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En Europa se besaban por la calle

Con 16 años y mi mochila a cuestas, fui paseando por la Kaiser Strasse, de Fráncfort. Mi primer viaje, solo, al extranjero. Iba muy excitado y nervioso. Mirándolo todo. Anochecía. Todo estaba repleto de letreros luminosos en alemán. Yo solo sabía un poco de francés. Canturreaba para engañar al miedo que tenía en el cuerpo. Lo cuento hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es

Mi articulo de la serie «Almería, quien te viera….(23) publicado hoy en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es

 

Almería, quién te viera… (23)

En Europa se besaban por la calle

J.A. Martínez Soler

Qué diferente era Almería de Europa en 1963. Mi primer viaje al extranjero me llenaba de ilusión. Con 16 años, cubría mis inseguridades con un exceso de confianza. Me comía el mundo. Pensaba, de forma provinciana, que lo poco que conocía de mi tierra era lo mejor del planeta. Al llegar a Europa me di cuenta de lo poco que sabía. Me llené de dudas que me hicieron cuestionarme muchas cosas. Fue un choque difícil, ver que no era nadie. Sin embargo, qué alegría ver mundo.

Por primera vez en mi vida, en aquel verano de 1963, me encontré solo en un país extranjero. La razón que había dado a mis padres para que me dejaran viajar hasta Francfort, y me financiaran, fue poder asistir a la boda de mi primo Juan Antonio Bretones Martínez con Erika Kiefer, su novia alemana. Iría acompañado por mis tíos. Ningún problema. Al día siguiente del banquete nupcial, me despedí de todos y me apunté a viajar con unos amigos de mi primo hasta Lyon. Me había citado con ellos esa mañana en la estación del tren. ¿Vendrían a por mi?

Con mi mochila a cuestas, fui paseando por la Kaiser Strasse, la calle principal de Fráncfort. Iba muy excitado y nervioso. Mirándolo todo. Anochecía. Todo estaba repleto de letreros luminosos en alemán. Yo solo sabía un poco de francés. Canturreaba para engañar al miedo que tenía en el cuerpo.

Algo despistado, miraba el mapa de la ciudad, camino de la estación. Vi aparcados varios coches. Dentro estaba solo el conductor con la puerta del copiloto entreabierta. Luego me percaté de que todos los conductores eran conductoras. Una de las conductoras me llamó en alemán y en inglés. Le dije que solo entendía francés o español. Entonces, muy amable, me invitó con gestos y en francés a sentarme en su coche y me preguntó por lo que buscaba en el mapa. Pensé: “¡Qué simpáticos son los alemanes con los forasteros!”.

Encendió la luz para mirar el mapa y, en ese momento, al ver sus pinturas de guerra y sus muslos a la vista, comencé a percatarme de que su ayuda no era tan desinteresada como yo había creído. Medio en inglés y medio en francés, me ofreció “sus servicios” por un precio especial en un hotel cercano. Mi primer día solo en Alemania, y ya estaba metido en un buen lío. Primero, me asusté. Luego, me avergoncé por haberme visto en esa situación. Le di las gracias en francés y, a toda prisa, salí escapado del coche. Siempre me parecieron despreciables los clientes que favorecen la esclavitud de la prostitución, aunque menos que los pederastas que abusan de los niños y niñas.

Aceleré el paso, casi al ritmo de mi corazón, hasta que me topé con la impresionante puerta de la Bahnhof, la estación de ferrocarriles. Ya era de noche. Hacia la media noche, decidí tumbarme en un banco de la Estación con la mochila de almohada. Dormí como un lirón. Llevaba el dinero en un bolsillo de tela pillado con un imperdible en el interior de los calzoncillos. Fue un invento de mi abuela Isabel, gran emprendedora. Ella lo hacía así cuando viajaba en tren desde Nacimiento hasta Barcelona. Llevaba jamones y traía telas.

Nada más despertarme, con el cuerpo molido por la dureza del banco de madera, empecé arrepentirme de haber iniciado este viaje que, en aquel momento, consideré alocado y prematuro. Era, entonces lo supe, puro miedo a lo desconocido, a esa mezcla explosiva de inocencia y temeridad tan propia de la juventud.

Desayuné otra salchicha y, con un retraso que me pareció eterno, antes de comprar el billete para Ginebra y Lyon, me encontré con mis compañeros de viaje. Respiré aliviado. El viaje por Alemania y Suiza, en un “dos caballos”, con tienda de campaña, fue espectacular. Antes de anochecer, empezó la fiesta local de la cerveza en un pueblito de la selva negra. Lo supimos por la música, los gritos y las risas. Había muchos jóvenes soldados norteamericanos de una base cercana de la OTAN. ¡Madre mía, qué juerga! Esto de Europa me empezó a gustar de verdad. Por ser forasteros, todo gratis. No había bebido tanta cerveza en mi vida.

El mayor choque cultural y/o moral lo sufrí en Lyon, donde tenía acceso al apartamento de mi primo. Con mi pobre francés podía hablar con la gente y hacer amigos. Allí comprobé el trato que tenían los chicos y las chicas de mi edad. Con total naturalidad se acariciaban en público. Se besaban por la calle. Fui al parque de la Tête d´or, una maravilla de la naturaleza. Como si fuera lo más natural del mundo, las parejas, tumbadas en la hierba, se abrazaban y besaban.

Los jóvenes de Lyon rompieron mis esquemas. Mi concepción del mundo, si es que la tenía entonces, saltó hecha añicos. Los mayores también me sorprendieron. Hablaban de todo. Sin miedo. Recordaba los miedos de mi madre. Quería decirle que, en Francia, “las paredes no oyen”. La policía no te detiene por lo que dices. Ni te fusilan por lo que piensas, como hizo Franco en España, en abril de ese mismo año (1963), con Julián Grimau por ser comunista. Vi carteles con la foto de Grimau y el titular “Franco Assasin”. (Mira por donde, hoy tenemos una vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, que es comunista).

Difícil de digerir, de golpe, tantas sensaciones nuevas. Aproveché para comprar algunos libros prohibidos de Ruedo Ibérico. Francia era un país libre. Podías comprar libros, sin censura previa, hablar libremente con cualquiera, sin miedo a que te detuviera la policía, y los jóvenes se besaban por la calle.

Conocí a algunos españoles, exiliados desde la guerra civil, como mi tío Antonio, el miliciano, que estaban locos por volver a su tierra y ver a sus familiares en cuanto muriera el dictador. Casi con lágrimas en los ojos, me preguntaban por todo sobre España. Me avergonzaba responder a las preguntas que me hacían sobre la Dictadura.

También encontré a otros que emigraron a Francia en los últimos años para enviar dinero a sus familias. Uno quería montar un bar, otro soñaba con un taller mecánico. Estaban afiliados a sindicatos libres. Me lo explicaron. Claro que también me dijeron que en algunos bares racistas prohibían la entrada a españoles y portugueses. Me pasaba el día comparando la vida en Almería y en Lyon. Un desastre. Un choque brutal entre la tradición y la revolución. Creo que mi proceso de politización, quizás prematuro, comenzó en aquel viaje veraniego al extranjero.

¿Por qué Felipe II prohibió, como hizo Franco, la entrada de libros extranjeros en la católica España? ¿Por qué éramos los españoles más pobres y menos libres que los demás europeos? Según nos cuenta la Historia, no fue siempre así. Ni tenía por qué seguir siendo siempre así. De hecho, basta con ver cómo han cambiado las cosas. Ahora es Europa la que viene a Almería y valora nuestra forma de vida … y nuestras ricas hortalizas tempranas. Tenemos hasta radios y revistas en inglés.

Claro que entonces yo quería respuestas. Y las quería ya. Me hice tantas preguntas, acopié tantas dudas, durante aquellos tres meses, que al salir de esa enfermedad que llamamos adolescencia (y que solo se cura con el tiempo) empecé a considerar que debería seguir toda mi vida haciendo preguntas. De hecho, a eso he dedicado más de medio siglo. Con 16 años, sin saberlo, Europa me abrió las puertas a mi futura profesión. Así empezó, ahora lo reconozco, para bien o para mal, la forja de un periodista.

Viaje, en un «dos caballos», con tienda de campaña, de Francfort a Lyon.

En la boda de mi primo, cerca de Francfort, con pajarita.

En la boda, detrás de los novios

Mi primer baño en Ginebra. Inmenso lago.

Cartel contra el asesinato de Julián Grimau, en abril de 1963, en la España de Franco

 

 

 

 

 

El miedo habitaba entre nosotros

Hoy publica La Voz de Almería mi tercer artículo de recuerdos de infancia y adolescencia. Esta semana me han ascendido… ¡al domingo!

Mi artículo 3º de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy el el diario La Voz de Almería

Pero no me hago ilusiones. La lotería de Navidad afectó a la paginación del diario. Por eso salí en domingo. Para quienes no puedan leer la letra pequeña del PDF (como es mi caso), copio y pego el mismo texto en Word (con cuerpo apto para jubilados) y algunas fotos más de mi tío Antonio, de Grimau y de mi madre Julia, en mi blog «Se nos vio el plumero» de 20minutos.es.

Almería, quién te viera… (3)

El miedo habitaba entre nosotros

 J. A. Martínez Soler

Mis dos abuelos murieron antes de que yo naciera. Uno murió alcohólico, y el otro, por la gripe del 18, que hizo tantos estragos como el actual coronavirus. Así es que me crie sin abuelos. Tuve, en cambio, la fortuna inusual de tener tres abuelas: la madre de mi padre, la madre de mi madre, y la madre Julia, que amamantó a mi madre con la leche sobrante de su hijo Antonio, el miliciano.

Mis padres, con la madre Julia y mi primo Jesús, en la puerta de mi casa en la calle Juan del Olmo, Almería.

De niño, pasé muchas vacaciones en Nacimiento (Almería). Nunca dormí en casa de mi abuela Isabel, la madre de mi madre. Allí dormían mis primos. Yo dormía en un colchón de farfolla (las hojas secas de la panocha) que la madre Julia, mi tercera abuela, echaba al suelo en el desván de su casa. Aquel desván, que me dio pie a tantas fantasías infantiles, parecía sacado de un museo agrícola medieval.

Tengo recuerdos muy entrañables de mi infancia con la madre Julia y el padre Juan.  Eran la sal de la tierra, lo que antes se conocía como <<bellísimas personas>>. Y no puedo reprimir cierto rencor, una basurilla en mi corazón, contra quienes les torturaron y maltrataron públicamente (pelados al cero, limpiando las calles y las cuadras del pueblo) por haber tenido un hijo rojo, mi tío Antonio.

Julia Franco, mi tercera abuela, madre de mi tío Antonio.

Mi tío <<de leche>>, miembro del Partido Comunista, salió huyendo de España al terminar la guerra y jugó un papel importante en mi vida. Con dieciséis años cumplidos, pude conocerle personalmente en su refugio de Francia. Él fue quien me abrió los ojos a la política, desde otro ángulo, y a una parte relevante de la historia de mi familia. Gracias a él pude recomponer las piezas del puzle familiar a las que no tuve acceso en mi casa.

Mis padres procuraban no hablar de política delante de los niños. Temían que pudiéramos decir por ahí afuera alguna inconveniencia oída en casa. Mi madre solía responder a nuestras preguntas tapándose los labios con su dedo índice, al tiempo que daba su orden de silencio: <<Chisss>>.  En voz baja, añadía, como un latiguillo de miedo, mil veces repetido: <<Las paredes oyen>>. El miedo habitaba entre nosotros.

Si insistíamos en hacer preguntas sobre cuestiones políticas, que ella consideraba comprometidas, recurría a un gesto mucho más claro y expresivo: se pillaba sus labios con los dedos pulgar e índice. Sus dedos hacían de pinza.

Luego decía: <<En boca cerrada no entran moscas>>.

 Mi tío Antonio, el miliciano

 Con 16 años, llegué a la estación de Nimes con la maleta rota. La lluvia que le cayó por las calles de Lyon había deshecho gran parte del cartón. Cuando la bajé del tren no tenía remedio. La mochila, en cambio, aguantó bastante bien todo el viaje por Alemania y Francia.

Mi tío Antonio me recogió y me llevó a su casa en Saint Jean du Pin, departamento de Gard, a unos 40 kilómetros de Nimes. Atravesamos un valle tan verde, tan verde, y con tanta agua, que me impresionó. Sobre todo, por su contraste con el desierto de Almería. Llegamos a su pueblo, de unos 700 habitantes que parecían conocerse de toda la vida.

Mi tío era saludado cariñosamente por los vecinos, y él correspondía a sus saludos. Algunas veces en español. <<Ese es de Gérgal>>, me decía. <<Y aquel también es de Nacimiento, como yo y como tu madre>>. Me pareció que la mayoría de los vecinos habían emigrado en racimos. Unos tiraban de otros.

 Su casa, de dos plantas, tenía un jardín precioso y una pequeña huerta. Garaje para dos plazas: un Mercedes y una furgoneta.

 El tío Antonio me hablaba en un español trufado de palabras francesas o castellanas afrancesadas. << ¿Te gusta la vuatura nueva?>>, me preguntaba presumiendo del Mercedes, su coche recién estrenado.

En un par de días, yo era un miembro más de la familia Torres. En el verano de 1963, mi primo Michel, de 18 años, dos más que yo, me presentó a todos sus amigos y amigas de Saint Jean du Pin. Me chocaba el trato fresco y natural entre chicos y chicas. Se besaban, se tocaban, se acariciaban… <<Se daban el lote de lo lindo>>, diríamos en Almería con envidia.

Antes del amanecer, acompañaba a mi tío y a mi primo a llenar su furgoneta en el mercado central de Alés. Luego íbamos a los mercadillos locales de aquel precioso valle para vender las frutas y hortalizas. Me encantaba practicar mi pobre francés y también escuchar a quienes nos compraban en español.

<<Franco assassin>>

Carteles de «Franco asesino» en las paredes de Francia tras la ejecución de Julián Grimau al entrar en España.

En varios pueblos vi pintadas algo desgastadas de <<Franco, asesino>>. En francés y en español. La primera vez me llevé un gran susto. Miré alrededor por si había policías. En Francia podías pintar en las paredes cosas contra Franco, y besar a las chicas por la calle, sin que te pasara nada malo. En uno de los muros vi un viejo cartel con una foto muy esquemática de alguien que no había visto en mi vida. Y la misma pintada repetida: <<Franco, asesino>>.

Pasamos muchas horas juntos. Tantas que, a los pocos días, me pareció que mi tío hablaba mejor español que cuando llegué. Después de 24 años de exiliado, sin pisar su tierra, le gustaba mucho hablar de Nacimiento y de España. Y de su madre, a cuyo entierro no pudo acudir.

– << ¿Por qué no vuelves, tío?>>, le pregunté un día de sopetón. Iba conduciendo la furgoneta. Me miró un instante. Suficiente para ver un cierto color rojizo en sus ojos y unas lágrimas a punto de saltar. <<No volveré mientras haya Dictadura en España>>, respondió secamente.

Ese fue el principio de mi primera conversación política con un adulto de la familia que hablaba a calzón quitado, sin miedo a ser escuchado por alguien inconveniente. Claro que estábamos en Francia, <<un país democrático>>, me dijo. <<Aquí no encarcelan ni torturan ni fusilan a quienes piensan de forma distinta que el Gobierno de turno>>.

Entonces me contó la historia de Julián Grimau, un miembro de su partido, el Partido Comunista de España, que había sido detenido al entrar en España y fusilado por orden de Franco, apenas hacía tres meses, en abril de ese mismo año. <<Esos carteles que ves en algunas paredes, medio deshechos, llevan la foto de Julián>>. Pronto me señaló uno de ellos.

Julián Grimau, ejecutado por Franco en Madrid, el 20 de abril de 1963, por ser miembro del Partido Comunista.

Protestas por toda Europa pidiendo la libertad de Julián Grimau.