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Cuando el porno no es liberador

Nací en los setenta, en plena revolución sexual. Con la disponibilidad de la píldora y demás cambios sociales se rompieron tabúes sexuales, se despenalizó el aborto, se abrieron las celdas de matrimonios destructivos, el feminismo cobró fuerza. El constructo cultural de la pornografía abanderó la revolución sexual. Con la era tecnológica este artefacto ha evolucionado en sus medios, convirtiéndose en una de las industrias más rentables, con un impacto sin precedentes en las vidas de todos.

A nivel ideológico, la industria del porno se ha apropiado del polo deconstructivista post-moderno en el que todo vale y se defiende de quienes la cuestionan afirmando que su función es liberar pulsiones reprimidas, contribuir a nuestro placer y sostener a las personas que trabajan en la industria, al tiempo que desautoriza a las voces críticas por representar- según la industria claro,- la aborrecible y trasnochada represión de antaño.

Sin embargo, cada vez hay más estudios y evidencia científica del impacto real de la epidemia de pornografía actual. El consumo de pornografía modifica el patrón de excitación sexual, afecta a las relaciones y a la potencia sexual. Valiéndose de la plasticidad del cerebro altera los circuitos hormonales del placer – el de la dopamina – y al igual que cualquier droga, hace que la persona requiera de estímulos más y más fuertes para excitarse. La evolución de la pornografía describe el efecto en sus usuarios: de simples fotografías de mujeres en trapos menores en el siglo pasado, a contenidos de violencia extrema y la normalización del BDSM, en la actualidad.

La industria pornográfica promete placer saludable y alivio de la tensión sexual, sin embargo lo que ofrece es adicción, insensibilización, disfunciones sexuales, una reducción del placer a medio y largo plazo, y sociedades marcadas por la violencia sexual. Al igual que un adicto a la droga, la persona adicta a la pornografía busca un chute cada vez de mayor dosis -mayor intensidad, mayor violencia- para liberar la tensión generada por la adicción. Otra de sus consecuencias consiste en normalizar comportamientos sexuales destructivos sin ser consciente de ello, experiencia que comparte la cantante Billie Elish, que empezó a consumir pornografía a los once años.

(Dainis Graveris, UNSPLASH)

A nivel de pareja uno de sus múltiples impactos es la desconexión en la relación que ocurre cuando uno de los miembros se convierte en adicto a la pornografía, como he constatado en mi consulta de coaching. Un caso famoso es el del exjugador de baloncesto de la NFL Terry Crews. Divulgador de los riesgos de esta adicción que casi le cuesta el matrimonio, afirma por experiencia propia que el porno mata el amor.

En España el creciente número de agresiones sexuales perpetradas por menores está causando alarma social. El consenso de los expertos vincula la mayor incidencia de estas conductas al consumo de porno que hacen los niños a través de internet y de los dispositivos móviles.

La mujeres y las niñas son las que padecen en mayor medida las consecuencias devastadoras del porno, no solo por sufrir mayormente los abusos y violaciones que tienen lugar en encuentros sexuales marcados por guiones de la pornografía, sino porque muchas de las agresiones se convierten en material subido a las redes. Algo que capitalizan plataformas como Pornhub, como denunciaba Nicholas Kristof en el New York Times “[El Pornhub] está infestado de videos de violación. Monetiza la violación de niños, pornografía vengativa, grabaciones de videos espiando a mujeres, contenido racista, misógino y grabaciones de mujeres siendo asfixiadas en bolsas de plástico.”

El porno, como las drogas duras, no es liberador, sino todo lo contrario: daña el cuerpo y la mente del que lo consume, destruye sus relaciones más significativas y violenta a toda la sociedad.

La buena noticia es que para desengancharse del porno o no llegarse a enganchar solo hace falta hacer una cosa: dejar de consumirlo de una vez por todas.

 

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