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Contra la revolución sexual

El verano antes de embarcarme en un máster de género y política social hace dieciséis años, pregunté por una lectura preparatoria. Me recomendaron leer Gender Trouble de Judith Butler. Al empezarlo a leer, me entró un sudor frío. ¿Qué diablos era aquello? Algo muy denso, retorcido y teórico. Por suerte, la parte de política social del máster me permitió pasar de puntillas por teorías sesgadas como la de Butler, para ahondar en los retos acuciantes de la mitad de la población del mundo.

Las políticas feministas y de igualdad de los últimos años han tenido un efecto variado. Mientras que muchas han sido sus contribuciones, los efectos de cualquier acción tienden a ser complejos y a menudo ambivalentes. Sin ir más lejos, tomemos la Ley del solo sí es sí. Una ley pensada para favorecer a las mujeres que han sido víctimas de violencia sexual, a día de hoy, cuenta con 721 rebajas a agresores sexuales y 74 excarcelados.

Una de las lecturas que me han inspirado recientemente ha sido Contra la revolución sexual de la periodista Louise Perry. A través de sus investigaciones y experiencia en un centro de atención a víctimas de violaciones cuestiona sin tapujos los dudosos beneficios que el feminismo liberal ha traído a las mujeres. En concreto, enfatiza la forma en cómo al minimizar las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, ha proyectado en las mujeres un modelo de sexualidad – y yo añadiría de trabajo, de relaciones y de familia – masculino.

(Charles Deluvio, UNSPLASH)

Este modelo de sexualidad basado en la pornografía campa a sus anchas entre los jóvenes gracias a internet, siendo un 75% de hombres y un 35% de mujeres que la consumen antes de los 16 años. Este consumo está relacionado con un aumento de conductas de riesgo como sexo sin preservativo, el intento de sexo en grupo y sexo con desconocidos. Sin olvidar los vínculos de la industria del porno con la prostitución y la explotación sexual de mujeres vulnerables y niñas.

Perry argumenta que el marco dominante de sexualidad marcado por las relaciones casuales y la pornografía, no solo no es empoderador para las mujeres, sino que resulta desfavorable para ellas, más expuestas y desprotegidas que los hombres. Como respuesta a ello, invita a las mujeres y a todos a: «Fijarnos en las estructuras sociales que ya han demostrado su eficacia en el pasado y compararlas entre sí, en lugar de compararlas con alguna alternativa imaginada que jamás ha existido y que probablemente jamás vaya a existir. El impacto de la píldora llevó a los liberales sexuales a la presuntuosa creencia de que nuestra sociedad podía quedar libre de la opresión de las normas sexuales y que podía funcionar sin problema. Los últimos sesenta años han demostrado que esa creencia era equivocada.»

Y continúa deliberadamente: «Tenemos que volver a levantar las barandillas sociales que se han derribado. Y, para ello, tenemos que empezar por lo más evidente: el sexo se debe tomar en serio. Los hombres y las mujeres son diferentes. Algunos deseos son malos. El consentimiento no es suficiente. La violencia no es amor. El sexo sin amor no empodera. Las personas no son productos. El matrimonio es bueno. Y, sobre todo, haz caso a tu madre».

Una valiente y retadora perspectiva.

 

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