Los vampiros existen (no los dejes entrar)

Vampiros, sí. Muchísimos. Miles de ellos. Plaga creciente, cual luna oscura, sobre la tierra. Sangre perdida. Ataúdes saciados por el líquido elemental que ha sido derramado en un sacrificio íntimo. Nadie nos enseñó, sin embargo, a defendernos de ellos. Pero hoy traje la estaca. Vamos a cortar cabezas

Tú no creerás en los vampiros, pero yo sí, por desgracia he conocido algunos; sombras que se aparecen sin capa, visitantes en las horas oscuras que te agreden en su invisibilidad sin que percibas que estás bajo el ataque. Es prioritario identificarlos si no quieres caer en su poder, o te chuparán la vida y entonces serás solo sombra, nada, existencia perdida, una marioneta…

Vampyren, "The Vampire", by Edvard Munch. Wikimedia Commons.

Vampyren, «The Vampire», by Edvard Munch. Wikimedia Commons.

Fíjate bien. El vampiro, para cumplir con su condición de no muerto, debe albergar ciertas máculas, las marcas visibles de una maldición. Un supuesto vampiro que se muestre bajo la luz del día, por ejemplo, debería gozar del eximente: nadie que aparezca durante el periodo solar puede ser sospechoso de Príncipe de las Tinieblas.

Esta era la ley antigua. Pero ya no funciona. Estamos desprotegidos. Follamos sin condón con un mal abisal.

Los chupa-sangres de hoy han logrado engañarnos en su nueva adaptación. Surgen elegantes al punto del mediodía y nadie acierta a desenmascararlos; no lucen colmillos o el pestilente aliento que les es característico en la mitología.

Los vampiros de hoy tienen trompas eléctricas.


Al igual que hicieran antaño, son culpables de nutriste de la debilidad de sus víctimas, aunque no habiten en solares abandonados; continúan alimentándose de nuestra esencia más íntima y delicada. Los vampiros modernos se parecen al animal antropoide del cuento de Horacio Quiroga: una bestia que ha conseguido ocultarse en el almohadón de plumas de la cama, un parásito que aplica cautelosamente su trompa en las sienes de la desdichada Alicia sin que nadie repare en su existencia.

Sobre el fondo, entre plumas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.

Jordán, el marido incapaz en este relato, no puede imaginar que semejante ser esté oculto en un lugar tan inofensivo: ¡una almohada!.

La almohada es el espacio donde descansan nuestros sueños y, por tanto, el templo más íntimo. Hoy si buscáramos una zona privada con estas características, en la que descansen ideas, anhelos y vergüenzas, estaríamos hablando del teléfono móvil o del ordenador personal. A través de estos aparatos puede escaparse -y se escapa- la esencia vital.

Los nuevos vampiros no usan colmillos.

Imagina, querida víctima del mordisco eléctrico, que los vampiros ya no necesiten sangre para hacerse con nuestro poder personal. Piensa en tu teléfono como en la almohada inocente en la que Alicia buscaba el descanso; en el dato como un fluido primordial que dota de entidad a los seres vivos en medio de un ambiente tecnológico carnívoro. El dato cual célula inmortal que certifica la existencia y que nos compone como entes vivos más allá de la materia. Todo está regido por las leyes de la evolución, incluso la maldición de los nosferatu: si antes la sangre fue el “vehículo del alma”, ahora esta función recae en la información que emerge de los nodos que definen nuestra identidad.

El dato es el vehículo de poder que nos compone, y es el premio de los nuevos vampiros: los chupa datos, los devoradores de la intimidad, las alimañas que habitan en tu almohada.

Conocer al vampiro es aceptar nuestra culpa o imprudencia. Debe ser invitado, y se cuela en nuestro templo usando unos contratos masivos ocultos en las aplicaciones que descargamos: ya no usa el ritual romántico del “déjame entrar”.

El vampiro tecnológico puede colarse en tus fluidos vitales binarios porque antes tú le has permitido el paso. Esta es una dinámica que los emparenta con el antiguo linaje transilvano. Carecen de poder si nadie los invita a casa: es conocido este sistema de protección que por desgracia hemos olvidado porque dejamos de creer en el vampiro por culpa del abuso cinematográfico; desconocemos que detrás de todo mito hay siempre un signo psicológico profundo.

Es un maleducado este vampiro. Ya ni pide permiso para chuparnos la esencia, solo letras pequeñas, perversas, olvidadas bajo el premio de la gratuidad, perdidas en la sombra de un contacto instantáneo a través de una descarga.

La gente firma el contrato- ¡te dejo entrar!- y el vampiro, seductor por antonomasia, se cuela raudo en su almohada, que es aquí el ordenador, el móvil o la tostadora conectada (los nuevos espacios de confesión). Inicia de este modo el proceso de depredación sistemática con sus imperceptibles trompas. Toma tus cosas, tu vida. Te deja desnudo, desnutrido, cansado, dominado por su plena atención, y acumula cada peldaño de las esencias que conforman tu energía vital.

Desnudo frente a él, enmascarado entre las luces y los colores de las cosas inútiles, solo te espera la desgracia.

Día a día tú pareces debilitado y él, en cambio, se muestra más fuerte, poderoso, lleno de vida, y es capaz de visitar, como el Conde Z., el Senado de los Estados Unidos para sonreír ufano pues ya no teme a la luz del Sol. Cada uno de los datos que pierdes a través de los orificios de tus aparatos de última generación son una fuente de vida que se te escapa y que le regalas al vampiro para incrementar su poder.

Los médicos volvieron inútilmente. Había delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo (…) Alicia no quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón.

Me permitiré modificar algunos conceptos del párrafo final del cuento de Quiroga, licencia con la que solo busco desenmascarar a este vampiro.

Estos parásitos (de los deseos), diminutos en el medio habitual (antes de la llegada de Internet), llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre (los datos humanos) parecen serle particularmente favorable, y no es raro hallarlos (en los móviles y otros aparatos) de plumas.

Llegados a este punto creemos que tenemos identificado al vampiro y que podremos protegernos de él. Acariciamos la estaca. Pero las cosas no son tan sencillas. Si acertamos a analizarlo en profundidad comprenderemos que el vampiro está en realidad oculto en alguna parte de nosotros mismos y no en los dispositivos eléctricos: este es el verdadero rey vampiro, el origen de la infección, el Amo de todos los chupa datos.

No habita afuera, no es el Conde Z.

Eres tú mismo.

La entrega de datos íntimos o personales masivos no es más que un síntoma de cómo opera este ser de las tinieblas que llevas dentro, y que es más poderoso que el chupa-esencias tecnológico.

El auténtico vampiro maestro, señor de todos los nosferatus, mora en el negro castillo de los selfies, es un satán del postureo y del desequilibrio, un vomitador del ego cruel que vive en el ataúd de la baja autoestima, una alimaña que nos degrada en esa necesidad de agradar o resaltar hasta el ridículo, un maestro en la adicción a ser queridos sin antes aprender a querernos a nosotros mismos. Como un droga nos mueve a la necesidad de vivir ensalzados, adulados, aplaudidos, a ser, en realidad, débiles, ignorantes, transparentes, cada vez más frágiles y planos. Nos impele a la dependencia de nuestros complejos, miedos y obsesiones (haciendo que estos defectos sean más pesados). Promotor de una bajeza narcisista y de la esclavitud compulsiva, esta fuerza psíquica profunda que nos habita tiene por objetivo que terminemos desnutridos a través de una garganta de datos que es por definición insaciable, y que no terminará su labor hasta desangrarnos y llenarnos de depresión, ansiedad y oscuridad…

Todo vampiro, tecnológico o psíquico, interno o externo, rey o esclavo, aspira a tu desequilibrio y se nutre de él.

No lo dejes entrar.

1 comentario

  1. Dice ser Adhemar

    Un consejo no os metais en donde no debes si no quieres terminar muerto por favor.Un saludo

    26 abril 2018 | 21:12

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