Together", 2009

«Feel Good Together», 2009

Feel Good Together
Drummer, 2009

Con mucha ironía y cierta mala baba, Carney respondió a su colega montando el grupo Drummer (en inglés, bateria) juntando a cinco intérpretes del instrumento de otras tantas bandas de Akron. Él decidió tocar el bajo.

El disco que editaron pocos meses después del de Auerbach —con una vitríolica referencia en el título, Sentirse bien juntos no oculta que los implicados dominan las formas de crear y mantener ritmos: las canciones son pegadizas por lo métrico de su estructura.

Esas mismas virtudes lastran el álbum con cierta torpeza mecánica, solamente rota en un par de temas: Mature Fantasy, una balada muy sobria y tensa, y Every Nineteen Minutes, que tiene cadencia épica.

Después de algunas actuaciones, la banda se separó tal como había nacido, en un guiño, y Carney y Auerbach, una vez divorciado el primero —que durante el proceso se entregó a la diletancia alcohólica y engordó más de quince kilos en pocos meses— hicieron las paces.

"Blakroc", 2009

«Blakroc», 2009

Blakroc
(The Black Keys
y 11 invitados), 2009

Si tuviera que colocarme en la tesitura de elegir un sólo disco de The Black Keys, sería éste. Más allá de que las canciones me parezcan sublimes, Blakroc demuestra que el dúo es permeable y no comulga con el integrismo de quienes denigran al hip-hop sin conocimiento de causa y, al tiempo, es una prueba de que el rap conlleva el mismo espíritu de éxtasis físico y ardor que el rock.

Con once músicos y cantantes de hip-hop —entre ellos Raekwon, RZA y el fallecido Ol’ Dirty Bastard (los tres de Wu-Tang Clan), Jim Jones y NOE (de ByrdGang), Mos Def, Nicole Wray, Pharoahe Monch, Ludacris y Q-Tip (de A Tribe Called Quest)—, esta obra abierta quita el aliento por su descarada frescura, nacida y gestada en el estudio durante sesiones abiertas, nocturnas y alimentadas con todo tipo de sustancias donde se mezclaron la efervescencia del rhythm & blues con el nuevo soul callejero.

El ambiente colaborativo y chispeante fue grabado en un documental que puede verse aquí. Dejo abajo los vídeos de algunas de las canciones de esta explosión atómica en la que advierto la reunión probable de Elvis Presley y Otis Redding.

Ánxel Grove

Ronnie Lane, de ‘face’ a gitano

Ronnie-Lane (1946-1997)

Ronnie-Lane (1946-1997)

Entre 1965 y 1963, es decir, cuando la música era el gran demiurgo y las canciones, comunión que nos embriagaba con sueños que, como toda locura, eran por definición, ingenuos, Ronnie Lane fue uno de los elegidos para guiarnos con la antorcha.

De barrio obrero —nunca perdió el acento espeso y la mirada de candela de los pilluelos de callejón— e hijo de un camionero, ingresó en la aristocracia del pop británico a los 19 años, cuando cofundó los Small Faces (de cuyo tema-símbolo de 1967 Itchycoo Park escribió la letra). Aparecían semana sí y semana también en las cubiertas de las revistas pop, vestían mejor que nadie sin disfrazarse de aprendices de Buda y competían en brío, actitud y belleza con los Beatles y los Kinks —escuchen esta toma en directo de Tin Soldier y vuelen.

Al terminar la aventura, Lane acabó montando The Faces, donde compartió tablas con Rod Stewart, a quien el futuro depararía muchos matrimonios fallidos y una vejez innoble, y Ron Wood, un borrachín impenitente al que aguardaba un devenir aún más sombrío como comparsa de la empresa geriatrica más rentable de la historia, los Rolling Stones. The Faces fue la banda más abrasiva del Reino Unido durante los primeros años setenta: los únicos blancos que, gracias acaso a la infinita cantidad de cerveza y scotch que consumían, podían sonar como gente de piel negra. El contrabajo de Lane demolía las paredes.

Lane compuso la letra y la música de algunas de las mejores canciones del grupo —la fogosa Richmond (1971), las conmovedoras Stone (1971) y Debris (1972) y la irónica Oh La La (1973)— pero Stewart, que estaba empezando a olisquear las posibildades económicas de que los rubios lo pasan mejor, le robó Mandolin Wind, que usó en su primer disco como solista, grabado como proyecto paralelo al grupo. Lane no quiso litigar con su excolega pero decidió dejar la banda. La importancia que jugaba en el equilibrio interno de la pandilla quedó demostrada cuando, a la semana, The Faces hacían pública la disolución.

Con la liquidación de las regalías, que fueron cuantiosas porque The Faces habían conquistado el mercado de los EE UU con giras en grandes estadios tocando electro-alcohol de incendiaria intensidad y contagiosa alegría, Lane acometió una vuelta de tuerca tan ruinosa como bella: compró una granja en una zona rural y alejada de Gales, se estableció como campesino con su segunda esposa y los hijos de ella y gastó 250.000 libras esterlinas de 1972 —que ahora equivaldrían a dos millones, unos 2,4 millones de euros— en construir un estudio móvil de grabación en un trailer Airstream que importó de los EE UU. Fue el mejor de su tiempo y en él se grabarían discos como Quadrophenia (The Who, 1973), el debut homónimo de Bad Company (1974) y Physical Grafitti (Led Zeppelin, 1975).

"Ronnie Lane & Slim Chance" (1975)

«Ronnie Lane & Slim Chance» (1975)

Convencido de que el rock se había complicado en exceso y era necesario un regreso al camino, Lane montó un circo ambulante con carpas, animadores, bailarinas, «los peores payasos del mundo» y, como broche final, la actuación de su nueva banda, Slim Chance, un grupo abierto por el que pasaron, entre otros, el futuro dúo escocés Gallagher & Lyle. Se lanzaron a recorrer Gran Bretaña en caravanas y autobuses, al estilo de los gitanos nómadas. No había agenda establecida ni conciertos programados: tocaban donde les sorprendía el atardecer o dónde les dejaban, casi siempre sin permisos legales, cobrando muy poco o nada por las entradas y robando ilegalmente la energía eléctrica de los transformadores.

La gira gitana fue un desastre (denuncias, peleas, cortes de luz, actuaciones supendidas por aguaceros…) que dejó a Lane en la ruina, pero la música —con acentos folklóricos de Escocia e Irlanda, espíritu de vodevil y chispeantes versiones zíngaras de clásicos del rock  (la de You Never Can’t Tell fue definida por el maestro Chuck Berry como la mejor que había escuchado)— desprendía la vigorizante frescura de una empresa utópica y valiente.

El mejor de los discos de la época es Ronnie Lane & Slim Chance, grabado con sus compañeros nómadas. Fue el contrapeso perfecto, en 1975, para los excesos ególatras de los dinosaurios aburridísimos que habían convertido el rock en música para fumar porros (Pink Floyd) o hacer el ganso (Queen). Se trata de un álbum transparente, emocional y desnudo, una especie de celebración del puro goce de la música del que sólo encuentro un referente previo, Music from Big Pink (The Band, 1968), otro disparo de gracia, esta vez contra los excesos de la psicodelia hippie.

En 1977 al superestrella convertido en gitano le diagnosticaron esclerosis múltiple —aunque la dolencia no es, que se sepa, hereditaria, su madre y su único hermano la padecieron también—. Lane no se arredró. Recibió la ayuda de viejos colegas (grabó discos con Pete Townshend y Eric Clapton) y se fue a vivir a Austin (Texas-EE UU). Cuando la salud y las complicaciones requirieron atenciones médicas que no podía pagar, Jimmy Page, Rod Stewart y Ron Wood se hicieron cargo de todos los recibos. El cuatro de junio de 1997, Lane murió a los 51 años tras una neumonía que se complicó por la esclerosis.

Acaban de editar  Ooh La La: An Island Harvest, un doble álbum que recopila parte de la música de Ronnie Lane en los años setenta. Es una buena oportunidad para recordar, como hizo en 2000 Paul Weller con el tema He’s the Keeper, al chico con mirada de candela. La primera línea de la letra de la canción-homenaje es la biografía más exacta de Lane: Él es el guardian de la antorcha.

Ánxel Grove

El lanzamiento musical más lujoso del año viene en una maleta de roble

La maleta

La maleta

El «gabinete de las maravillas», como lo definen los promotores, está construido a mano en madera de roble, forrado en el interior con «exuberante» tapicería de terciopelo y embellecido en las guarniciones de las esquinas y la hebilla con herrajes de metal forjado. Mide 47 centímetros de largo, 40 de alto y 15 de ancho.

Lo realmente valioso está dentro: 800 canciones digitales remasterizadas, interpretadas por 172 artistas y almacenadas en un USB metálico y con acabado vintage; seis elepés de vinilo de 180 gramos de color cobrizo y etiquetas con pan de oro; dos libros de tapa dura y encuadernación de lujo (360 y 250 páginas), y 200 reproducciones facsimilares de anuncios publicitarios de época.

Una tentación perturbadora si me sobraran 400 dólares (unos 290 euros) —que no es el caso—. El precio de venta de The Rise and Fall of Paramount Records 1917-1932, Volume 1 es la único objeción que le aplico a este tesoro concebido para que los tipos normales —es el caso— rondemos la tentación de delinquir —no voy a ser tan estúpido para afirmar que es el caso— en una de las redes de música compartida P2P que a estas alturas deberían gozar del privilegio de benefactoras de la humanidad.

El maletín de roble es el último objeto de fanatismo del cada vez más grotesco negocio musical. Está editado por empresas muy queridas, Third Man Redords —del metomentodo Jack White— en alianza con Revenant, la discográfica que fundó antes de morir el guitarrista libertario John Fahey, que terminó empeñando los instrumentos porque nadie quería escucharle. Es decir, un par de firmas que gozan del salvoconducto de lo indie, aunque, como las major, también gustan de exprimir las carteras de su clientela.

La música que han metido en la lujosa funda de roble, esa madera que también da muy buenos resultados para fabricar ataúdes, es de dominio público, lo cual quiere decir dos cosas: uno, no han pagado ni un centavo por derechos de autoría y publicación, y dos, es posible conseguir toda la música en el mercado (legal) a precio más apto para los tiempos que corren, aunque nunca en una presentación tan llamativa y aparatosa.

El edificio de la derecha albergaba el estudio de Paramount

El edificio de la derecha albergaba el estudio de Paramount

La historia de Paramount Records es una parábola que puede parecer bíblica. La empresa, fundada en 1910, era una filial de una fábrica de sillas que, al recibir un pedido para la construcción de los armazones de madera de algunos fonógrafos, decidió aprovechar para expandir el negocio a la grabación y edición de discos.

Los propietarios eran anglosajones y la sede de la factoría no estaba en el profundo sur del blues, sino en Grafton, un pueblucho del blanquísimo Wisconsin. Con muy buen gusto y una voluntad que combinaba el negocio con la intuición, los empresarios decidieron dedicarse a la race music (música racial, expresión aplicada a los discos pensados y comercializados para negros en un mercado que, como la sociedad, padecía la segregación).

Entre 1918 y 1935 Paramount fue el gran útero de la música de la que emergerían en pocos años, en progresión de volumen y audacia, el blues eléctrico urbano, el rhythm and blues y el rock and roll. En el vetusto estudio de la fábrica de sillas grabaron discos de laca de 78 rpm nada menos que Charlie Patton, Son House, Blind Lemon Jefferson, Skip James, Papa Charlie Jackson, Ida Cox, Geeshie Wiley, Ma Rainey y otros cuantos centenares de artistas. A veces, si me pongo pragmático, considero que son mis verdaderos padres.

De esa mina de oro se nutre The Rise and Fall of Paramount Records, del que habrá un segundo volumen en unos meses: blues lascivo, ragtime rijoso, vodevil caradura… Todo inmensamente bello —sólo se me ocurre compararlo en intensidad con la obra de Camarón, el único verdadero bluesman de este lado del Atlántico— cantado por hombres y mujeres que bebían mucho, lo gastaban todo, se metían en camas ajenas, creían en la expiación de los pecados y vagaban por el mundo como almas muertas excepto cuando cantaban: entonces eran la santísima providencia encarnecida, ángeles bautismales.

Dicen que de la maleta de roble sólo han editado cinco mil copias numeradas. Deje que se agoten, que las compren los repelentes. El blues no debe venir encerrado en ataúdes de lujo sino en mortajas.

Ánxel Grove

¿Un disco vacío o una recopilación de silencios?

Portada del recopilatorio 'Sounds of Silence'

Portada del recopilatorio ‘Sounds of Silence’

La pieza consistía en dos minutos de nada, ni tan siquiera se escucha el sonido de dos personas guardando silencio. John Lennon y Yoko Ono incluyeron Two Minutes Silence (Dos minutos de silencio) en el disco Unfinished Music No. 2: Life with the Lions (1969), el segundo trabajo experimental de la pareja, todavía editado cuando los Beatles no se habían separado.

Aunque se insinúa que es una reacción al traumático aborto que ella acababa de sufrir, rendían homenaje a 4’33»: una pieza en tres movimientos que el compositor experimental estadounidense John Cage (1912-1992) había creado en 1952. La partitura estaba vacía, la orden para los músicos era no tocar sus instrumentos, lo único que se debía escuchar era el ambiente del auditorio.

Sounds of Silence (Sonidos del silencio) es una antología sin sonido, una recopilación de «algunas de las más intrigantes piezas silenciosas» de la historia. El experimento de John Cage y el homenaje de Lennon y Ono son dos de las obras del conjunto de constantes vacío provocados por artistas como Andy Warhol, Yves Klein, Sly & The Family Stone, Robert Wyatt, el vanguardista (letrista) francés Maurice Lemaître, Africa Bambaataa, John Denver, Orbital

Partitura de la obra 4'33''. de John Cage

Partitura de la obra 4’33». de John Cage

El álbum —bautizado así como guiño a la canción de Simon y Garfunkel The Sound of Silence (1964)— está editado por la discográfica experimental italiana Alga Marguen y se pondrá a la venta el 21 de enero sólo en vinilo y en una limitadísima tirada de 250 ejemplares.

Alga Marguen hace énfasis en el disco como una colección de silencios diferentes unos a otros no sólo por los diversos motivos de los autores para crearlos («pueden entenderse como un homenaje o un chiste; un ofrecimiento especial o algo totalmente indefinido»), sino porque cada uno conserva un buqué: imperfecciones y particularidades «intrínsecamente unidos al medio de reproducción», relacionados con el paso del tiempo y el desgaste. El LP presenta los temas tal y como se grabaron en origen, sin remasterizar, como un cuaderno nuevo y amarillento tras haber sido olvidado en un cajón durante décadas.

Helena Celdrán

Darrell Banks, un inmenso cantante de ‘soul’ fugaz, trágico y olvidado

Darell Banks

Darell Banks

El soul, la única música que durante los años sesenta competía con el rock —en mi opinión, ganando la batalla casi siempre por menos pose y más temperatura—, abunda en personajes sombríos que cayeron demasiado pronto en el camino y de los que apenas quedó recuerdo. Fueron figuras ardientes en lo bueno y en lo malo.

Uno de esos dorados pero fugaces intérpretes fue Darrel Banks. Dejó un patrimonio escueto de siete singles y dos elepés antes de que lo matase, a los 35 años, una bala disparada por un agente de policía fuera de servicio.

Había nacido en Mansfield (Ohio), pero se crió en Buffalo (New York) y aprendió a cantar como casi todos los grandes del soul: dando gracias a dios en los coros gospel de las iglesias. De la intensidad de toda plegaria mantuvo el tono de arrebatada entrega que se palparía en sus grabaciones seculares.

Empezó rugiendo en un pequeño sello discográfico de Detroit con Open the Door to Yor Heart, una canción que le atribuyeron como composición propia por un error de oficina al registrarla —la había escrito un autor legendario e influyente, Donnie Elbert, que decidió que la cosa rodase porque era colega de parranda de Banks—. El tema, un sincopado medio tiempo algo acelerado, se convirtió en un éxito y llegó al número dos de las listas de ventas de rhythm and blues y algunos críticos calificaron a Banks como una de las voces más expresivas del momento.

A esta sacudida apasionada siguieron unas cuantos sencillos más, reunidos en 1967 en el álbum Darrel Banks Is Here [se puede escuchar en esta lista de YouTube]; el fichaje por el sello Volt, filial del imperio Stax, casa madre del mejor soul, y la edición, dos años más tarde, de un segundo elepé, el maravilloso Here to Stay.

"Here to Stay" (1969)

«Here to Stay» (1969)

Las buenas críticas que destacaban el estilo impecable de Banks, a quien se consideraba uno de los intérpretes con más futuro de la música negra, no suavizaron el carácter del cantante, arisco y camorrista. El final fue como un ritual repetido en la nónima de tragedias de los vocalistas de soul muertos a balazos —Sam Cooke y Marvin Gaye son los más conocidos—.

Una noche de febrero de 1970 Banks esperaba, a la salida del trabajo, a su mujer, camarera de un bar de Detoit. Vivían separados desde hacía meses porque ella no soportaba los arranques de mal genio del marido. Banks no sabía que a ella la estaba esperando también su nuevo novio, el policía Aaron Bullock. Las palabras subieron de tono, el cantante zarandeó a la mujer y el policia trató de impedirlo. Banks esgrimió un arma, pero Bullock fue más rápido en disparar la suya. La bala atravesó el cuello del baladista y lo mató en el acto.

Con el  estampìdo del balazo mortal una cortina de olvido e injusticia cayó sobre el cantante: los diarios tardaron ocho días en dar cuenta del suceso porque la Policía de Detroit quiso silenciar todo lo posible la implicación de uno de los suyos en un caso de adulterio finalizado en homicidio.

Banks, que permaneció enterrado en una tumba sin nombre hasta que fans de todo el mundo recaudaron dinero para una lápida, se desvaneció musicalmente: sus discos fueron inencontrables durante décadas hasta que el modélico sello inglés Ace Records, una fabrica de reedición de tesoros, publicó, hace unos meses, la recopilación I’m The One Who Loves You – The Volt Recordings [se puede acceder a las canciones en esta lista de YouTube].

Ánxel Grove

40 años de «Berlin», el disco de Lou Reed mutilado por el franquismo

Le quitan a sus hijos / Porque dicen que no es una buena madre / Le quitan a sus hijos / Porque se acuesta con unos y otras / Y con todos los demás / Como esos soldados baratos con los que liga frente a mí

La canción, The Kids, sigue siendo un trago difícil de deglutir. Lou Reed canta con desapegada frialdad, la guitarra steel se mantiene en una contención que no permite presagiar la tragedia explosiva del último tramo del tema, con el llanto real de un bebé —el hijo del productor del disco, Bob Ezrin— convertido en voz solista de esta micro narración sobre una politoxicómana que vende sexo para pagar vicios y a quien los servicios sociales quitan la custodia de los hijos.

"Berlin" - Lou Reed, 1973

«Berlin» – Lou Reed, 1973

Era la canción más larga y con seguridad una de las mejores de Berlin, el tercer álbum como solista de Reed, un disco que acaba de cumplir 40 años —fue publicado en julio de 1973—.

Antes que ningún otro apunte, una constatación: Berlin ha salido honrosamente triunfante de la prueba del tiempo. Incluso quienes lo tacharon de «porquería» y «mediocre» hace cuatro décadas, por ejemplo, la revista Rolling Stone («este es el último capítulo de una carrera prometedora, adiós, Lou», escribieron), se han desdicho y colocan el álbum entre los mejores de su época y, desde luego, entre los más arriesgados de Reed, uno de esos artistas capaces de lo mejor y también de lo peor.

Decadente y morboso, el álbum fue concebido como una tragedia temática y con ciertos afanes bretchianos sobre la muerte, el suicidio, la autodestrucción y el sexo. Jim y Candy, los protagonistas, son una pareja de perdedores temibles en un Berlín infernal. Él, proxeneta y maltratador. Ella, prostituta y drogadicta.

No queda aquí rastro de los héroes de celuloide a los que Reed había elevado a categoría de celebridades en Walk on the Wildside, del superventas Transformer de 1972. En Berlin el glam y la brillantina se han convertido en crónica negra y maldición. «Ahora sabrán que voy en serio», declaró el músico por entonces, cansado de que le metiesen en el mismo saco que a su amigo y excolaborador David Bowie. Reed deseaba ser, con un afán que inició en el tiempo de The Velvet Underground, una especie de gacetillero urbano a ritmo de rock y con cierta altura literaria.

Nadie entendió el descenso a los infiernos de Berlin, la crónica del submundo, la abundancia de realidad, y Reed quedó tocado durante muchos años, decepciomado, rencoroso y desorientado por las feroces diatribas contra un álbum en el que se había vaciado para dar lo mejor de sí mismo. Hasta 2006 no tocó en directo casi ninguna canción del disco. Cuando lo hizo, había transformado la dramática ópera inicial en un espectáculo que en vez de habitar el subsuelo celebraba la nostalgia: fue filmada por Julian Schanabel en la película-concierto Berlin: Live At St. Ann’s Warehouse.

Cuando escuché por primera vez Berlin, el disco acababa de ser editado en España, pero la maquinaria represiva franquista había suprimido The Kids, la canción que abre esta entrada. Los cuatro funcionarios-censores de la llamada Dirección General de la Cultura Popular consideraron que era demasiado explícita sexualmente. Mantuvieron, paradójicamente, The Bed, que narra el suicidio de la protagonista.

Supimos como sortear la coacción —siempre era posible grabar un disco no mutilado que alguien había comprado en Londres o Lisboa—, y Berlin se convirtió en una pieza de culto en la España tardofranquista, cuando al dictador le quedaba poca vida y sus cómplices estaban mortalmentre asustados (aunque rabiosos).

Una nota banal sobre la influencia del disco: una niña mexicana-española llamada Olvido Gara eligió el nombre artístico de Alaska por una de las estrofas del álbum.

Ánxel Grove

Lee Wiley, una injustamente olvidada cantante blanca de jazz

Lee Willey (1908-1975)

Lee Willey (1908-1975)

No es posible adivinar dónde estaba el fallo de Lee Wiley. Cantaba con sensualidad, le sobraba carisma y era apasionada pero teniendo siempre presente el punto exacto en que la pasión da paso a la desproporción. No le hacía falta, como a otras intérpretes de su tiempo, extremar las emociones, quebrar la voz con artificio o abusar de los ornamentos. Sabía que decir es la más difícil de las formas del canto y también la más efectiva.

Nacida en 1908 en la tierra india de Oklahoma —algunas notas promocionales le atribuían descendencia de una princesa cherokee— Wiley cantaba desde niña, intentando imitar a otra dama con sangre nativoestadounidense en las venas y una historia desgraciada por delante, la gran Mildred Bailey, una de las mejores vocalistas de jazz de los años veinte, que fue postergada por la industria para dar paso a figuras con más encanto como Billie Holiday, lo que llevó a Bailey a enfermar de depresión y bulimia y morir en la indigencia en 1951 (Frank Sinatra y Bing Crosby pagaron la hospitalización previa al fallecimiento).

Siendo aún una adolescente Wiley se trasladó a Nueva York. Cantó para varias orquestas, pero tuvo que retirarse temporalmente tras sufrir heridas graves en un accidente de equitación —el primer brote de un rosario de calamidades que la perseguirían—. Asociada musical y sentimentalmente con el compositor y arreglista Victor Young, se atrevió a componer canciones propias notables, como Anytime, Anyday, Anywhere y tuvo un éxito menor con la orquesta de Leo Reisman, Time On My Hands (1931), pero la fórmula de cantante de relleno para arreglos de jazz suave y música de cabaret no la complacía. Para añadir drama al asunto, cayó enferma de tuberculosis y estuvo un año retirada.

Cuando regresó era otra. Montó un quinteto estricto de jazz, entre cuyos músicos estaban instrumentistas calientes como el mítico pianista Fats Waller, el clarinetista Pee Wee Russell y el guitarrista Eddie Condon. Entre 1939 y 1943 grabó cuatro discos de 78 rpm temáticos: cada uno contenía ocho canciones de un sólo compositor. Eligió bien: George Gershwin, Richard Rodgers & Lorenz Hart , Harold Arlend y Cole Porter (este último, poco sospechoso de adulaciones dictadas por la buena educación, diría más tarde que nadie había cantado sus canciones mejor que Wiley). Los discos son los primeros ejemplos del formato que sería conocido como songbook (libro de canciones) y que explotarían otros intérpretes.

"Night in Manhattan" (1950)

«Night in Manhattan» (1950)

El mejor álbum de Wiley, Night in Manhattan, apareció en 1950. Es un disco donde la vulnerabilidad había entrado en el juego y la cantante alcanza un grado inmenso de identificación con las sugerentes canciones, dedicadas, como el título sugiere, a exlorar la sensación de languidez, soledad y brillo pasivo y engañoso de las noches en la gran ciudad.

Siguieron algunos discos más, entre ellos los notables West of the Moon (1956) A Touch of the Blues (1950) y una actuación estelar en el Festival de Jazz de Newport, pero la industria discográfica se olvidó de Wiley y el público de los años sesenta buscaba acercamientos más expansivos y desmelenados, menos elegantes, a la tristeza primordial y contenida del blues. En los siguientes 14 años,Wiley sólo grabó un disco, Back Home Again (1971).

Decepcionada y con la sensación de que no merecía tanto olvido, la cantante se retiró a un deseado anonimato. El 11 de diciembre de 1975 murió en Nueva York, a los 67 años, por las complicaciones de un cáncer de colon. Se redactaron muy pocas necrológicas.

Escuchadas hoy, las canciones que dejó esta mujer de voz de humo suenan como si las cantara una rutilante estrella. Se convierten en lamentos cuando consideramos la arbitraria omisión de Lee Wiley entre las mejores cantantes de jazz de su generación. Para concluir con la frase del principio de esta entrada, ahora sabemos dónde estaba el fallo de Wiley: nuestra desatención.

Inserto abajo algunos vídeos de canciones clásicas que, y ese es el mejor elogio, han sido cantadas por centenares de cantantes pero, al escucharlas en la voz Wiley, tienes la sensación de que fueron escritas solamente para ella.

Ánxel Grove

¿Y si Jim Morrison se hubiese quedado en España?

La última vez que entró en un estudio de grabación, Jim Morrison estaba absolutamente borracho. No era extraño: llevaba varios años bebiendo de manera constante, casi científica, y consideraba al alcohol una forma de «capitulación lenta» contraria a la determinación instantánea del suicidio, porque cuando bebes, decía, «es tu elección cada vez que tomas un sorbito». La canción de arriba, si es que merece esa consideración dada la pobreza de la pieza, se titula Orange County Suite, fue grabada en París en 1971 con un grupo de músicos callejeros y está dedicada a la novia del cantante, la procaz y peligrosa Pamela Courson, que acompañaba a Morrison en la capital francesa, lugar que eligieron muy literariamente para escapar del pasado y acaso intentar eludir el futuro inevitable.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Unos meses antes de grabar el disparate —incluido en el disco no oficial The Lost Paris Tapes: The Private Tapes Of James Douglas Morrison, editado en 1994 y muy querido por los muchos fanáticos de Morrison, tropa empecinada en considerar al cantante y poeta como una de las potenciales reencarnaciones de Jesucristo—, Morrison había tosido sangre. El médico le advirtó del precario estado de salud que arrastraba y le aconsejó dejar por un tiempo el clima húmedo de París y optar por una estancia redentora en lugares secos. También le propuso que redujera el consumo de whisky y cigarrillos —encendía un Marlboro con la colilla del anterior y se ventilaba cuatro cajetillas al día, inhalando cada vez con un hambre de niño inclusero—.

Quizá la elección de España como balneario para una cura temporal estuvo condicionada por la evocación de Spanish Caravan (Caravana española), editada en 1968 en Waiting for the Sun, el tercer álbum de The Doors, el grupo en el que Morrison jugaba el papel de muñeco sexual atacante y letrista belicoso con aspiraciones poéticas. La letra del tema, sobre un arreglo basado en la cita musical de Asturias (Leyenda), uno de los opus de Albéniz que toda academia de guitarra incluye en su temario, es tan pintoresca como un folleto de tour para jubilados sajones: Llévame, caravana, llévame lejos / Llévame a Portugal, llévame a España / Andalucía con campos llenos de trigo (…) / Los vientos alisios encontrarán galeones perdidos en el mar / Sé que hay un tesoro aguardándome / Plata y oro en las montañas de España.

Jim Morrison en París, 1971 - Foto © Hervé Muller

Jim Morrison en París, 1971 – Foto © Hervé Muller

Tal vez esperando confirmar que en España había caravanas y vientros vientos ecuatoriales y en Andalucía trigales —disparates que debemos achacar al romanticismo a la Byron que Morrison cultivaba o a los proverbiales y pésimos programas educativos de geografía humana que se imparten en los EE UU—, Morrison y Courson alquilaron un Peugeot el nueve de abril de 1971 y pusieron rumbo hacia el sur.

De las tres semanas siguientes hay referencias, aunque bastante parcas, en muchas de las biografías dedicadas al ídolo [en Internet puede consultarse el ensayo Jim Morrison’s Quiet Days in Paris, de Rainer Moddemann]: paso por Limoges y Touluse, desvío hacia Andorra con la posible intención de merodear por los Pirineos, estancia de unos días en Madrid y llegada a Granada.

Sabemos que en el Museo del Prado Morrison pasó unas cuantas horas ante El Jardín de las Delicias, el enigmático y moralizante tríptico pintado por El Bosco para desarrollar plásticamente un refrán flamenco que el desmejorado cantante podía asumir e interiorizar como reflexión propia: “La felicidad es como el vidrio, se rompe pronto”. También es conocido el paso por Granada, la melancólica noche de whisky en la taberna-cueva Zíngara, en el Sacromonte, donde pidió a los dueños que pusieran canciones de Janis Joplin, otra descarriada que había muerto, seis meses antes, en soledad, y el amanecer casi místico en la Alhambra.

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 - Foto: © Alain Ronay

Jim Morrison y Pamela Courson. Junio, 1971 – Foto: © Alain Ronay

El viaje concluyó al otro lado del Estrecho. Cruzaron a Tánger en ferry vía Algeciras y luego condujeron hacia Casablanca, Marrakech y Fez. Devolvieron el coche y el 3 de mayo tomaron un avión de regreso a Paris.

Dos meses exactos después Morrison murió a los 27 años —»estáis bebiendo con el número tres», había anunciado a sus compañeros de parranda tras los fallecimientos de Jimi Hendrix y Joplin, del club de los 27—. Todavía oscilan las teorías sobre las circunstancias del deceso: ataque al corazón en la bañera tras una noche de alcohol esta vez culminada con heroína, droga que llevaba meses sin usar; sobredosis accidental, e incluso muerte en otro lugar, un garito al que había ido a comprar caballo para la novia, voraz consumidora, y traslado subrepticio del cadáver al apartamento para evitar incómodas preguntas policiales.

El viaje por España del adorado cantante de los Doors me interesa por los amplios espacios que deja abiertos y que están pidiendo a gritos una narración de no ficción. Quiero imaginar al par de millonarios —los Doors era una caja registradora muy saludable— vagando por la aridez castellana, deteniéndose en las villas de adobe centenario y mutismo palpitante que duele en los oídos, enfrentándose al sombrío encuentro con una pareja de la Guardia Civil con capotes, paladeando vino más recio que el whisky amanerado, fumando hachís liado con Bisonte rubio, admitiendo que Albéniz era bastante vulgar, comprobando que Goya estaba más alucinado que El Bosco y que El Greco le ganaba a ambos, entrando en una iglesia donde unas señoras con piel de cera rezan el rosario con la misma cadencia con la que cantan gospel en Alabama otras señoras con piel de carbón, comprando en un bar de camioneros una cinta de Camarón para convertirla en banda sonora en loop del viaje entero, buscándose la vida para encontrar heroína para Pamela en la España aún franquista de 1971…

Me gusta preguntarme, aún sabiendo que no hay respuesta, que nueva historia se abriría si en determinado momento Jim y Pan hubieran dedidido, como dicta la lógica, que París es un despojo para tarjetas postales y mejor nos quedamos aquí…

El 25 de abril de 1974, en un epílogo presentido, Pamela Courson murió tras inyectarse heroína en un apartamento de Los Ángeles, la «ciudad de la noche» de la que había escapado con Morrison. También tenía 27 años y su cadáver no fue enterrado, como ella deseaba, en el cementerio parisino de Père Lachaise donde había sido sepultado su novio. Aunque la pereja no estaba legalmente casada, los padres de Courson —que le habían retirado la palabra a la hija años antes por merodear con un «degenerado» como Morrison— se afilaron los dientes, lograron que los tribunales reconocieran la unión como un matrimonio de hecho y, por tanto, legalizaron su papel como herederos de la mitad del legado millonario de Morrison. Ambas familias, los Morrison y los Courson, litigaron con saña durante décadas.

Ánxel Grove

El tuareg Bombino firma el mejor disco en lo que va de 2013

"Nomad" - Bambino

«Nomad» – Bambino

El mejor disco editado en lo que va de 2013 es, en mi opinión, Nomad, del músico tuareg Bombino.

No era ningún secreto la potencia lírica y la valentía de estilos del compositor, guitarrista y cantante de Agadez (Níger), que toca con valentía y ardor roquistas, sin miedo a los planeos psicodélicos y las aventuras, pero también es capaz de sondear en la melancolía de su pueblo, un colectivo de 1,2 millones de personas condenadas a sufrir la imposición de fronteras e intereses sobre la patria sin divisiones reales del desierto del norte y el centro de África.

Estamos ante una persona que habla —en idioma tasmasheq, una de las lenguas tuareg— en nombre de muchas y con conocimiento de causa: Bombino ha vivido en el exilio durante años por su condición racial y dos de sus músicos fueron fusilados por los militares nigerianos durante la última de las rebeliones tuareg, cuando la posesión de guitarras eléctricas fue decretada como delito castigado con la pena de muerte por la vinculación de los instrumentos con las demandas de voz y libertad de los hombres del desierto.

Bombino

Bombino

Nacido en 1980 en un campamento tuareg, Bombino asomó al mundo en 2007 cuando el cineasta Hisham Mayet grabó una de sus actuaciones durante los festejos de una boda taureg. El documental subsiguiente, Agadez the Music and the Rebellion, muestra el poder de un músico de una intuición sobrecogedora, condensador de muchos estilos y, al mismo tiempo, hijo de ninguno.

Técnicamente impecable, en su forma de tocar la guitarra hay ecos de sus ídolos Jimi Hendrix y Jimmy Page, de los que no paraba de ver videoclips cuando era niño y vivía en el exilio de Argelia y Libia. Pero, al contrario que estos guitarristas distorsionados, no estamos ante un estilista de turbulencias: la guitarra de Bombino es seca, sin efectos, como él, una hija del desierto.

Mientras el otro gran colectrivo de la música tuareg, Tinariwen, parece haber entrado en un declive creativo, Bombino da la impresión de tener un futuro inmenso por delante.

Nomad, editado por la discográfica independiente estadounidense Nonesuch, está producido por el hiperactivo guitarrista de los Black Keys, Dan Auerbach —que el año pasado también apadrinó uno de los mejores discos de la temporada, Locked Down, de Dr. John—. Es un disco abrasador que deja en evidencia la inmensa tontería de buena parte de la música europea y estadounidense.

Dejo abajo el primer videoclip del álbum, la afiebrada y festiva Azamane Tiliade y una grabación desenchufada e improvisada de Bombino. Ambas componen las dos facetas de este músico pasmoso, eléctrico y sin complejos, poético y puro.

Ánxel Grove