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El difícil arte de soltar (cada vez más) a tus hijos

Hoy es el día internacional de las familias, esa institución fundamental. Una lectora me compartía hace poco que su hijo recién graduado había decidido cursar un máster en el extranjero. Me decía que a pesar de entender el crecimiento que estudiar en el extranjero significaría para su hijo, le dolía que se fuera lejos y temía por los riesgos a los que estaría expuesto. Explicaba cómo le gustaría poder disfrutar de esta experiencia pero no lo conseguía.

Como expone Laura Gutman en su clásico, La maternidad y el encuentro con la propia sombra, los hijos son seres fusionales. Buscan la fusión con la madre o con la persona que desempeñe ese rol, en el seno de la familia. A través de la fusión que se va aflojando a medida que crecen y mediante un vínculo de apego seguro, los hijos se desarrollan y si cierto número de cosas va bien, conseguirán llegar a la edad adulta con éxito.

(Artem Kniaz, UNSPLASH)

Cuando un nuevo ser se funde con la madre, la madre también se funde con él. Cuando esto ocurre, la identidad, la concepción de la vida y la experiencia del progenitor se ven alterados para siempre. Es por eso, que a medida que el proceso fusional se invierte en mayor desapego de los hijos, lo normal es sufrir,  al igual que la madre que me escribió y con la que empatizo.

La historia bíblica de Abraham y su hijo Isaac nos aproxima a la hazaña que como madres y padres nos enfrentamos. Relata que gracias al Señor, Abraham y su mujer Sarai consiguieron engendrar a su hijo Isaac ya de ancianos. Siendo Isaac joven, Dios llamó a Abraham y le pidió que subiera al monte Moriá y que sacrificara a Isaac. ¿Cómo, el hijo que tú me diste? ¿Ahora me pides que lo mate?, se preguntaría Abraham.  Contrariado casi a la locura, Abraham hizo caso y se dispuso a subir al monte Moriá con Isaac. Tardaron tres días en llegar. Puesto que Isaac llevaba la leña, le pidió que hiciera un fuego para el sacrificio. ¿Sacrificar a quién preguntaba Isaac, si no llevamos ningún animal? Justo en el momento en el que iba a sacrificarlo, bajó un ángel y dio un carnero a Abraham, que sacrificó en lugar de a su hijo.

Esta parábola del Génesis  encapsula crudamente la compleja labor a la que cada día nos enfrentamos las madres y los padres: arrojar a nuestros hijos al mundo. No queremos que se lastimen, ni perderlos, pero el riesgo, como apuntaba la madre del joven en el inicio del artículo es real. Las distancias difieren pero los riesgos laten ocultos. Por ejemplo, ahora es tiempo de colonias. Los niños y niñas marchan felices, anticipando esa degustación de independencia, anticipo de las muchas que vendrán. Muchos padres y madres se sienten orgullosos y también… temerosos. Y cuanto más crecen, más aumentan las distancias, el vuelo que emprenden los hijos es más alto y riesgoso, y menos podemos hacer los padres. Excepto confiar y bendecir. Porque hacer lo contrario es equivocarse. Es cortar sus incipientes alas. Es privarles el libre albedrío, por el que encarnaron. Y también, es crear un saco de problemas futuros mucho peores.

Podemos entonces acudir a las palabras del poeta Khalil Gibran (1),  y recordar que «nuestros hijos no son nuestros hijos, son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma. No vienen de nosotros, sino a través nuestro, y aunque estén con nosotros, no nos pertenecen.» Seamos padres y madres «el arco del cual nuestros hijos, como flechas vivas son lanzados». «Dejemos que la inclinación, en nuestras manos de arqueros» a medida que practicamos el difícil arte de soltar a nuestros hijos, «sea para la felicidad».

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(1) De El profeta. Gibran Jalil Gibran (1923)