Uno de los grandes debates que rodean a las series evento que se convierten en fenómeno es el de si su continuidad es acertada o necesaria. Cuando me planteo este tema siempre recuerdo el caso de Utopia, una ficción británica que parecía nacida como miniserie, con una primera temporada muy buena y una segunda bastante decepcionante. Muchos dijeron que renovarla sería condenarla a muerte, y tuvieron razón. Sin embargo, estas polémicas parten de una idea ilógica; si los guionistas hacen bien su trabajo, ¿por qué temer una continuación? Lo que sí es cierto es que estirar el chicle es peligroso en el sentido más creativo (el gran ejemplo siempre es Showtime, con series como Dexter o Homeland), más cuando su aportación es tan compleja y brillante que funciona mejor en pequeñas dosis.
¿Es eso lo que le ha pasado a Black Mirror? La serie de Charlie Brooker, un cómico y productor británico que creó joyitas tan particulares como Dead Set (sobre un Apocalipsis zombi al que solo sobreviven los concursantes de Gran Hermano), se convirtió en un fenómeno en 2011 en una excelente incursión en el sci-fi. Sus ideas eran tan retorcidas y visionarias que el formato en antología, de tres episodios por temporada, funcionaba a la perfección. Tras su segunda entrega y un especial de Navidad, muchos de sus fans temíamos que Channel 4, la cadena madre, no decidiera renovarla, y fue entonces cuando llegó Netflix. El servicio online anunció que habría más Black Mirror, y mucho más, hasta 12 episodios más, cuando en su emisión original no habíamos visto ni la mitad. Buena noticia, pero con recelos.
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