Archivo de septiembre, 2022

¿Qué pensamientos y actitud cultivar mientras recuperas la salud?

Cuando pensamos en plasticidad neuronal, solemos pensar en lo maravilloso del cerebro humano. Mientras que hace unos años se creía que el cerebro adulto se quedaba tal y como estaba o degeneraba, hoy sabemos que no es así. Que el cerebro sea plástico significa que está en continua transformación, lo que nos permite adaptarnos a nuevas situaciones, aprender nuevas capacidades y en general expandir nuestro potencial. Esto es así porque, según la neurociencia, el cerebro es un órgano sensible que responde a lo que está expuesto1 y muy especialmente a nuestros pensamientos.

Sin embargo la plasticidad neuronal es una arma de doble filo. Si nuestros pensamientos pueden ayudar e incluso curar, también nos pueden enfermar, como lo demuestra el vínculo entre plasticidad neuronal y aflicciones como la depresión o el trastorno obsesivo-compulsivo. En cuanto más la persona se centra en sus síntomas a través de pensamientos insistentes, éstos se graban en sus circuitos neuronales2 cronificando la enfermedad. En estos tristes casos, la mente de la persona se entrena a sí misma – y a su cuerpo – a estar enferma. Hoy, continuando el artículo anterior, me centro en el impacto que tiene nuestra mente – entendida como aquello en lo que centramos nuestra atención a través de pensamientos, actitudes, creencias y actividades –  durante un período de especial vulnerabilidad: al recuperarnos de una intervención médica. En mi artículo anterior proponía dos enfoques distintos para orientarnos a este periodo.

El primero era afrontar la recuperación desde la mente reactiva. Desde esta posición, nos resistimos a nuestro estado actual, cultivando todo tipo de pensamientos obsesivos, la queja, y forzando al cuerpo a hacer cosas que no quiere. Desde esta actitud nos rebelamos contra las condiciones de dependencia durante el proceso curativo. El ego, el constructo mental que tenemos de nosotros mismos, no le gusta el cambio y se atrinchera contra la nueva situación. Lo hace de malhumor, protestando, sintiéndose traicionado por la vida, argumentando que no es justo e incluso cargando contra los beatos que le cuidan a uno. En esta lucha, uno se impacienta por curarse cuanto antes y no respeta los tiempos del cuerpo tensionándolo,  malgastando así valiosa energía que podría dirigirse a la curación.

Mujer en un camino

(Emma Simpson, UNSPLASH)

El segundo y el que te recomiendo es orientarte a la recuperación desde un estado mental calmado, abierto y libre de neuras. Es un momento para la apertura a lo que va a suceder, escuchando al cuerpo y respondiendo a sus necesidades a medida que van emergiendo. Te doy dos pautas para conseguirlo.

ESCUCHAR AL (NIÑO MIMADO) DEL CUERPO

Durante el último post-operatorio recuerdo una sed desesperada la noche después de la operación. Bebí y bebí aunque hacerlo me complicaba tener que ir al baño a menudo, dolida por los puntos como estaba. Aunque me habían recetado una pauta bastante fuerte de calmantes, a la que pude fui reduciéndolos y los dejé cuando todavía sentía dolor, lo que me permitía poder “escuchar” mejor la zona.

En el proceso de curación, el cuerpo es el que manda. Es como ocuparse de un niño consentido que necesita cubrir sus necesidades físicas y emocionales, aunque no encajen en lo que es “razonable” para los adultos. La idea es que el niño, es decir tu cuerpo, se sienta amado y mimado, lo que le permitirá poco a poco ir recuperando fuerzas.

Una forma de escuchar la zona en curación consiste en hacer lo siguiente. Lleva tu atención al cuerpo, no solo la parte con dolor, sino a cada una de sus partes y luego a la totalidad. Ahora, lleva tu atención a la parte que está sanando. Observa la frontera entre la parte de tu cuerpo sana y la que está sanando. Siente ese espacio y su comunicación con la parte en curación3. Descansa ahí sin hacer nada. Otra práctica útil es poner tus manos encima de la zona en recuperación. Imagina que tus manos son un vehículo de energía invisible que te ayuda a curar. Recibe de ellas durante unos instantes.

Cada cuerpo es distinto y por eso las recetas universales no existen. Durante la recuperación escuchar al cuerpo significa estar atento a sus necesidades de descanso, postura, alimentación, actividad y relaciones. A veces, puede significar no escuchar a tu médico, o contradecir a las personas que más te quieren.

LA MENTE, ESA SEÑORA GRAVE Y ALARMISTA

En mi caso la peor faceta de mi mente durante el post-operatorio toma forma de una señora grave y alarmista. Está convencida que los dolores serán porque el cirujano lo hizo mal. A cualquier tirón cree que ha saltado un punto. Se preocupa porque va demasiado al baño o demasiado poco y si me descuido se pone a buscar en internet cosas que no sabe comprender. Cuando aparece, la miro, la observo, le digo que gracias por preocuparse pero que todo está bien y que no tengo tiempo para ella. Vuelvo a lo mío. A leer, a mirar una peli o a trabajar si tengo fuerzas suficientes.

La naturaleza de la mente es pensar, preocuparse, elucubrar, conjeturar. Luchar contra ello no funciona. Lo que sí podemos hacer es hacernos conscientes de nuestros pensamientos, complejos y personajes que habitan en nuestro interior. Al observarlos, nos damos cuenta de que no somos ellos y que no tenemos porque creerlos, ni seguir su agenda. Entonces se abre un espacio de verdadera libertad: cuando elegimos conscientemente soltar la patraña, considerarla o cambiarla por otra.

Por otro lado, cuando nos estamos recuperando de una intervención es común tener un estado de ánimo bajo. Nuestro cuerpo está cansado, tal vez seamos muy dependientes y todo esto nos abruma. Rendirse a este estado de ánimo no solo es posible, sino necesario. A menudo encuentro que en el gesto de rendirme puedo conectar con la gratitud. Gratitud por seguir viva después de todo. Gratitud por los cuidados que recibo. Gratitud por el mero hecho de respirar. La gratitud transforma a un humor derrotado y resentido en uno felizmente rendido. La diferencia es leve pero abismal. Es la diferencia entre tener el corazón cerrado o abierto.

Lejos de ser pasivo, sanar es un proceso participativo en el que tu actitud, acciones y pensamientos juegan un rol fundamental. Aprende a convertirlos en tus aliados con las pautas anteriores y resurgirás de tus horas bajas como el ave fénix.

 

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(1)“El cerebro que se cambia a si mismo” de Norman Doidge (2008)

(2) “Train your mind, change your brain: How a New Science Reveals Our Extraordinary Potential to Transform Ourselves” de Sharon Begley (2007)

(3) Adapado de “Strenght to Awaken” de Rob McNamara (2012)

¿Estás de baja? Dos formas opuestas de afrontarla y sólo una te sirve para seguir adelante

Alina, a quien acompaño a través del coaching, se ha sometido a una operación. Alina se ha sometido. Someterse es un verbo que cuenta, según la RAE, con las siguientes acepciones: Sujetar, humillar a una persona, una tropa o una facción. Conquistar, subyugar, pacificar un pueblo, provincia, etc. Subordinar el juicio, decisión o afecto propios a los de otra persona, entre las más significativas.

La etimología de someterse también es reveladora. El verbo proviene del latín submittĕre, la partícula sub- significa inferior o por debajo, mientras que mittĕre significa echar. Someterse entonces significa echarse debajo. En el caso de Alina, se ha sometido voluntariamente a una operación quirúrgica, o lo que es lo mismo se ha puesto en las manos de un cirujano para que la curara.

En una cultura en la que el individualismo y la independencia reinan, someterse, en este caso a una operación médica, no se siente como algo natural, y eso mismo le pasó a Alina. Mientras los días de la operación se acercaban, iba creciendo en ella una ansiedad sin nombre. ¿Y si no iba bien?. ¿Y si el cirujano aquel día no estaba centrado? ¿Y si descubrían al abrirla un mal mayor? Algo en el seno de sí misma se revelaba en contra de lo que iba a suceder. Y al mismo tiempo sabía que era lo mejor para ella. Pasaron los días y llegó la hora de la verdad. La operación tuvo lugar, el equipo que la atendió fue de lo más profesional y ahora empezaba la baja, el periodo de recuperación.

(Kinga Cichewicz, UNSPLASH)

Estar de baja también recoge el espíritu de lo que ha precedido. Alina se había puesto «debajo» y ahora estaba «de baja». Cuando uno inaugura esta fase, y lo sé por experiencia, se encuentra de una vulnerabilidad enorme. Para Alina significaba necesitar ayuda para levantarse, para caminar, para ir al baño, para casi todo. Esta situación, como tantas otras, revela la verdadera naturaleza humana: vulnerable y dependiente. Esta naturaleza, aunque siempre está allí, nos negamos a verla, hasta que la vida misma nos pone frente a ella.

Durante el periodo de recuperación, a grandes rasgos, se abren dos actitudes u orientaciones psicológicas distintas, que uno puede elegir conscientemente o, si no pone atención, dejarse arrastrar por cualquiera de los dos.

La primera consiste enfrentarse a la situación desde la mente reactiva. Desde esta posición, nos resistimos a nuestro estado actual, cultivando todo tipo de pensamientos obsesivos, la queja, y forzando al cuerpo a hacer cosas que no quiere.

La segunda, y la que trabajamos con Alina, tiene que ver con aceptar la propia situación desde la apertura, escuchando al cuerpo y respondiendo a sus necesidades durante el periodo de recuperación. En este caso, el estado mental es calmado, abierto y libre de neuras.

Para salir adelante y por mucho que te cueste, te animo a cultivar la segunda. Te cuento más  sobre por qué elegirla y cómo ponerla en práctica en el próximo post.

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Caballos y galletas

A Ana le toca escribir pero cuando mira afuera encuentra la realidad demasiado gris, pesada y llena de cosas irrelevantes. Entonces decide mirar dentro. También lo que hay es gris, pesado y tal vez irrelevante. Claro interno y externo se tocan. “¿Qué te pasa mamá?” le pregunta Julieta. “Nada mi amor, estoy encallada. No sé sobre qué escribir.” Julieta dice “Mamá podrías escribir sobre caballos. Como montarlos, lo que comen,…O sobre galletas”. “Caballos y galletas” dice Ana con una sonrisa. “Gracias Juli, ahí voy.”

La sintonía de Ana con los caballos empezó en la treintena. Ocurrió durante un largo verano en una finca rural, hospedada en una cabaña al lado de un cercado con cuatro yeguas jóvenes, salvajes, sin domar. Justo entonces empezó su interés por la fotografía. A Ana le fascinaba observarlas durante largo rato. La forma en cómo estaban en sus cuerpos, cómo se movían. En el atardecer se quedaban serenas, como meditando juntas. La tarde caía y la luz toscana cargaba de dramatismo la escena. Las fotos fueron testigo de ello. Una vez, contrariada porque no conseguía activar el flash, Ana manipulaba la cámara al lado del cerco. Concentrada como estaba no vio a las yeguas acercarse. Al levantar la vista las tenía literalmente encima. La impresión fue brutal, se quedó paralizada, no podía ni quería moverse. Algo de ellas envolvió a Ana y noto como si se hubiese roto una protección invisible que hacía demasiados años que cargaba. Se sintió desnuda y vulnerable. Las yeguas permanecieron al lado de Ana, mientras ella, sin saber porqué, lloraba.

(Foto: Magda Barceló)

Después de este episodio vinieron más. Largos paseos a caballo. Dar formaciones de fin de semana en un rancho de caballos. En un paseo al amanecer, a pie por el rancho, donde los caballos campaban a sus anchas en varios acres de terreno de las montañas de Colorado, de nuevo la cogieron de improvisto. Se paró un momento y varios caballos se acercaron, mucho. Quietamente, Ana se quedó entre ellos, como una más. Sentía el frío helado de la mañana, el calor de su cercanía, su aguda sensibilidad. Permaneció un largo rato envuelta en la calma arraigante de su presencia. Luego, durante la formación, al compartir la experiencia con las participantes, una de ellas dijo, “claro, los caballos te quieren agradecer todo lo que nos estás dando.”

Al reflexionar sobre ello, Ana reconoce un patrón que se repite sin saberlo en su vida. Pasar tiempo en entornos rurales con la presencia de animales, en concreto en granjas agrícolas de caballos, vacas, cabras, ovejas… Cuando está allí, se siente en casa, lo que no es de extrañar pues humanos y animales han vivido cerca los unos de los otros durante miles de años. Y desde hace figurativamente dos días, que ya no. Y algo se ha perdido con esta distancia, con esta desconexión. Como humanos es como si en lugar de alimentar el alma de luz, de aire, de contacto con los animales, con los árboles…hubiésemos pasado a alimentarnos de…¡galletas!

Galletas, ese constructo culinario tan tentador para los golosos, especialmente si es crujiente y contiene chocolate. Una galleta anima la tarde, pero alimentarse solamente de galletas es una pésima idea. El cuerpo y el alma lo sufren. ¡Claro, es eso lo que le pasa a Ana! Está hinchada de galletas: galletas de demasiado trabajo, galletas de lo virtual, galletas del estrés, galletas del móvil. Galletas de un ritmo frenético y galletas de no tener tiempo. Ahora lo comprende.

Afortunadamente los caballos y todo lo que representan, permanecen sin importar cuantas galletas coma. Y con la mera conciencia de ello, Ana vuelve a casa.

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Cuando para ayudar, tienes que olvidarte de ayudar

Ayer en sesión de coaching la persona a quien acompaño me explicaba su experiencia como mentor de un chico de etnia bereber, a raíz de un programa de voluntariado en el que se ha embarcado. Me explicaba de qué forma le resultaba un reto esta relación, puesto que veía muchas cosas que podía hacer para ayudarle pero que a menudo, las reacciones del joven le desconcertaban. A lo que le pregunté ¿Cómo sabes que le estás ayudando? Buena pregunta me dijo, no lo sé. Le compartí mi experiencia de este verano de acoger a una niña saharaui de ocho años, en el marco del programa Vacaciones en Paz. Al encontrarnos con otras familias de acogida, nos sorprendió que a algunos les había movido la voluntad de ayudar. No fue la nuestra.

Querer ayudar a otra persona es uno de los impulsos más nobles del ser humano. Sin embargo, ayudar es una tarea delicada, y el mero hecho de querer ayudar puede erigirse como una barrera. ¿Por qué? Pues porque nos sitúa sin querer en una posición de superioridad frente al ayudado. Nosotros tenemos algo, o cierta experiencia o capacidades que la otra persona no. Desde este punto de vista, ayudar sería como algo meramente transaccional. Uno entrega al otro lo que necesita y ya.

En la práctica, la verdadera ayuda no funciona así. Además, aunque nos dé la impresión de que este tipo de ayuda funciona, puede tener un efecto perverso. El de desempoderar a la persona que “recibe” la ayuda, alienándolo de su propio poder y capacidades, convirtiéndole en dependiente de nuestra “ayuda”.

En cambio, la verdadera ayuda nunca va en un solo sentido. Las dos partes implicadas reciben los frutos de una relación, en la que los papeles de ayudado y ayudador se difuminan.

Dos manos cogidas

(Tabitha Turner, UNSPLASH)

Los primeros días de la llegada de Maia – un nombre ficticio – fueron complicados. De casi ocho años, Maia no hablaba nada de español, a penas podía comunicarse y extrañaba a horrores de su familia. Queríamos ayudarla, pero no podíamos, por mucho que nos esforzásemos en animarla con juegos, preparando platos de comida que le gustaban y películas de dibujos, entre otras cosas. Realmente, lo único que podíamos hacer era acompañarla en su pena estando a su lado cuando se ponía triste, facilitarle que hablase con su familia y seguir con el día a día del verano. Pasaron los días y aunque nada parecía cambiar, todo estaba cambiando. Maya seguía llorando a ratos y también riéndose a otros. En paralelo a todo eso eso, de forma invisible algo se estaba tejiendo: nuestro vínculo.

Una de las metáforas visuales del vínculo que más me impactaron, apareció en la película Avatar, el clásico de James Cameron. La escena en la que Jake y la nativa Neytiri se disponen a montar a un Ikran – una especie de dragón volador bastante feroz. Después de varios intentos, el protagonista ha conseguido montar a uno, entonces Neytiri le grita: «¡rápido crea el vínculo!», lo que consiste en conectar la antena del dragon con la propia trenza del jinete. Cuando esto ocurre, los dos extremos se unen. Porque siguiendo esta imagen – dejando a parte la violencia de la escena-, vincularse es crear un cordón energético entre dos personas. Este cordón es el sustrato de la relación que determinará lo que puede darse en ella. Los vínculos fértiles, al igual que la tierra, requieren dos cosas: interacciones y tiempo. Cada interacción revela nuestras intenciones hacia la otra persona, que en nuestro caso no era más que acoger a la niña en el seno de nuestra familia desde el respeto y apertura. Y cuantas más interacciones se dan, más se revelan nuestras intenciones que de coincidir, van tejiendo un vínculo sano.


Vincularse es una danza cuyo primer paso es la curiosidad genuina. Esta curiosidad nace del no saber. De no conocer a la otra persona, desconocer lo que necesita, lo que le gusta, sus formas de ser y hacer. Cuando me relacionaba con Maia desde esta curiosidad a menudo me sentía vulnerable y a veces incómoda. Lo contrario a esta curiosidad es proyectar lo que uno cree en el otro. Pero proyectar en el otro es un gesto agresivo, que nos sitúa en la ilusión de falsa superioridad. En cambio, en la vulnerabilidad del no saber, uno se muestra al otro de forma auténtica. La otra persona puede entonces tener el coraje de mostrarse también. Y tal vez a continuación aceptar una invitación a la danza.

Cada vínculo es la música de una danza que nunca antes has bailado. Y en el baile de la cual, aunque al principio te sientas torpe e inadecuado, puedes redescubrirte y redescubrir al otro sin precedentes. Vuestro baile plantará semillas en la relación. Lo que germine será la prueba de vuestra ayuda mutua. Y entonces tal vez, olvidándote de ayudar, habrás ayudado.

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Hacer el menor daño posible a tus hijos

Eva de casi ocho años lleva varios días trasteando con la grapadora y hojas de papel. Se encuentra en la etapa de la industriosidad1. Todavía no hay mucho control ni precisión pero hay producción. Y la práctica repetida va generando competencia y seguridad2.

Hacía unos días que había fabricado libretitas para todos sus compañeros de clase. Quería regalarles una a cada uno el primer día de clase. Eva tiene un gran corazón y disfruta compartiendo. Tras unas toscas primeras muestras, a ojos de Lucía su madre, su padre y hermana menor le echaron una mano en la tarea. Primero seleccionaron el papel de distintos colores. Después cortaron las distintas hojas para que tuvieran el mismo tamaño. Después las graparon. Después escribieron el nombre de cada niño en la portada. Y por último, las decoraron con dibujos y pegatinas. Toda una empresa para una niña de su edad. Cuando estaban todas listas, las apilaron y las pusieron delicadamente en una bolsa, listas para ser repartidas. Eva resplandecía.

(Juliane Lieberman, UNSPLASH)

Llegó el primer día de clase y entregó las libretas. Sus compañeros encantados. Algunos le escribieron dibujos de agradecimiento. Eva era toda sonrisas. Ha llegado la hora de empezar otro proyecto, se dijo. Al mediodía, mientras su madre arreglaba la cocina le dijo, “mamá por favor, no mires que estoy preparando una sorpresa”. Y se puso manos a la obra. Se hizo la hora de volver al cole. Su madre la vio y dijo: “¿Qué estás haciendo?” “¿Ya andas otra vez grapando y tirando papel?” Ella respondió “Estoy haciendo un diario”. “Ah”, dijo la madre, “un diario para…” Eva no dijo nada. Lucía tomó carrerilla: “¿para tus compañeros?… ya tienen la libreta, así que olvídate, esta será para ti y ya basta de grapar y tirar hojas. El papel es para dibujar o escribir. Y para que no gastes más, el paquete de hojas lo retiro – puso las hojas en un estante alto. Ahora vamos al cole que llegamos tarde.” dijo airada y bastante impaciente, otra vez tocaba correr para llegar puntuales. La niña se ofuscó. Cogió las hojas grapadas, hizo una mueca de fastidio a su madre y corrió al cuarto a esconderlas. Llegaron puntuales.

Por la tarde en el trabajo, Lucía se sintió mal, para sus adentros se decía “Vaya bronca le he pegado a Eva, cuando su iniciativa era buena… ¿Qué importa si usa más o menos papel? La he desmotivado, como hacía mi madre conmigo de pequeña.” Al salir del trabajo Lucía fue al fisio a rehabilitar el menisco que recién le habían operado. En plena sesión le vino de nuevo la situación del mediodía: “Un diario…pero ¿quien escribe un diario? pues yo…oh dios, entonces la sorpresa era para mi. Se le caió el alma al suelo. Al salir del fisio fue corriendo a buscarla a música aunque hoy la recogía la abuela. Sus palabras brotaron nada más verla: “Lo siento cariño, he sido injusta contigo al regañarte este mediodía. Mamá ha metido la pata.” Silencio. “Entonces el diario ¿era para mi?” “Sí”, dijo la niña. “Muchas gracias cariño, es el mejor regalo,… tengo muchas ganas de escribir en él”, dijo Lucía. Eva se iluminó y dijo “claro mamá, casi lo tengo acabado. Quedará chulísimo, ya verás.”

De camino a casa, las palabras de una madre que había leído hace años, reverberaron en Lucía: “aspiro a hacer el menor daño posible a mis hijos”.

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(1) Según teoría de desarrollo humano de Erik Erikson en «El ciclo vital completado».

(2) Para Erikson es fundamental apoyar las iniciativas de esta edad hasta la pubertad. Si no se hace, en lugar desarrollar confianza en sus empeños y una mayor competencia, los niños desarrollan sentido de inferioridad y pierden el interés en explorar y desarrollar su potencial.

Por qué al lidiar con tus sueños, la pregunta ¿me compensa? está fuera de lugar

Hoy en una sesión de coaching a Maya, pintora y diseñadora gráfica a principios de la treintena, comentábamos su visión de vida. Este ejercicio empieza por una meditación guiada en sesión, en la que la persona viaja con la imaginación a su futuro a pocos años vista. Después plasma lo visto en una hoja a través de imágenes o dibujos.

Saber visionar y sostener una visión propia es fundamental, porque como decía Walt Disney, “si lo puedes soñar, lo puedes crear”. Y también, si no lo puedes soñar, difícilmente lo crearás o vendrá a ti, como constato desde hace años en mi práctica de coaching. Esto es así porque aquello en lo que nos enfocamos modela nuestra percepción y determina aquello que recibe nuestra atención – la poderosa mecha que cataliza el futuro.

Maya podía imaginar una nueva residencia delicadamente decorada. Podía imaginar una profesión floreciente. Podía imaginar su arte conmoviendo a miles de personas. No obstante, aunque afirmaba quererlo, no lograba verse con hijos y una pareja.

Según mi experiencia de coach, y como expresaba Rilke1 el futuro ha de entrar en nosotros mucho antes de que suceda. Cuando esto no es posible, existe un bloqueo. Cuando le pregunté a Maya porqué no podía imaginarse con pareja e hijos me dijo, “bueno lo de la pareja,… es un fastidio ponerme a buscar, paso de Tinder… Y pensándolo bien, aunque no me veo como madre soltera, no sé si me compensa todo el esfuerzo de tener pareja.” ¡Bingo! Dimos con el bloqueo: No sabía si le compensaba tener pareja.

Pantalla con números

(Tyler Easton, UNSPLASH)

¿De dónde había salido aquella pregunta? De ella, claro, y también de la cultura en la que nadamos. Esa que afirma que todo, absolutamente todo tiene que compensarnos. Vivimos en una sociedad materialista y economicista. Parece que nada tiene valor por sí mismo a no ser que nos rinda. Tal vez por eso nos pasamos más tiempo negociando con la realidad que viviendo. Pues bien, hay cosas que simplemente no rinden. ¿Cuánto rinde tener hijos? ¿Lo medirás en función de las notas que saquen? ¿Cuánto rinde tener una pareja? ¿Lo medirás en función de cuánto sexo tengas? ¿Cuánto rinde ser honesto y tener la conciencia tranquila? ¿Lo medirás según lo bien que duermas por las noches? ¿Cuánto rinde cultivar una amistad?

Para algunas cosas, aunque ahora no consigo dar con ninguna, la pregunta ¿me compensa? tendrá sentido. Para muchas otras, y en concreto para tus sueños, olvídate de ella. Plantéate en su lugar: ¿Lo quiero de verdad? ¿Es bueno para mi y para el mundo? ¿Estoy dispuesto a comprometerme con ello? Si con tu vida, eres capaz de responder “sí” a estas tres preguntas, darás un paso gigante hacia tus sueños.

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(1) Cartas a un joven poeta. Rainer Maria Rilke