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Memorias de la cárcel talladas en huevos de avestruz

'It's Your Fault II' - Gil Batle - © 2015 Ricco Maresca Gallery

‘It’s Your Fault II’ – Gil Batle – © 2015 Ricco Maresca Gallery

Filas infinitas de hombres con la cabeza agachada y los brazos hacia atrás, manos agarrando cuchillos, barrotes y muros, porras en alto, palotes tachados que cuentan los días de cautiverio… Entre los elitistas del arte, la obra de Gil Batle podría clasificarse de «popular» y quedar encajonada como el pasatiempo de un expresidiario con cierto talento. El soporte que utiliza no comparte la nobleza del lienzo y peca de excéntrico. Talla en huevos de avestruz, pero lo que representa sobre la cáscara es el diario de una realidad invisible.

Conoce bien el ambiente de insoportable soledad y hostilidad de las cárceles. De 53 años, de origen filipino y nacido y criado en San Francisco (California, EE UU), ha pasado más de dos décadas en varias prisiones de California, cumpliendo condena por fraude y falsificación. Ser un autodidacta del dibujo le granjeó una buena reputación en la frágil y peligrosa sociedad de la prisión, se hizo tatuador «clandestino».

Ahora residente en una pequeña isla de las Filipinas, ejercita la catarsis sobre huevos de avestruz, los más grandes que puede poner un ave, equivalentes en tamaño a más de 20 huevos de gallina, de color cremoso y cáscara gruesa y rugosa.

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Los secretos de Dickens: moralista, infiel, mentiroso, racista….

Charles Dickens, mayo de 1852

Charles Dickens, mayo de 1852

La fiebre de las efemérides es como uno de esos amigos que sale del subsuelo en tu cumpleaños tras haber permanecido en la Antártida los 364 días anteriores.

La más reciente gran efeméride ha traido de regreso a quien nunca se había ausentado: Charles Dickens (1812-1870), de cuyo nacimiento se celebró el bicentenario hace unos días.

El término inglés dickensian (dickensiano), dice el diccionario, es aquello que no alcanza las condiciones mínimas de vida o trabajo que garanticen la dignidad humana, pero también puede aplicarse a las trabas burocráticas, la lentitud de la justicia, la vida urbana regida por la cobardía y el individualismo…

En la última temporada de la serie The Wire -que a Dickens le hubiese encantado por su esplendor coral-, un editor de prensa que quiere ganar el Pulitzer antes que contar la verdad se empeña en promover el punto de vista «dickensiano» sobre cualquier tema. Cuando emitieron el último capítulo de la serie, el New York Times, con bastante acierto, tituló la crónica: «Sin  final feliz en la dickensiana Baltimore«.

Dickensiano, como kafkiano, borgiano, términos aceptados por la Academia, o ballardiano, que los académicos, no pidamos milagros en la casa de la artritis literaria, aún no saben lo que significa, son adjetivos que, además de explotar en significados variados, siempre entrevistos a través de los cristales de aumento de las obras de los  escritores, dicen lo obvio: la fusión de un cuerpo literario con la vida, la confusión de lo real con lo imaginado…

Es placentero -y un poco vertiginoso- pensar que los confusos jardines de Babilonia fueron borgianos siglos antes de que un escritor llamado Borges ganara horas a la noche lidiando con la tinta para describirlos con justicia o que la expoliación española de la colonias de ultramar diera lugar a una muy dickensiana madeja de rapiña y abusos sin que ningún Dickens estuviera allí para contarlo.

Dada la dickensmanía del bicentenario -injusta como toda celebración de pum, se acabó- y, sin pretender nada más que aportar unas pinceladas al dibujo de un personaje que a todos nos acompaña de forma contundente exista o no la efeméride, dedicamos este Cotilleando a… -nuestra sección de biopsias– a algunos de los secretos de Charles Dickens, moralista, mentiroso, infiel, mujeriego a la chita callando y con vergüenza, racista, engreído y enorme escritor que, sin ninguna modestia, se refería a si mismo como El Inimitable.

Dibujo de la prisión de Marshalsea, 1729

Dibujo de la prisión de Marshalsea, 1729

1. Hijo de un prisionero. John Dickens, el padre del escritor, empleado en la oficina de pagos de la Armada Real, era un hombre que no sabía administrar sus escasos ingresos y el siglo XIX en Inglaterra era muy peligroso para los deudores. Al señor Dickens lo encarcelaron en 1824 en la tenebrosa y húmeda prisión londinense de Marshalsea, fundada dos siglos antes para encerrar a los acusados de practicar la sodomía y el bestialismo. ¿Delito? Adeudar a un panadero 40 libras y diez chelines.

La mujer del reo y los tres hijos pequeños del matrimonio tuvieron que irse a vivir a la cárcel -injusticia habitual en aquel tiempo- porque no les quedaba nada tras los embargos judiciales.

El primogénito, Charles Dickens, que tenía 12 años, se quedó en casa de una amiga de la familia, tuvo que dejar los estudios y ponerse a trabajar diez horas al día, siete días a la semana, en una fábrica de betún para el calzado. Le pagaban seis chelines a la semana.

Aunque el padre logró salir de la cárcel a los tres meses (recibió la herencia testamentaria de su madre y pagó parte de las deudas), el fantasma de la insolvencia siguió acechando a la familia y Charles, que nunca perdonó a su madre que no trabajara ella, tuvo que seguir produciendo plusvalías: primero como empleado en un juzgado y luego, tras aprender por su cuenta taquigrafía, como cronista judicial y parlamentario para periódicos.

Sintió tanto la humillación de ser hijo de un deudor insolvente que sólo reveló la verdad a su íntimo amigo y editor John Forster, que hizo públicos los hechos cuatro años después de la muerte de Dickens.

Ellen Ternant

Ellen Ternan

2. La amante secreta. Dickens se casó joven, a los 24 años, con una chica tres años más joven, Catherine Thompson Hogarth, hija de un editor de prensa para el que trabajaba el escritor. Tuvieron diez hijos. Todos se marcharon de casa en cuanto les fue posible porque no soportaban el carácter del padre, una persona que exigía a los demás que fuesen como él creía ser, «perfecto».

Hay constancia de que el marido fue infiel a su mujer en varias ocasiones, pero el gran amor de Dickens fue la actriz Ellen Lawless Ternan, a la que conoció en 1857, cuando él tenía 45 años y ella 18.

Fueron amantes durante 13 años, pero Dickens, al que gustaba su imagen pública como pilar de la sociedad y la moral victorianas, hizo todo lo posible para ocultar la relación: alquiló para Ternan una casa en las afueras de Londres y la veía en secreto.

Más tarde ordenó a Ternan que quemara todas las cartas que le había enviado.

El matrimonio con Catherine Hogarth terminó un año después de que comenzara la aventura, pero el divorcio era impensable para los Dickens, demasiado pendientes del qué dirán, y los cónyuges se separaron.

Seis años después de la muerte del escritor, Ternan, que tenía 37 años se casó con un pastor de 25. Tuvieron dos hijos y ninguno, ni tampoco el marido, supieron nada de la relación de Ellen con Dickens.

Los protagonistas de la historia fueron tan celosos con los rastros del adulterio que sólo en 1991 logró conocerse con detalle la verdad, revelada en el libro de la historiadora Claire Tomalin The Invisible Woman: The Story of Nelly Ternan and Charles Dickens. El libro afirma que la pareja tuvo un hijo en secreto, nacido en Francia y nunca reconocido por Dickens. Otros biógrafos del escritor rechazan esta tesis.

Grabado sobre el accidente de tren de Staplehurst

Grabado sobre el accidente de tren de Staplehurst

3. Héroe (pero mentiroso). El 9 de junio de 1865, Dickens, Ternan y la madre de ésta regresaban a Londres en un vagón de primera clase de un tren que procedía de Francia. En Stapelhurst (Kent), varias unidades del ferrocarril cayeron a un río, en un accidente en el que murieron diez personas y 40 resultaron heridas, entre ellas la amante del escritor. Una de las lesionadas fue la amante del escritor.

Dickens se comportó como un «héroe» ayudando a los moribundos y heridos, dijeron los diarios de la época.

El escritor, que sacó buenos réditos de la fama, no rechazó ninguna entrevista y escribió un relato inspirado en la catástrofe, se encargó de hablar con cada uno de los periodistas que se acercaron al lugar y las autoridades policiales para que ocultasen la identidad de sus acompañantes.

En su fuero interno Dickens resultó tocado por la experiencia y evitó volver a viajar en tren.

El 'Urania Cottage'

El 'Urania Cottage'

4. Una casa para mujeres de mala vida. Gustoso de presentarse como un filántropo preocupado por los «poco favorecidos», Dickens se embarcó en la promoción de una institución para «redimir» a las «mujeres caídas», eufemismo que ocultaba la mención directa a las prostitutas, madres solteras, víctimas de delitos sexuales y otras formas de deshonra para la puritana pero hipócrita sociedad victoriana.

Angela Burdett Coutts, heredera de una fortuna procedente de la banca, puso el dinero para la compra del Urania Cottage, en Shepherds Bush (Londres), y Dickens escribió en 1949 un formulario de invitación: «Sabéis lo que son las calles, lo crueles que son las compañías, los vicios que abundan, las consecuencias que pueden acarrear, sobre todo si sois jóvenes».

Dickens se encargaba de entrevistar a las aspirantes, a las que, aseguraba, sólo utilizaba para perfilar futuros personajes literarios, pero el fondo de la cuestión era discutible: tras pasar unos meses en el cottage, las mujeres (se calcula que unas cien fueron atendidas entre 1847 y 1859) eran obligadas a emigrar a Canadá o Australia, los acostumbrados basureros sociales del Imperio Británico.

Charles Dickens, aprox. 1860

Charles Dickens, aprox. 1860

5. Racista. «Los dos entraron en una habitación de paredes negras y sucias donde un viejo judío de aspecto repugnante estaba friendo salchichas». La descripción es del anciano Fagin, el director de la escuela de niños-ladrones de Oliver Twist.

En todos capítulos de la novela, Dickens menciona al personaje como El Judío (casi 300 veces). Cuando influyentes lectores de ascendencia judía se quejaron del trato racial nada ecuánime, el escritor insertó en su siguiente novela a un judío bueno.

No fue el único patinazo de un autor que gustaba de presentarse como «campeón» de los pobres y oprimidos y firme defensor de la justicia social.

En las American Notes que publicó tras el primero de sus dos viajes a los EE UU se burla de los modales y formas de un cochero negro, que se mueve, escribió, «como una versión demente de un cochero inglés».

Aunque se manifestaba como un firme defensor de la abolición de la esclavitud, a veces salía al exterior el conservador que anidaba en él. Apoyó al Sur en la Guerra Civil y en 1868 declaró que otorgar a los negros derecho al voto era «absurdo».

Algo parecido le sucedía con los habitantes de las colonias inglesas. En una carta a una amiga escribió: «Ojalá fuese el comandante en jefe en la India. Haría todo lo posible por exterminar a esa raza y borrarla de la faz de la tierra».

Ánxel Grove

La cárcel donde nació la música

Parchman

Parchman

Algunas cárceles hacen que la noción del infierno sea deseable.

En el mundo invertido del blues, donde la ruina y el dolor son garantía de veracidad, las cárceles son uno de los regazos primarios.

Junto con plantaciones y juke joints, las prisiones acunaron al niño trágico, le alimentaron con leche amarga.

Parchman, por ejemplo. Una antigua granja -es decir, otra forma de presidio- comprada por el Estado de Misisipi en 1900 para encerrar a negros.

Los legisladores no estaban dispuestos a perder los 80.000 dólares que costaron las 7.300 hectáreas iniciales (se ampliaron pronto a 15.000) de terreno seco, agrietado, húmedo y poblado de febriles mosquitos del delta.

Pusieron a los convictos a trabajar (seis días a la semana, diez horas al día). Cultivos de algodón y granjas de cerdos y gallinas atendidas por presos encadenados.

La apariencia era compasiva. «Mirad, no hay puerta, no hay rejas, no hay torres de vigilancia. El terreno está abierto», decían los alcaides. Tras ellos, los guardias a caballo, armados con Winchester de repetición, mascaban tabaco y escupían. Los gargajos eran lentejuelas sobre la arcilla.

En 1905 la cárcel-empresa cerró el año con unas ganacias de 185.000 dólares (equivalentes a unos 5 millones de dólares de ahora). Era la segunda fuente de ingresos de Misisipi, sólo superada por la recaudación de impuestos.

Algunas cárceles han merecido el interés de los blancos. En las de San Quintín y Folsom cantó Johnny Cash; Burt Lancaster crió gorriones en Alcatraz. A Parchman nunca se acercó ningún famoso. Excepto los guardias armandos, todos en Parchman eran negros.

Por mucho que digan algunos esnobistas de ciudad, el blues no nació de noche. La lámpara de aquel parto fue el sol que, en las plantaciones, castigaba con una severidad racista.

Los días en Parchman era muy largos y el blues siempre estuvo ahí, a plena luz, latiendo en los surcos como una víscera. Bukka White, que sabía lo que era una cárcel, lo dijo mejor que nadie:

Estoy en la vieja granja Parchman
Pero quiero volver a casa

Parchman, 1910

Parchman, 1910

El blues de Parchman era una polifonía de jirones: la piel desgarrada de las manos que arrancan el algodón de las cápsulas; el chirrido de los carros de mulas arrastrando la carga hasta las desmontaderas; los gritos de reclamo de los capataces; el himno milenarista de las chain-gang de hombres atados por los tobillos; los golpes de azada contra las malas hierbas; en la lejanía, los gritos de los sondistas de las barcazas y el gemido de los silbatos de los trenes, afinados personalmente por cada maquinista para distinguir un convoy de otro y, a falta de relojes, decir la hora, contar los minutos restantes de vida.

Los braceros de la cárcel nada poseían, ni una herramienta, ni una tabla, ni un animal. Morían con el mismo pantalón de sarga con el que había muerto antes otro interno. Tenían tiempo para cantar porque vivían para trabajar.

Columna de castigo. Parchman

Columna de castigo. Parchman

El blues no sabe de sutilezas. En Parchman castigaban a los díscolos, poco productivos o protestones con latigazos de Annie la Negra, una correa de cuero de diez centímetros de ancho que había mellado espaldas de esclavos desde hacía medio siglo y que la prisión guardaba como un tesoro. Los encargados de administrar la sanción eran los presos de confianza: chivatos, veteranos sometidos, amantes de los guardias…

Los azotes, como los golpes de azada, los cascos de los caballos, las inundaciones del río y el vuelo de los mosquitos, también seguían el ritmo.

Algunas canciones nacieron en ferias de ganado (Elvis Presley y su country acelerado); otras, en burdeles (los Beatles y sus nacientes armonías en la zona rosa de Hamburgo); otras más, en el garaje de papá (las canciones de capilla y pies descalzos de los Beach Boys tras lavar y sacar brillo al automóvil de la familia); otras, sobre las sábanas desordenadas tras el sexo (Sam Cooke)…

Al blues lo parió la cópula entre un látigo y el vientre de una prisión.

Son House, el músico sin el cual no hubieran existido los White Stripes (por citar un ejemplo menor y de escasa importancia), estuvo internado en Parchman durante dos años. No está claro si por contrabando o, como a él le gustaba alardear, por matar a una mujer. En una fecha tan tardía como 2005 descubrieron una de sus grabaciones, Mississippy County Farm Blues. Sólo hace falta escucharla para visitar Parchman, la cárcel donde nació la música.

Ánxel Grove