Los niños severos e imperturbables de Zóltan Jókay

© Zoltán Jókay

© Zoltán Jókay

Resumiendo el insumiso lenguaje de la tribu yagán, indígenas canoeros de la zona trastornada de la Tierra del Fuego y, como otros nobles pueblos, extintos por las oleadas colonizadoras europeas, el añorado Bruce Chatwin explica que gozaban de «un verbo dramático para captar cada contracción de los músculos, cada acción posible de la naturaleza o el hombre». Así, dice el escritor y nómada ingles, iya significa en yagán «amarrar tu canoa a una franja de algas»; okon, «dormir en una canoa flotante»; ukomona, «arrojar tu lanza contra un cardumen de peces sin apuntar a ninguno en particular»; uejna, «estar sujeto o moverse fácilmente como un hueso roto o la hoja de un cuchillo» y también, «deambular, o vagar, como un niño sin hogar o extraviado»…

La lengua yagana era, como todas las formas humana comunicación verbal, un «sistema de navegación». A diferencia de otras era  precisa e infalible: todos los objetos o acciones eran dotados de nombre como los puntos fijos que, una vez alineados o comparados, permiten que la persona que habla «planee su próximo movimiento» de una forma minuciosa. Los yaganes nombraban obsesivamente cuanto les rodeaba —el crujido del cuchillo contra la madera, la canción que entona la misma hoja afilada al desollar la piel de una presa de caza, las heridas del deshielo sobre el suelo, la temporada en que los cangrejos cambian de caparazón…— , porque sólo nombrando las partes que componen el Paraíso puedes acceder al Paraíso. Lo que no tiene nombre, por deducción, es  infernal.

Las fotos del alemán Zoltán Jókay (1960) son un proyecto de rotulación para navegar a salvo por el mundo. La mejor cartografía del fotógrafo, acaso por sus melancólicos orígenes centroeuropeos, es de niños de una seriedad grave y profunda.

«Debemos fotografiar lo que no se ve y no mostrar todo lo que se ve para que lo obvio no oculte lo esencial«, dice este veterano y fructífero caminante que trabajó primero como asistente social y luego, cuando lo despidieron en una de las tantas olas de recortes presupuestarios, encontró labor como cuidador de ancianos con demencia senil —una de sus series, Mrs. Raab Wants To Go Home, es una persecución del ánima consumida de una paciente—.

Los niños de Jókay, retratados como adultos —frontalmente, a la altura de los ojos, a veces desde ángulos que resaltan la monumentalidad frágil de los críos—, parecen retener el aliento, ensimismados en un más allá que no podemos adivinar porque, maldita sea, hemos olvidado dónde está el foco de la sensibilidad infantil. Tengo la sospecha de que el retratista alemán se afana en buscarlo, darle nombre, para restrablecer su sistema de navegación.

 

 

Con los retratos, admite, desea «acercarse» a su propia niñez y cada componente de las fotos —el tono de baja saturación, los escenarios fríos, la ropa atemporal, las bocas manchadas, los gestos de indecisión…— son un autoflashback. «Mi lenguaje visual es una reminiscencia de mi pasado (…), por eso los protagonistas de los retratos parecen tan de otra época».

De haber nacido entre los yaganes de Tierra del Fuego, estos niños merecerían la condición de loberos, oseros, navegantes, tramperos, conocedores infalibles de los signos del musgo y las piedras… Saben dónde están con perfección de marineros veteranos y han rotulado cada porción territorial con su propio léxico: quizá la verja sea la puerta de un imperio y la acera un talud y el triste verde del parque un ventero en las cumbres…

Tengo la impresión de que ante la mirada tímida de Jókay («mis fotos son una lucha contra mi cobardía, camino durante horas antes de atreverme a pedir a alguien que me deje hacerle una foto»), los niños vuelven a ser lo que siempre han deseado antes de ser domesticados: nómadas incansables, severos e imperturbables, fuertes y nervudos, de mirada inclemente y la valentía mezclada con temor con la cual, de modo paradójico, se mueven los héroes. Como diría un yagán, son uejna, niños extraviados y, por tanto, libres.

Ánxel Grove

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